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Pío Baroja, El árbol de la ciencia


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Espero que os guste leer un libro de otro escritor español, una novela de Pío Baroja que nació en 1872 en Santander, estudió medicina en Madrid y doctoró con una tesis sobre „El dolor”.

En 1911 publicó El árbol de la ciencia” que es una obra con carácter autobiográfico.

Se desarrolla entre 1887 y 1898.

Primera parte: La vida de un estudiante en Madrid

I. Andrés Hurtado comienza la carrera

Serían las diez de la mañana de un día de octubre. En el patio de la Escuela de

Arquitectura, grupos de estudiantes esperaban a que se abriera la clase.

De la puerta de la calle de los Estudios que daba a este patio, iban entrando muchachos jóvenes que, al encontrarse reunidos, se saludaban, reían y hablaban.

Por una de estas anomalías clásicas de España, aquellos estudiantes que esperaban en el patio de la Escuela de Arquitectura no eran arquitectos del porvenir, sino futuros médicos y farmacéuticos.

La clase de química general del año preparatorio de medicina y farmacia se daba en esta época en una antigua capilla del Instituto de San Isidro convertida en clase, y éste tenía su entrada por la Escuela de Arquitectura.

La cantidad de estudiantes y la impaciencia que demostraban por entrar en el aula se explicaba fácilmente por ser aquél primer día de curso y del comienzo de la carrera.

Ese paso del bachillerato al estudio de facultad siempre da al estudiante ciertas ilusiones, le hace creerse más hombre, que su vida ha de cambiar.

Andrés Hurtado, algo sorprendido de verse entre tanto compañero, miraba atentamente arrimado a la pared la puerta de un ángulo del patio por donde tenían que pasar.

Los chicos se agrupaban delante de aquella puerta como el público a la entrada de un teatro. Andrés seguía apoyado en la pared, cuando sintió que le agarraban del brazo y le decían:

- ¡Hola, chico! Hurtado se volvió y se encontró con su compañero de Instituto Julio Aracil. Habían sido condiscípulos en San Isidro; pero Andrés hacía tiempo que no veía a Julio. Éste había estudiado el último año del bachillerato, según dijo, en provincias.

- ¿Qué, tú también vienes aquí? —le preguntó Aracil.

-Ya ves.

- ¿Qué estudias?

- Medicina.

- ¡Hombre! Yo también. Estudiaremos juntos.

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Aracil se encontraba en compañía de un muchacho de más edad que él, a juzgar por su aspecto, de barba rubia y ojos claros. Este muchacho y Aracil, los dos correctos, hablaban con desdén de los demás estudiantes, en su mayoría palurdos provincianos, que manifestaban la alegría y la sorpresa de verse juntos con gritos y carcajadas.

Abrieron la clase, y los estudiantes, apresurándose y apretándose como si fueran a ver un espectáculo entretenido, comenzaron a pasar.

- Habrá que ver cómo entran dentro de unos días -dijo Aracil burlonamente.

- Tendrán la misma prisa para salir que ahora tienen para entrar -repuso el otro.

Aracil, su amigo y Hurtado se sentaron juntos. La clase era la antigua capilla del

Instituto de San Isidro de cuando éste pertenecía a los jesuitas. Tenía el techo pintado con grandes figuras a estilo de Jordaens; en los ángulos de la escocia los cuatro evangelistas y en el centro una porción de figuras y escenas bíblicas.

Desde el suelo hasta cerca del techo se levantaba una gradería de madera muy empinada con una escalera central, lo que daba a la clase el aspecto del gallinero de un teatro.

Los estudiantes llenaron los bancos casi hasta arriba; no estaba aún el catedrático, y como había mucha gente alborotadora entre los alumnos, alguno comenzó a dar

golpecitos en el suelo con el bastón; otros muchos le imitaron, y se produjo una furiosa algarabía.

De pronto se abrió una puertecilla del fondo de la tribuna, y apareció un señor viejo, muy empaquetado, seguido de dos ayudantes jóvenes.

Aquella aparición teatral del profesor y de los ayudantes provocó grandes murmullos; alguno de los alumnos más atrevido comenzó a aplaudir, y viendo que el viejo catedrático no sólo no se incomodaba, sino que saludaba como reconocido, aplaudieron aún más.

- Esto es una ridiculez -dijo Hurtado.

- A él no le debe parecer eso -replicó Aracil riéndose-; pero si es tan majadero que le gusta que le aplaudan, le aplaudiremos.

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El profesor era un pobre hombre presuntuoso, ridículo. Había estudiado en París y adquirido los gestos y las posturas amaneradas de un francés petulante.

El buen señor comenzó un discurso de salutación a sus alumnos, muy enfático y altisonante, con algunos toques sentimentales: les habló de su maestro Liebig, de su amigo Pasteur, de su camarada Berthelot, de la Ciencia, del microscopio...

Su melena blanca, su bigote engomado, su perilla puntiaguda, que le temblaba al

hablar, su voz hueca y solemne le daban el aspecto de un padre severo de drama, y

alguno de los estudiantes que encontró este parecido, recitó en voz alta y cavernosa los versos de Don Diego Tenorio cuando entra en la Hostería del Laurel en el drama de Zorrilla:

Que un hombre de mi linaje

Descienda a tan ruin mansión.

Los que estaban al lado del recitador irrespetuoso se echaron a reír, y los demás estudiantes miraron al grupo de los alborotadores.

- ¿Qué es eso? ¿Qué pasa? -dijo el profesor poniéndose los lentes y acercándose al barandado de la tribuna-.

¿Es que alguno ha perdido la herradura por ahí? Yo suplico a los que están al lado de ese asno que rebuzna con tal perfección que se alejen de él, porque sus coces deben ser mortales de necesidad.

Rieron los estudiantes con gran entusiasmo, el profesor dio por terminada la clase retirándose, haciendo un saludo ceremonioso y los chicos aplaudieron a rabiar.

Salió Andrés Hurtado con Aracil, y los dos, en compañía del joven de la barba

rubia, que se llamaba Montaner, se encaminaron a la Universidad Central, en donde daban la clase de Zoología y la de Botánica.

En esta última los estudiantes intentaron repetir el escándalo de la clase de Química; pero el profesor, un viejecillo seco y malhumorado, les salió al encuentro, y les dijo que de él no se reía nadie, ni nadie le aplaudía como si fuera un histrión.

De la Universidad, Montaner, Aracil y Hurtado marcharon hacia el centro.

Andrés experimentaba por Julio Aracil bastante antipatía, aunque en algunas cosas le reconocía cierta superioridad; pero sintió aún mayor aversión por Montaner.

Las primeras palabras entre Montaner y Hurtado fueron poco amables. Montaner hablaba con una seguridad de todo algo ofensiva; se creía, sin duda, un hombre de mundo. Hurtado le replicó varias veces bruscamente.

Los dos condiscípulos se encontraron en esta primera conversación completamente en desacuerdo.

Hurtado era republicano, Montaner defensor de la familia real; Hurtado era enemigo de la burguesía, Montaner partidario de la clase rica y de la aristocracia.

- Dejad esas cosas -dijo varias veces Julio Aracil-; tan estúpido es ser monárquico como republicano; tan tonto defender a los pobres como a los ricos. La cuestión sería tener dinero, un cochecito como ése - y señalaba uno- y una mujer como aquélla.

La hostilidad entre Hurtado y Montaner todavía se manifestó delante del escaparate de una librería. Hurtado, era partidario de los escritores naturalistas, que a Montaner no le gustaban; Hurtado, era entusiasta de Espronceda; Montaner, de Zorrilla; no se entendían en nada.

Llegaron a la Puerta del Sol y tomaron por la Carrera de San Jerónimo.

- Bueno, yo me voy a casa -dijo Hurtado.

- ¿Dónde vives? -le preguntó Aracil.

- En la calle de Atocha.

- Pues los tres vivimos cerca.

Fueron juntos a la plaza de Antón Martín y allí se separaron con muy poca afabilidad.

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II. Los estudiantes

En esta época era todavía Madrid una de las pocas ciudades que conservaba espíritu romántico. Todos los pueblos tienen, sin duda, una serie de fórmulas prácticas para la vida, consecuencia de la raza, de la historia, del ambiente físico y moral.

Tales fórmulas, tal especial manera de ver, constituye un pragmatismo útil, simplificador, sintetizador. El pragmatismo nacional cumple su misión mientras deja paso libre a la realidad; pero si se cierra este paso, entonces la normalidad de un pueblo se altera, la atmósfera se enrarece, las ideas y los hechos toman perspectivas falsas.

En un ambiente de ficciones, residuo de un pragmatismo viejo y sin renovación vivía el Madrid de hace años. Otras ciudades españolas se habían dado alguna cuenta de la necesidad de transformarse y de cambiar; Madrid seguía inmóvil, sin curiosidad, sin deseo de cambio. El estudiante madrileño, sobre todo el venido de provincias, llegaba a la corte con un espíritu donjuanesco, con la idea de divertirse, jugar, perseguir a las mujeres, pensando, como decía el profesor de Química con su solemnidad habitual, quemarse pronto en un ambiente demasiado oxigenado. Menos el sentido religioso, la mayoría no lo tenían, ni les preocupaba gran cosa la religión; los estudiantes de las postrimerías del siglo XIX venían a la corte con el espíritu de un estudiante del siglo XVII, con la ilusión de imitar, dentro de lo posible, a Don Juan Tenorio y de vivir.

Llevando a sangre y a fuego amores y desafíos.

El estudiante culto, aunque quisiera ver las cosas dentro de la realidad e intentara adquirir una idea clara de su país y del papel que representaba en el mundo, no podía.

La acción de la cultura europea en España era realmente restringida, y localizada a cuestiones técnicas, los periódicos daban una idea incompleta de todo; la tendencia general era hacer creer que lo grande de España podía ser pequeño fuera de ella y al contrario, por una especie de mala fe internacional. Si en Francia o en Alemania no hablaban de las cosas de España, o hablaban de ellas en broma, era porque nos odiaban; teníamos aquí grandes hombres que producían la envidia de otros países: Castelar, Canovas, Echegaray...

España entera, y Madrid sobre todo, vivía en un ambiente de optimismo absurdo. Todo lo español era lo mejor.

Esa tendencia natural a la mentira, a la ilusión del país pobre que se aísla, contribuía al estancamiento, a la fosilización de las ideas.

Aquel ambiente de inmovilidad, de falsedad, se reflejaba en las cátedras. Andrés Hurtado pudo comprobarlo al comenzar a estudiar Medicina. Los profesores del año preparatorio eran viejísimos; había algunos que llevaban cerca de cincuenta años explicando.

Sin duda no los jubilaban por sus influencias y por esa simpatía y respeto que ha habido siempre en España por lo inútil.

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Sobre todo, aquella clase de Química de la antigua capilla del Instituto de San Isidro era escandalosa. El viejo profesor recordaba las conferencias del Instituto de Francia, de célebres químicos, y creía, sin duda, que explicando la obtención del nitrógeno y del cloro estaba haciendo un descubrimiento, y le gustaba que le aplaudieran. Satisfacía su pueril vanidad dejando los experimentos aparatosos para la conclusión de la clase con el fin de retirarse entre aplausos como un prestidigitador.

Los estudiantes le aplaudían, riendo a carcajadas. A veces, en medio de la clase, a alguno de los alumnos se le ocurría marcharse, se levantaba y se iba. Al bajar por la escalera de la gradería los pasos del fugitivo producían gran estrépito, y los demás muchachos sentados llevaban el compás golpeando con los pies y con los bastones. En la clase se hablaba, se fumaba, se leían novelas, nadie seguía la explicación; alguno llegó a presentarse con una corneta, y cuando el profesor se disponía a echar en un vaso de agua un trozo de potasio, dio dos toques de atención; otro metió un perro vagabundo, y fue un problema echarlo.

Había estudiantes descarados que llegaban a las mayores insolencias; gritaban, rebuznaban, interrumpían al profesor. Una de las gracias de estos estudiantes era la de dar un nombre falso cuando se lo preguntaban.

- Usted -decía el profesor señalándole con el dedo, mientras le temblaba la perilla por la cólera- ¿cómo se llama usted?

- ¿Quién? ¿Yo?

- Sí, señor ¡usted, usted! ¿Cómo se llama usted? -añadía el profesor, mirando la lista.

- Salvador Sánchez.

- Alias Frascuelo -decía alguno, entendido con él.

- Me llamo Salvador Sánchez; no sé a quién le importará que me llame así, y si hay alguno que le importe, que lo diga -replicaba el estudiante, mirando al sitio de donde había salido la voz y haciéndose el incomodado.

- ¡Vaya usted a paseo! -replicaba el otro.

- ¡Eh! ¡Eh! ¡Fuera! ¡Al corral! -gritaban varias voces.

- Bueno, bueno. Está bien. Váyase usted -decía el profesor, temiendo las consecuencias de estos altercados.

El muchacho se marchaba, y a los pocos días volvía a repetir la gracia, dando como suyo el nombre de algún político célebre o de algún torero.

Andrés Hurtado los primeros días de clase no salía de su asombro. Todo aquello era demasiado absurdo. Él hubiese querido encontrar una disciplina fuerte y al mismo

tiempo afectuosa, y se encontraba con una clase grotesca en que los alumnos se burlaban del profesor. Su preparación para la Ciencia no podía ser más desdichada.

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III. Andrés Hurtado y su familia

En casi todos los momentos de su vida Andrés experimentaba la sensación de sentirse solo y abandonado. La muerte de su madre le había dejado un gran vacío en el alma y una inclinación por la tristeza. La familia de Andrés, muy numerosa, se hallaba formada por el padre y cinco hermanos. El padre, don Pedro Hurtado, era un señor alto, flaco, elegante, hombre guapo y calavera en su juventud. De un egoísmo frenético, se consideraba el meta-centro del mundo. Tenía una desigualdad de carácter perturbadora, una mezcla de sentimientos aristocráticos y plebeyos insoportable. Su manera de ser se revelaba de una manera insólita e inesperada. Dirigía la casa despóticamente, con una mezcla de chinchorrería y de abandono, de despotismo y de arbitrariedad, que a Andrés le sacaba de quicio.

Varias veces, al oír a don Pedro quejarse del cuidado que le proporcionaba el manejo de la casa, sus hijos le dijeron que lo dejara en manos de Margarita. Margarita contaba ya veinte años, y sabía atender a las necesidades familiares mejor que el padre; pero don Pedro no quería.

A éste le gustaba disponer del dinero, tenía como norma gastar de cuando en cuando veinte o treinta duros en caprichos suyos, aunque supiera que en su casa se necesitaban para algo imprescindible.

Don Pedro ocupaba el cuarto mejor, usaba ropa interior fina, no podía utilizar pañuelos de algodón como todos los demás de la familia, sino de hilo y de seda. Era socio de dos casinos, cultivaba amistades con gente de posición y con algunos aristócratas, y administraba la casa de la calle de Atocha, donde vivían.

Su mujer, Fermina Iturrioz, fue una víctima; pasó la existencia creyendo que sufrir era el destino natural de la mujer. Después de muerta, don Pedro Hurtado hacía el honor a la difunta de reconocer sus grandes virtudes.

- No os parecéis a vuestra madre -decía a sus hijos; aquélla fue una santa.

A Andrés le molestaba que don Pedro hablara tanto de su madre, y a veces le contestó violentamente, diciéndole que dejara en paz a los muertos.

De los hijos, el mayor y el pequeño, Alejandro y Luis, eran los favoritos del padre. Alejandro era un retrato degradado de don Pedro. Más inútil y egoísta aún, nunca quiso hacer nada, ni estudiar ni trabajar, y le habían colocado en una oficina del Estado, adonde iba solamente a cobrar el sueldo. Alejandro daba espectáculos bochornosos en casa; volvía a las altas horas de las tabernas, se emborrachaba y vomitaba y molestaba a todo el mundo. Al comenzar la carrera Andrés, Margarita tenía unos veinte años. Era una muchacha decidida, un poco seca, dominadora y egoísta.

Pedro venía tras ella en edad y representaba la indiferencia filosófica y la buena pasta. Estudiaba para abogado, y salía bien por recomendaciones; pero no se cuidaba de la carrera para nada. Iba al teatro, se vestía con elegancia, tenía todos los meses una novia distinta. Dentro de sus medios gozaba de la vida alegremente.

El hermano pequeño, Luisito, de cuatro o cinco años, tenía poca salud. La disposición espiritual de la familia era un tanto original. Don Pedro prefería a Alejandro y a Luis; consideraba a Margarita como si fuera una persona mayor; le era indiferente su hijo Pedro, y casi odiaba a Andrés, porque no se sometía a su voluntad. Hubiera habido que profundizar mucho para encontrar en él algún afecto paternal.

Alejandro sentía dentro de la casa las mismas simpatías que el padre; Margarita quería más que a nadie a Pedro y a Luisito, estimaba a Andrés y respetaba a su padre. Pedro era un poco indiferente; experimentaba algún cariño por Margarita y por Luisito y una gran admiración por Andrés. Respecto a este último, quería apasionadamente al hermano pequeño, tenía afecto por Pedro y por Margarita, aunque con ésta reñía constantemente, despreciaba a Alejandro y casi odiaba a su padre; no le podía soportar, le encontraba petulante, egoísta, necio, pagado de sí mismo. Entre padre e hijo existía una incompatibilidad absoluta, completa, no podían estar conformes en nada. Bastaba que uno afirmara una cosa para que el otro tomara la posición contraria.

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IV. En el aislamiento

La madre de Andrés, navarra fanática, había llevado a los nueve o diez años a sus hijos a confesarse. Andrés, de chico sintió mucho miedo, sólo con la idea de acercarse al confesionario.

Llevaba en la memoria el día de la primera confesión, como una cosa trascendental, la lista de todos sus pecados; pero aquel día, sin duda el cura tenía prisa y le despachó sin dar gran importancia a sus pequeñas transgresiones morales. Esta primera confesión fue para él un chorro de agua fría; su hermano Pedro le dijo que él se había confesado ya varias veces, pero que nunca se tomaba el trabajo de recordar sus pecados. A la segunda confesión, Andrés fue dispuesto a no decir al cura más que cuatro cosas para salir del paso. A la tercera o cuarta vez se comulgaba sin confesarse sin el menor escrúpulo.

Después, cuando murió su madre, en algunas ocasiones su padre y su hermana le preguntaban si había cumplido con Pascua, a lo cual él contestaba que sí indiferentemente.

Los dos hermanos mayores, Alejandro y Pedro, habían estudiado en un colegio mientras cursaban el bachillerato; pero al llegar el turno a Andrés, el padre dijo que era mucho gasto, y llevaron al chico al Instituto de San Isidro y allí estudió un tanto abandonado. Aquel abandono y el andar con los chicos de la calle despabilaron a Andrés.

Se sentía aislado de la familia, sin madre, muy solo, y la soledad le hizo reconcentrado y triste. No le gustaba ir a los paseos donde hubiera gente, como a su hermano Pedro; prefería meterse en su cuarto y leer novelas. Su imaginación galopaba, lo consumía todo de antemano.

- Haré esto y luego esto -pensaba. ¿Y después? Y resolvía este después y se le presentaba otro y otro.

Cuando concluyó el bachillerato se decidió a estudiar Medicina sin consultar a nadie. Su padre se lo había indicado muchas veces: Estudia lo que quieras; eso es cosa tuya. A pesar de decírselo y de recomendárselo el que su hijo siguiese sus inclinaciones sin consultárselo a nadie, interiormente le indignaba. Don Pedro estaba constantemente predispuesto contra aquel hijo, que él consideraba díscolo y rebelde. Andrés no cedía en lo que estimaba derecho suyo, y se plantaba contra su padre y su hermano mayor con una terquedad violenta y agresiva.

Margarita tenía que intervenir en estas trifulcas, que casi siempre concluían marchándose Andrés a su cuarto o a la calle. Las discusiones comenzaban por la cosa más insignificante; el desacuerdo entre padre e hijo no necesitaba un motivo especial para manifestarse, era absoluto y completo; cualquier punto que se tocara bastaba para hacer brotar la hostilidad, no se cambiaba entre ellos una palabra amable.

Generalmente el motivo de las discusiones era político; don Pedro se burlaba de los revolucionarios, a quien dirigía todos sus desprecios e invectivas, y Andrés contestaba insultando a la burguesía, a los curas y al ejército. Don Pedro aseguraba que una persona decente no podía ser más que conservador. En los partidos avanzados tenía que haber necesariamente gentuza, según él. Para don Pedro el hombre rico era el hombre por excelencia; tendía a considerar la riqueza, no como una casualidad, sino como una virtud; además suponía que con el dinero se podía todo.

Andrés recordaba el caso frecuente de muchachos imbéciles, hijos de familias ricas, y demostraba que un hombre con un arca llena de oro y un par de millones del Banco de Inglaterra en una isla desierta no podría hacer nada; pero su padre no se dignaba atender estos argumentos.

Las discusiones de casa de Hurtado se reflejaban invertidas en el piso de arriba entre un señor catalán y su hijo. En casa del catalán, el padre era el liberal y el hijo el conservador; ahora que el padre era un liberal cándido y que hablaba mal el castellano, y el hijo un conservador muy burlón y mal intencionado. Muchas veces se oía llegar desde el patio una voz de trueno con acento catalán, que decía:

- Si la Gloriosa no se hubiera quedado en su camino, ya se hubiera visto lo que era España.

Y poco después la voz del hijo, que gritaba burlonamente.

- ¡La Gloriosa! ¡Valiente mamarrachada!

- ¡Qué estúpidas discusiones! -decía Margarita con un mohín de desprecio, dirigiéndose a su hermano Andrés.

¡Como si por lo que vosotros habléis se fueran a resolver las cosas!

A medida que Andrés se hacía hombre, la hostilidad entre él y su padre aumentaba. El hijo no le pedía nunca dinero; quería considerar a don Pedro como a un extraño.

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V. El rincón de Andrés

La casa donde vivía la familia Hurtado era propiedad de un marqués, a quien don Pedro había conocido en el colegio.

Don Pedro la administraba, cobraba los alquileres y hablaba mucho y con entusiasmo del marqués y de sus fincas, lo que a su hijo le parecía de una absoluta bajeza.

La familia de Hurtado estaba bien relacionada; don Pedro, a pesar de sus arbitrariedades y de su despotismo casero, era amabilísimo con los de fuera y sabía sostener las amistades útiles. Hurtado conocía a toda la vecindad y era muy complaciente con ella. Guardaba a los vecinos muchas atenciones, menos a los de las guardillas, a quienes odiaba. En su teoría del dinero equivalente a mérito, llevada a la práctica, desheredado tenía que ser sinónimo de miserable.

Don Pedro, sin pensarlo, era un hombre a la antigua; la sospecha de que un obrero pretendiese considerarse como una persona, o de que una mujer quisiera ser independiente le ofendía como un insulto. Sólo perdonaba a la gente pobre su pobreza, si unían a ésta la desvergüenza y la canallería. Para la gente baja, a quien se podía hablar de tú, chulos, mozas de partido, jugadores, guardaba don Pedro todas sus simpatías. En la casa, en uno de los cuartos del piso tercero, vivían dos ex bailarinas, protegidas por un viejo senador. La familia de Hurtado las conocía por las del Moñete.

El origen del apodo provenía de la niña de la favorita del viejo senador. A la niña la peinaban con un moño recogido en medio de la cabeza muy pequeño. Luisito, al verla por primera vez, le llamó la Chica del Moñete, y luego el apodo del Moñete pasó por extensión a la madre y a la tía. Don Pedro hablaba con frecuencia de las dos ex bailarinas y las elogiaba mucho; su hijo Alejandro celebraba las frases de su padre como si fueran de un camarada suyo; Margarita se quedaba seria al oír las alusiones a la vida licenciosa de las bailarinas, y Andrés volvía la cabeza desdeñosamente, dando a entender que los alardes cínicos de su padre le parecían ridículos y fuera de lugar.

Únicamente a las horas de comer Andrés se reunía con su familia; en lo restante del tiempo no se le veía. Durante el bachillerato Andrés había dormido en la misma habitación que su hermano Pedro; pero al comenzar la carrera pidió a Margarita le trasladaran a un cuarto bajo de techo, utilizado para guardar trastos viejos.

Margarita al principio se opuso; pero luego accedió, mandó quitar los armarios y baúles, y allí se instaló Andrés. La casa era grande, con esos pasillos y recovecos un poco misteriosos de las construcciones antiguas. Para llegar al nuevo cuarto de Andrés había que subir unas escaleras, lo que le dejaba completamente independiente. El cuartucho tenía un aspecto de celda; Andrés pidió a Margarita le cediera un armario y lo llenó de libros y papeles, colgó en las paredes los huesos del esqueleto que le dio su tío el doctor Iturrioz y dejó el cuarto con cierto aire de antro de mago o de nigromántico. Allá se encontraba a su gusto, solo; decía que estudiaba mejor con aquel silencio; pero muchas veces se pasaba el tiempo leyendo novelas o mirando sencillamente por la ventana.

Esta ventana caía sobre la parte de atrás de varias casas de las calles de Santa Isabel y de la Esperancilla, y sobre unos patios y tejavanas. Andrés había dado nombres novelescos a lo que se veía desde allí: la casa misteriosa, la casa de la escalera, la torre de la cruz, el puente del gato negro, el tejado del depósito de agua...

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Los gatos de casa de Andrés salían por la ventana y hacían largas excursiones por estas tejavanas y saledizos, robaban de las cocinas, y un día uno de ellos se presentó con una perdiz en la boca. Luisito solía ir contentísimo al cuarto de su hermano, observaba las maniobras de

los gatos, miraba la calavera con curiosidad; le producía todo un gran entusiasmo. Pedro, que siempre había tenido por su hermano cierta admiración, iba también a verle a su cubil y a admirarle como a un bicho raro.

Al final del primer año de carrera, Andrés empezó a tener mucho miedo de salir mal de los exámenes. Las asignaturas eran para marear a cualquiera; los libros muy voluminosos; apenas había tiempo de enterarse bien; luego las clases en distintos sitios, distantes los unos de los otros, hacían perder tiempo andando de aquí para allá, lo que constituía motivos de distracción.

Además, y esto Andrés no podía achacárselo a nadie más que a sí mismo, muchas veces, con Aracil y con Montaner, iba, dejando la clase, a la parada de Palacio o al Retiro, y después, por la noche, en vez de estudiar, se dedicaba a leer novelas. Llegó mayo y Andrés se puso a devorar los libros a ver si podía resarcirse del tiempo perdido. Sentía un gran temor de salir mal, más que nada por la rechifla del padre, que podía decir: Para eso creo que no necesitabas tanta soledad. Con gran asombro suyo aprobó cuatro asignaturas, y le suspendieron, sin ningún asombro por su parte, en la última, en el examen de Química. No quiso confesar en casa el pequeño tropiezo e inventó que no se había presentado.

- ¡Valiente primo! -le dijo su hermano Alejandro.

Andrés decidió estudiar con energía durante el verano. Allí, en su celda, se encontraría muy bien, muy tranquilo y a gusto.

Pronto se olvidó de sus propósitos, y en vez de estudiar miraba por la ventana con un anteojo la gente que salía en las casas de la vecindad.

Por la mañana dos muchachitas aparecían en unos balcones lejanos. Cuando se levantaba Andrés ya estaban ellas en el balcón. Se peinaban y se ponían cintas en el pelo. No se les veía bien la cara, porque el anteojo, además de ser de poco alcance, no era acromático y daba una gran irisación de todos los objetos. Un chico que vivía enfrente de esas muchachas solía echarlas un rayo de sol con un espejito. Ellas le reñían y amenazaban, hasta que, cansadas, se sentaban a coser en el balcón.

En una guardilla próxima había una vecina que al levantarse se pintaba la cara. Sin duda no sospechaba que pudieran mirarle y realizaba su operación de un modo concienzudo. Debía de hacer una verdadera obra de arte; parecía un ebanista barnizando un mueble.

Andrés, a pesar de que leía y leía el libro, no se enteraba de nada. Al comenzar a repasar vio que, excepto las primeras lecciones de Química, de todo lo demás apenas podía contestar.

Pensó en buscar alguna recomendación; no quería decirle nada a su padre, y fue a casa de su tío Iturrioz a explicarle lo que le pasaba. Iturrioz le preguntó:

- ¿Sabes algo de química?

-Muy poco.

- ¿No has estudiado?

- Sí; pero se me olvida todo en seguida.

- Es que hay que saber estudiar. Salir bien en los exámenes es una cuestión mnemotécnica, que consiste en aprender y repetir el mínimum de datos hasta dominarlos...; pero, en fin, ya no es tiempo de eso, te recomendaré, vete con esta carta a casa del profesor. Andrés fue a ver al catedrático, que le trató como a un recluta.

El examen que hizo días después le asombró por lo detestable; se levantó de la silla, confuso, lleno de vergüenza. Esperó, teniendo la seguridad de que saldría mal; pero se encontró, con gran sorpresa, que le habían aprobado.

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VI. La sala de disección

El curso siguiente, de menos asignaturas, era algo más fácil, no había tantas cosas que retener en la cabeza. A pesar de esto, sólo la Anatomía bastaba para poner a prueba la memoria mejor organizada. Unos meses después del principio de curso, en el tiempo frío, se comenzaba la clase de disección.

Los cincuenta o sesenta alumnos se repartían en diez o doce mesas y se agrupaban de cinco en cinco en cada una. Se reunieron en la misma mesa, Montaner, Aracil y Hurtado, y otros dos a quien ellos consideraban como extraños a su pequeño círculo. Sin saber por qué, Hurtado y Montaner, que en el curso anterior se sentían hostiles se hicieron muy amigos en el siguiente.

Andrés le pidió a su hermana Margarita que le cosiera una blusa para la clase de disección; una blusa negra con mangas de hule y vivos amarillos. Margarita se la hizo. Estas blusas no eran nada limpias, porque en las mangas, sobre todo, se pegaban piltrafas de carne, que se secaban y no se veían.

La mayoría de los estudiantes ansiaban llegar a la sala de disección y hundir el escalpelo en los cadáveres, como si les quedara un fondo atávico de crueldad primitiva. En todos ellos se producía un alarde de indiferencia y de jovialidad al encontrarse frente a la muerte, como si fuera una cosa divertida y alegre destripar y cortar en pedazos los cuerpos de los infelices que llegaban allá.

Dentro de la clase de disección, los estudiantes gustaban de encontrar grotesca la muerte; a un cadáver le ponían un cucurucho en la boca o un sombrero de papel. Se contaba de un estudiante de segundo año que había embromado a un amigo suyo, que sabía era un poco aprensivo, de este modo: cogió el brazo de un muerto, se embozó en la capa y se acercó a saludar a su amigo.

- ¿Hola, qué tal? - le dijo sacando por debajo de la capa la mano del cadáver

- Bien y tú, contestó el otro. El amigo estrechó la mano, se estremeció al notar su frialdad y quedó horrorizado al ver que por debajo de la capa salía el brazo de un cadáver.

De otro caso sucedido por entonces, se habló mucho entre los alumnos. Uno de los médicos del hospital, especialista en enfermedades nerviosas, había dado orden de que a un enfermo suyo, muerto en su sala, se le hiciera la autopsia y se le extrajera el cerebro y se le llevara a su casa. El interno extrajo el cerebro y lo envió con un mozo al domicilio del médico. La criada de la casa, al ver el paquete, creyó que eran sesos de vaca, y los llevó a la cocina y los preparó y los sirvió a la familia.

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Se contaban muchas historias como ésta, fueran verdad o no, con verdadera fruición. Existía entre los estudiantes de Medicina una tendencia al espíritu de clase, consistente en un común desdén por la muerte; en cierto entusiasmo por la brutalidad quirúrgica, y en un gran desprecio por la sensibilidad.

Andrés Hurtado no manifestaba más sensibilidad que los otros; no le hacía tampoco ninguna mella ver abrir, cortar y descuartizar cadáveres.

Lo que sí le molestaba, era el procedimiento de sacar los muertos del carro en donde los traían del depósito del hospital. Los mozos cogían estos cadáveres, uno por los brazos y otro por los pies, los aupaban y los echaban al suelo. Eran casi siempre cuerpos esqueléticos, amarillos, como momias. Al dar en la piedra, hacían un ruido desagradable, extraño, como de algo sin elasticidad, que se derrama; luego, los mozos iban cogiendo los muertos, uno a uno, por los pies y arrastrándolos por el suelo; y al pasar unas escaleras que había para bajar a un patio donde estaba el depósito de la sala, las cabezas iban dando lúgubremente en los escalones de piedra.

La impresión era terrible; aquello parecía el final de una batalla prehistórica, o de un combate de circo romano, en que los vencedores fueran arrastrando a los vencidos. Hurtado imitaba a los héroes de las novelas leídas por él, y reflexionaba acerca de la vida y de la muerte; pensaba que si las madres de aquellos desgraciados que iban al “spoliarium”, hubiesen vislumbrado el final miserable de sus hijos, hubieran deseado seguramente parirlos muertos.

Otra cosa desagradable para Andrés, era el ver después de hechas las disecciones, cómo metían todos los pedazos sobrantes en unas calderas cilíndricas pintadas de rojo, en donde aparecía una mano entre un hígado, y un trozo de masa encefálica, y un ojo opaco y turbio en medio del tejido pulmonar.

A pesar de la repugnancia que le inspiraban tales cosas, no le preocupaban; la anatomía y la disección le producían interés. Esta curiosidad por sorprender la vida; este instinto de inquisición tan humano, lo experimentaba él como casi todos los alumnos. Uno de los que lo sentían con más fuerza, era un catalán amigo de Aracil, que aún estudiaba en el Instituto.

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Jaime Massó así se llamaba, tenía la cabeza pequeña, el pelo negro, muy fino, la tez de un color blanco amarillento, y la mandíbula prognata. Sin ser inteligente, sentía tal curiosidad por el funcionamiento de los órganos, que si podía se llevaba a casa la mano o el brazo de un muerto, para disecarlos a su gusto. Con las piltrafas, según decía, abonaba unos tiestos o los echaba al balcón de un aristócrata de la vecindad a quien odiaba.

Massó, especial en todo, tenía los estigmas de un degenerado. Era muy supersticioso; andaba por en medio de las calles y nunca por las aceras; decía medio en broma, medio en serio, que al pasar iba dejando como rastro, un hilo invisible que no debía romperse. Así, cuando iba a un café o al teatro salía por la misma puerta por donde había entrado para ir recogiendo el misterioso hilo.

Otra cosa caracterizaba a Massó; su wagnerismo entusiasta e intransigente que contrastaba con la indiferencia musical de Aracil, de Hurtado y de los demás.

Aracil había formado a su alrededor una camarilla de amigos a quienes dominaba y mortificaba, y entre éstos se contaba Massó; le daba grandes plantones, se burlaba de él, lo tenía como a un payaso. Aracil demostraba casi siempre una crueldad desdeñosa, sin brutalidad, de un carácter femenino. Aracil, Montaner y Hurtado, como muchachos que vivían en Madrid, se reunían poco con los estudiantes provincianos; sentían por ellos un gran desprecio; todas esas historias del casino del pueblo, de la novia y de las calaveradas en el lugarón de la

Mancha o de Extremadura, les parecían cosas plebeyas, buenas para gente de calidad inferior.

Esta misma tendencia aristocrática, más grande sobre todo en Aracil y en Montaner que en Andrés, les hacía huir de lo estruendoso, de lo vulgar, de lo bajo; sentían repugnancia por aquellas chirlatas en donde los estudiantes de provincias perdían curso tras curso, estúpidamente jugando al billar o al dominó.

A pesar de la influencia de sus amigos, que le inducían a aceptar las ideas y la vida de un señorito madrileño de buena sociedad, Hurtado se resistía. Sujeto a la acción de la familia, de sus condiscípulos, y de los libros, Andrés iba formando su espíritu con el aporte de conocimientos y datos un poco heterogéneos. Su biblioteca aumentaba con desechos; varios libros ya antiguos de Medicina y de Biología, le dio su tío Iturrioz; otros, en su mayoría folletines y novelas, los encontró en casa; algunos los fue comprando en las librerías de lance. Una señora vieja, amiga de la familia, le regaló unas ilustraciones y la historia de la Revolución francesa, de Thiers.

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Este libro, que comenzó treinta veces y treinta veces lo dejó aburrido, llegó a leerlo y a preocuparle. Después de la historia de Thiers, leyó los “Girondinos” de Lamartine. Con la lógica un poco rectilínea del hombre joven, llegó a creer que el tipo más grande de la Revolución, era Saint Just. En muchos libros, en las primeras páginas en blanco, escribió el nombre de su héroe, y lo rodeó como a un sol de rayos. Este entusiasmo absurdo lo mantuvo secreto; no quiso comunicárselo a sus amigos. Sus cariños y sus odios revolucionarios, se los reservaba, no salían fuera de su cuarto.

De esta manera, Andrés Hurtado se sentía distinto cuando hablaba con sus condiscípulos en los pasillos de San Carlos y cuando soñaba en la soledad de su cuartucho. Tenía Hurtado dos amigos a quienes veía de tarde en tarde. Con ellos debatía las mismas cuestiones que con Aracil y Montaner, y podía así apreciar y comparar sus puntos de vista. De estos amigos, compañeros de Instituto, el uno, estudiaba para ingeniero, y se llamaba Rafael Sañudo; el otro era un chico enfermo, Fermín Ibarra. A Sañudo, Andrés le veía los sábados por la noche en un café de la calle Mayor, que se llamaba Café del Siglo. A medida que pasaba el tiempo, veía Hurtado cómo divergía en gustos y en ideas de su amigo Sañudo, con quien antes, de chico, se encontraba tan de acuerdo. Sañudo y sus condiscípulos no hablaban en el café más que de música; de las óperas del Real, y sobre todo, de Wagner. Para ellos, la ciencia, la política, la revolución, España, nada tenía importancia al lado de la música de Wagner. Wagner era el Mesías, Beethoven y Mozart los precursores. Había algunos beethovenianos que no querían aceptar a Wagner, no ya como el Mesías, ni aun siquiera como un continuador digno de sus antecesores, y no hablaban más que de la quinta y de la novena, en éxtasis. A Hurtado, que no le preocupaba la música, estas conversaciones le impacientaban. Empezó a creer que esa idea general y vulgar de que el gusto por la música significa espiritualidad, era inexacta. Por lo menos en los casos que él veía, la espiritualidad no se confirmaba.

Entre aquellos estudiantes amigos de Sañudo, muy filarmónicos, había muchos, casi todos, mezquinos, mal intencionados, envidiosos. Sin duda, pensó Hurtado, que le gustaba explicárselo todo, la vaguedad de la música hace que los envidiosos y los canallas, al oír las melodías de Mozart, o las armonías de Wagner, descansen con delicia de la acritud interna que les producen sus malos sentimientos, como un hiperclorhídrico al ingerir una sustancia neutra.

En aquel Café del Siglo, adonde iba Sañudo, el público en su mayoría era de estudiantes; había también algunos grupos de familia, de esos que se atornillan en una mesa, con gran desesperación del mozo, y unas cuantas muchachas de aire equívoco. Entre ellas llamaba la atención una rubia muy guapa, acompañada de su madre. La madre era una chatorrona gorda, con el colmillo retorcido, y la mirada de jabalí.

Se conocía su historia; después de vivir con un sargento, el padre de la muchacha, se había casado con un relojero alemán, hasta que éste, harto de la golfería de su mujer, la había echado de su casa a puntapiés.

Sañudo y sus amigos se pasaban la noche del sábado hablando mal de todo el mundo, y luego comentando con el pianista y el violinista del café, las bellezas de una sonata de Beethoven o de un minué de Mozart. Hurtado comprendió que aquél no era su centro y dejó de ir por allí.

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Varias noches, Andrés entraba en algún café cantante con su tablado para las cantadoras y bailadoras. El baile flamenco le gustaba y el canto también cuando era sencillo; pero aquellos especialistas de café, hombres gordos que se sentaban en una silla con un palito y comenzaban a dar jipíos y a poner la cara muy triste, le parecían repugnantes.

La imaginación de Andrés le hacía ver peligros imaginarios que por un esfuerzo de voluntad intentaba desafiar y vencer.

Había algunos cafés cantantes y casas de juego, muy cerrados, que a Hurtado se le antojaban peligrosos; uno de ellos, era el café del Brillante, donde se formaban grupos de chulos, camareras y bailadoras; el otro, un garito de la calle de la Magdalena, con las ventanas ocultas por cortinas verdes. Andrés se decía: Nada, hay que entrar aquí; y entraba temblando de miedo. Estos miedos variaban en él. Durante algún tiempo, tuvo como una mujer extraña, a una buscona de la calle del Candil, con unos ojos negros sombreados de oscuro, y una sonrisa que mostraba sus dientes blancos. Al verla, Andrés se estremecía y se echaba a temblar. Un día la oyó hablar con acento gallego, y sin saber por qué, todo su terror desapareció.

Muchos domingos por la tarde, Andrés iba a casa de su condiscípulo Fermín Ibarra. Fermín estaba enfermo con una artritis, y se pasaba la vida leyendo libros de ciencia recreativa. Su madre le tenía como a un niño y le compraba juguetes mecánicos que a él le divertían.

Hurtado le contaba lo que hacía, le hablaba de la clase de disección, de los cafés cantantes, de la vida de Madrid de noche. Fermín, resignado, le oía con gran curiosidad. Cosa absurda; al salir de casa del pobre enfermo, Andrés tenía una idea agradable de su vida. ¿Era un sentimiento malvado de contraste? ¿El sentirse sano y fuerte cerca del impedido y del débil? Fuera de aquellos momentos, en los demás, el estudio, las discusiones, la casa, los amigos, sus correrías, todo esto, mezclado con sus pensamientos, le daba una impresión de dolor, de amargura en el espíritu. La vida en general, y sobre todo la suya, le parecía una cosa fea, turbia, dolorosa e indominable.

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VII. Aracil y Montaner

Aracil, Montaner y Hurtado concluyeron felizmente su primer curso de Anatomía.

Aracil se fue a Galicia, en donde se hallaba empleado su padre; Montaner, a un pueblo de la Sierra y Andrés se quedó sin amigos.

El verano le pareció largo y pesado; por las mañanas iba con Margarita y Luisito al Retiro, y allí corrían y jugaban los tres; luego la tarde y la noche las pasaba en casa dedicado a leer novelas; una porción de folletines publicados en los periódicos durante varios años, Dumas padre, Eugenio Sué, Montepín, Gaboriau, Miss Braddon sirvieron de pasto a su afán de leer.

Tal dosis de literatura, de crímenes, de aventuras y de misterios acabó por aburrirle.

Los primeros días del curso le sorprendieron agradablemente. En estos días otoñales duraba todavía la feria de Septiembre en el Prado, delante del Jardín Botánico, y al mismo tiempo que las barracas con juguetes, los tíos vivos, los tiros al blanco y los montones de nueces, almendras y acerolas, había puestos de libros en donde se congregaban los bibliófilos, a revolver y a hojear los viejos volúmenes llenos de polvo.

Hurtado solía pasar todo el tiempo que duraba la feria registrando los libracos entre el señor grave, vestido de negro, con anteojos, de aspecto doctoral, y algún cura esquelético, de sotana raída.

Tenía Andrés cierta ilusión por el nuevo curso, iba a estudiar Fisiología y creía que el estudio de las funciones de la vida le interesaría tanto o más que una novela; pero se engañó, no fue así.

Primeramente el libro de texto era un libro estúpido, hecho con recortes de obras francesas y escrito sin claridad y sin entusiasmo; leyéndolo no se podía formar una idea clara del mecanismo de la vida; el hombre aparecía, según el autor, como un armario con una serie de aparatos dentro, completamente separados los unos de los otros como los negociados de un ministerio.

Luego, el catedrático era hombre sin ninguna afición a lo que explicaba, un señor senador, de esos latosos, que se pasaba las tardes en el Senado discutiendo tonterías y provocando el sueño de los abuelos de la Patria.

Era imposible que con aquel texto y aquel profesor llegara nadie a sentir el deseo de penetrar en la ciencia de la vida. La Fisiología, cursándola así, parecía una cosa estólida y deslavazada, sin problemas de interés ni ningún atractivo.

Hurtado tuvo una verdadera decepción. Era indispensable tomar la Fisiología como todo lo demás, sin entusiasmo, como uno de los obstáculos que salvar para concluir la carrera. Esta idea, de una serie de obstáculos, era la idea de Aracil. Él consideraba una locura el pensar que habían de encontrar un estudio agradable. Julio, en esto, y en casi todo, acertaba. Su gran sentido de la realidad le engañaba pocas veces.

Aquel curso, Hurtado intimó bastante con Julio Aracil. Julio era un año o año y medio más viejo que Hurtado y parecía más hombre. Era moreno, de ojos brillantes y saltones, la cara de una expresión viva, la palabra fácil, la inteligencia rápida. Con estas condiciones cualquiera hubiese pensado que se hacía simpático; pero no, le pasaba todo lo contrario; la mayoría de los conocidos le profesaban poco afecto.

Julio vivía con unas tías viejas; su padre, empleado en una capital de provincia, era de una posición bastante modesta.

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Julio se mostraba muy independiente, podía haber buscado la protección de su primo Enrique Aracil que por entonces acababa de obtener una plaza de médico en el hospital, por oposición, y que podía ayudarle; pero Julio no quería protección alguna; no iba ni a ver a su primo; pretendía debérselo todo a sí mismo.

Dada su tendencia práctica, era un poco paradójica esta resistencia suya a ser protegido. Julio, muy hábil, no estudiaba casi nada, pero aprobaba siempre. Buscaba amigos menos inteligentes que él para explotarles; allí donde veía una superioridad cualquiera, fuese en el orden que fuese, se retiraba. Llegó a confesar a Hurtado, que le molestaba pasear con gente de más estatura que él.

Julio aprendía con gran facilidad todos los juegos. Sus padres, haciendo un sacrificio, podían pagarle los libros, las matrículas y la ropa. La tía de Julio solía darle para que fuera alguna vez al teatro un duro todos los meses, y Aracil se las arreglaba jugando a las cartas con sus amigos, de tal manera, que después de ir al café y al teatro y comprar cigarrillos, al cabo del mes, no sólo le quedaba el duro de su tía, sino que tenía dos o tres más.

Aracil era un poco petulante, se cuidaba el pelo, el bigote, las uñas y le gustaba echárselas de guapo. Su gran deseo en el fondo era dominar, pero no podía ejercer su dominación en una zona extensa, ni trazarse un plan, y toda su voluntad de poder y toda su habilidad se empleaba en cosas pequeñas.

Hurtado le comparaba a esos insectos activos que van dando vueltas a un camino circular con una decisión inquebrantable e inútil. Una de las ideas gratas a Julio era pensar que había muchos vicios y depravaciones en Madrid.

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La venalidad de los políticos, la fragilidad de las mujeres, todo lo que significara claudicación, le gustaba; que una cómica, por hacer un papel importante, se entendía con un empresario viejo y repulsivo; que una mujer, al parecer honrada, iba a una casa de citas, le encantaba.

Esa omnipotencia del dinero, antipática para un hombre de sentimientos delicados, le parecía a Aracil algo sublime, admirable, un holocausto natural a la fuerza del oro.

Julio era un verdadero fenicio; procedía de Mallorca y probablemente había en él sangre semítica. Por lo menos si la sangre faltaba, las inclinaciones de la raza estaban íntegras. Soñaba con viajar por el Oriente, y aseguraba siempre que, de tener dinero, los primeros países que visitaría serían Egipto y el Asia Menor.

El doctor Iturrioz, tío carnal de Andrés Hurtado, solía afirmar probablemente de una manera arbitraria, que en España, desde un punto de vista moral; hay dos tipos: el tipo ibérico y el tipo semita. Al tipo ibérico asignaba el doctor las cualidades fuertes y guerreras de la raza; al tipo semita, las tendencias rapaces, de intriga y de comercio.

Aracil era un ejemplar acabado del tipo semita. Sus ascendientes debieron ser comerciantes de esclavos en algún pueblo del Mediterráneo. A Julio le molestaba todo lo que fuera violento y exaltado: el patriotismo, la guerra, el entusiasmo político o social; le gustaba el fausto, la riqueza, las alhajas, y como no tenía dinero para comprarlas buenas, las llevaba falsas y casi le hacía más gracia lo mixtificado que lo bueno.

Daba tanta importancia al dinero, sobre todo al dinero ganado, que el comprobar lo difícil de conseguirlo le agradaba.

Como era su dios, su ídolo, de darse demasiado fácilmente, le hubiese parecido mal. Un paraíso conseguido sin esfuerzo no entusiasma al creyente; la mitad por lo menos del mérito de la gloria está en su dificultad, y para Julio la dificultad de conseguir el dinero, constituía uno de sus mayores encantos.

Otra de las condiciones de Aracil era acomodarse a las circunstancias, para él no había cosas desagradables; de considerarlo necesario, lo aceptaba todo. Con su sentido previsor de hormiga, calculaba la cantidad de placeres obtenibles por una cantidad de dinero. Esto constituía una de sus mayores preocupaciones. Miraba los bienes de la tierra con ojos de tasador judío. Si se convencía de que una cosa de treinta céntimos la había comprado por veinte, sentía un verdadero disgusto. Julio leía novelas francesas de escritores medio naturalistas, medio galantes; estas relaciones de la vida de lujo y de vicio de París le encantaban.

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De ser cierta la clasificación de Iturrioz, Montaner también tenía más del tipo semita que del ibérico. Era enemigo de lo violento y de lo exaltado, perezoso, tranquilo, comodón. Blando de carácter, daba al principio de tratarle cierta impresión de acritud y energía, que no era más que el reflejo del ambiente de su familia, constituida por el padre y la madre y varias hermanas solteronas, de carácter duro y avinagrado.

Cuando Andrés llegó a conocer a fondo a Montaner, se hizo amigo suyo.

Concluyeron los tres compañeros el curso. Aracil se marchó, como solía hacerlo todos los veranos, al pueblo en donde estaba su familia, y Montaner y Hurtado se quedaron en Madrid.

El verano fue sofocante; por las noches, Montaner, después de cenar, iba a casa de Hurtado, y los dos amigos paseaban por la Castellana y por el Prado, que por entonces tomaba el carácter de un paseo provinciano aburrido, polvoriento y lánguido. Al final del verano un amigo le dio a Montaner una entrada para los Jardines del Buen Retiro. Fueron los dos todas las noches. Oían cantar óperas antiguas, interrumpidas por los gritos de la gente que pasaba dentro del vagón de una montaña rusa que cruzaba el jardín; seguían a las chicas, y a la salida se sentaban a tomar horchata o limón en algún puesto del Prado.

Lo mismo Montaner que Andrés hablaban casi siempre mal de Julio; estaban de acuerdo en considerarle egoísta, mezquino, sórdido, incapaz de hacer nada por nadie. Sin embargo, cuando Aracil llegaba a Madrid, los dos se reunían siempre con él.

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VIII. Una fórmula de la vida

El año siguiente, el cuarto de carrera, había para los alumnos, y sobre todo para Andrés Hurtado, un motivo de curiosidad: la clase de don José de Letamendi. Letamendi era de estos hombres universales que se tenían en la España de hace unos años; hombres universales a quienes no se les conocía ni de nombre pasados los Pirineos. Un desconocimiento tal en Europa de genios tan trascendentales, se explicaba por esa hipótesis absurda, que aunque no la defendía nadie claramente, era aceptada por todos, la hipótesis del odio y la mala fe internacionales que hacía que las cosas grandes de España fueran pequeñas en el extranjero y viceversa. Letamendi era un señor flaco, bajito, escuálido, con melenas grises y barba blanca. Tenía cierto tipo de aguilucho, la nariz corva, los ojos hundidos y brillantes.

Se veía en él un hombre que se había hecho una cabeza, como dicen los franceses. Vestía siempre levita algo entallada, y llevaba un sombrero de copa de alas planas, de esos sombreros clásicos de los melenudos profesores de la Sorbona. En San Carlos corría como una verdad indiscutible que Letamendi era un genio; uno de esos hombres águilas que se adelantan a su tiempo; todo el mundo le encontraba abstruso porque hablaba y escribía con gran empaque un lenguaje medio filosófico, medio literario.

Andrés Hurtado, que se hallaba ansioso de encontrar algo que llegase al fondo de los problemas de la vida, comenzó a leer el libro de Letamendi con entusiasmo. La aplicación de las Matemáticas a la Biología le pareció admirable. Andrés fue pronto un convencido. Como todo el que cree hallarse en posesión de una verdad tiene cierta tendencia de proselitismo, una noche Andrés fue al café donde se reunían Sañudo y sus amigos a hablar de las doctrinas de Letamendi, a explicarlas y a comentarlas. Estaba como siempre Sañudo con varios estudiantes de ingenieros.

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Hurtado se reunió con ellos y aprovechó la primera ocasión para llevar la conversación al terreno que deseaba y expuso la fórmula de la vida de Letamendi e intentó explicar los corolarios que de ella deducía el autor. Al decir Andrés que la vida, según Letamendi, es una función indeterminada entre la energía individual y el cosmos, y que esta función no puede ser más que suma, resta, multiplicación y división, y que no pudiendo ser suma, ni resta, ni división, tiene que ser multiplicación, uno de los amigos de Sañudo se echó a reír.

- ¿Por qué se ríe usted? -le preguntó Andrés, sorprendido.

-Porque en todo eso que dice usted hay una porción de sofismas y de falsedades. Primeramente hay muchas más funciones matemáticas que sumar, restar, multiplicar y dividir.

- ¿Cuáles?

-Elevar a potencia, extraer raíces... Después, aunque no hubiera más que cuatro funciones matemáticas primitivas, es absurdo pensar que en el conflicto de estos dos elementos la energía de la vida y el cosmos, uno de ellos, por lo menos, heterogéneo y complicado, porque no haya suma, ni resta, ni división, ha de haber multiplicación. Además, sería necesario demostrar por qué no puede haber suma, por qué no puede haber resta y por qué no puede haber división. Después habría que demostrar por qué no puede haber dos o tres funciones simultáneas. No basta decirlo.

- Pero eso lo da el razonamiento.

- No, no; perdone usted -replicó el estudiante-. Por ejemplo, entre esa mujer y yo puede haber varias funciones matemáticas: suma, si hacemos los dos una misma cosa ayudándonos; resta, si ella quiere una cosa y yo la contraria y vence uno de los dos contra el otro; multiplicación, si tenemos un hijo, y división si yo la corto en pedazos a ella o ella a mí.

- Eso es una broma -dijo Andrés.

- Claro que es una broma -replicó el estudiante-, una broma por el estilo de las de su profesor; pero que tiende a una verdad, y es que entre la fuerza de la vida y el cosmos hay un infinito de funciones distintas: sumas, restas, multiplicaciones, de todo, y que además es muy posible que existan otras funciones que no tengan expresión matemática.

Andrés Hurtado, que había ido al café creyendo que sus preposiciones convencerían a los alumnos de ingenieros, se quedó un poco perplejo y cariacontecido al comprobar su derrota. Leyó de nuevo el libro de Letamendi, siguió oyendo sus explicaciones y se convenció de que todo aquello de la fórmula de la vida y sus corolarios, que al principio le pareció serio y profundo, no eran más que juegos de prestidigitación, unas veces ingeniosos, otras veces vulgares, pero siempre sin realidad alguna, ni metafísica, ni empírica. Todas estas fórmulas matemáticas y su desarrollo no eran más que vulgaridades disfrazadas con un aparato científico, adornadas por conceptos retóricos que la papanatería de profesores y alumnos tomaba como visiones de profeta. Por dentro, aquel buen señor de las melenas, con su mirada de águila y su

diletantismo artístico, científico y literario; pintor en sus ratos de ocio, violinista y compositor y genio por los cuatro costados, era un mixtificador audaz con ese fondo aparatoso y botarate de los mediterráneos.

Su único mérito real era tener condiciones de literato, de hombre de talento verbal.

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La palabrería de Letamendi produjo en Andrés un deseo de asomarse al mundo filosófico y con este objeto compró en unas ediciones económicas los libros de Kant, de Fichte y de Schopenhauer. Leyó primero “La Ciencia del Conocimiento”, de Fichte, y no pudo enterarse de nada. Sacó la impresión de que el mismo traductor no había comprendido lo que traducía; después comenzó la lectura de “Parerga y Paralipomena”, y le pareció un libro casi ameno, en parte cándido, y le divirtió más de lo que suponía.

Por último, intentó descifrar “La crítica de la razón pura”. Veía que con un esfuerzo de atención podía seguir el razonamiento del autor como quien sigue el desarrollo de un teorema matemático; pero le pareció demasiado esfuerzo para su cerebro y dejó Kant para más adelante, y siguió leyendo a Schopenhauer, que tenía para él el atractivo de ser un consejero chusco y divertido.

Algunos pedantes le decían que Schopenhauer había pasado de moda, como si la labor de un hombre de inteligencia extraordinaria fuera como la forma de un sombrero de copa. Los condiscípulos, a quien asombraban estos buceamientos de Andrés Hurtado, le decían:

- ¿Pero no te basta con la filosofía de Letamendi?

- Si eso no es filosofía ni nada -replicaba Andrés.. Letamendi es un hombre sin una idea profunda; no tiene en la cabeza más que palabras y frases. Ahora, como vosotros no las comprendéis, os parecen extraordinarias.

El verano, durante las vacaciones, Andrés leyó en la Biblioteca Nacional algunos libros filosóficos nuevos de los profesores franceses e italianos y le sorprendieron. La mayoría de estos libros no tenían más que el título sugestivo; lo demás era una eterna divagación acerca de métodos y clasificaciones. A Hurtado no le importaba nada la cuestión de los métodos y de las clasificaciones, ni saber si la Sociología era una ciencia o un ciempiés inventado por los sabios; lo que quería encontrar era una orientación, una verdad espiritual y práctica al mismo tiempo.

Los bazares de la ciencia de los Lombroso y los Ferri, de los Fouillée y de los Janet, le produjeron una mala impresión. Este espíritu latino y su claridad tan celebrada le pareció una de las cosas más insulsas, más banales y anodinas. Debajo de los títulos pomposos no había más que vulgaridad a todo pasto. Aquello era, con relación a la filosofía, lo que son los específicos de la cuarta plana de los periódicos respecto a la medicina verdadera.

En cada autor francés se le figuraba a Hurtado ver un señor cyranesco, tomando actitudes gallardas y hablando con voz nasal; en cambio, todos los italianos le parecían barítonos de zarzuela. Viendo que no le gustaban los libros modernos volvió a emprender con la obra de Kant, y leyó entera con grandes trabajos la “Crítica de la razón pura”.

Ya aprovechaba algo más lo que leía y le quedaban las líneas generales de los sistemas que iba desentrañando.

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IX. Un rezagado

Al principio de otoño y comienzo del curso siguiente, Luisito, el hermano menor, cayó enfermo con fiebres. Andrés sentía por Luisito un cariño exclusivo y huraño. El chico le preocupaba de una manera patológica, le parecía que los elementos todos se conjuraban contra él. Visitó al enfermito el doctor Aracil, el pariente de Julio, y a los pocos días indicó que se trataba de una fiebre tifoidea. Andrés pasó momentos angustiosos; leía con desesperación en los libros de Patología de descripción y el tratamiento de la fiebre tifoidea y hablaba con el médico de los remedios que podrían emplearse. El doctor Aracil a todo decía que no.

- Es una enfermedad que no tiene tratamiento específico –aseguraba-; bañarle, alimentarle y esperar, nada más.

Andrés era el encargado de preparar el baño y tomar la temperatura a Luisito. El enfermo tuvo días de fiebre muy alta. Por las mañanas, cuando bajaba la calentura, preguntaba a cada momento por Margarita y Andrés. Éste, en el curso de la enfermedad, quedó asombrado de la resistencia y de la energía de su hermana; pasaba las noches sin dormir cuidando del niño; no se le ocurría jamás, y si se le ocurría no le daba importancia, la idea de que pudiera contagiarse.

Andrés desde entonces comenzó a sentir una gran estimación por Margarita; el cariño de Luisito los había unido.

A los treinta o cuarenta días la fiebre desapareció, dejando al niño flaco, hecho un esqueleto. Andrés adquirió con este primer ensayo de médico un gran escepticismo. Empezó a pensar si la medicina no serviría para nada. Un buen puntal para este escepticismo le proporcionaba las explicaciones del profesor de Terapéutica, que consideraba inútiles cuando no perjudiciales casi todos los preparados de la farmacopea.

No era una manera de alentar los entusiasmos médicos de los alumnos, pero indudablemente el profesor lo creía así y hacía bien en decirlo.

Después de las fiebres Luisito quedó débil y a cada paso daba a la familia una sorpresa desagradable; un día era un calenturón, al otro unas convulsiones. Andrés muchas noches tenía que ir a las dos o a las tres de la mañana en busca del médico y después salir a la botica.

En este curso, Andrés se hizo amigo de un estudiante rezagado, ya bastante viejo, a quien cada año de carrera costaba por lo menos dos o tres.

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Un día este estudiante le preguntó a Andrés qué le pasaba para estar sombrío y triste. Andrés le contó que tenía al hermano enfermo, y el otro intentó tranquilizarle y consolarle. Hurtado le agradeció la simpatía y se hizo amigo del viejo estudiante.

Antonio Lamela, así se llamaba el rezagado, era gallego, un tipo flaco, nervioso, de cara escuálida, nariz afilada, una zalea de pelos negros en la barba ya con algunas canas, y la boca sin dientes, de hombre débil. A Hurtado le llamó la atención el aire de hombre misterioso de Lamela, y a éste le chocó sin duda el aspecto reconcentrado de Andrés. Los dos tenían una vida interior distinta al resto de los estudiantes.

El secreto de Lamela era que estaba enamorado, pero enamorado de verdad, de una mujer de la aristocracia, una mujer de título, que andaba en coche e iba a palco al Real.

Lamela le tomó a Hurtado por confidente y le contó sus amores con toda clase de detalles. Ella estaba enamoradísima de él, según aseguraba el estudiante; pero existían una porción de dificultades y de obstáculos que impedían la aproximación del uno al otro.

A Andrés le gustaba encontrarse con un tipo distinto a la generalidad. En las novelas se daba como una anomalía un hombre joven sin un gran amor; en la vida lo anómalo era encontrar un hombre enamorado de verdad. El primero que conoció Andrés fue Lamela; por eso le interesaba. El viejo estudiante padecía un romanticismo intenso, mitigado en algunas cosas por una tendencia beocia de hombre práctico. Lamela creía en el amor y en Dios; pero esto no le impedía emborracharse y andar de crápula con frecuencia.

Según él, había que dar al cuerpo sus necesidades mezquinas y groseras y conservar el espíritu limpio.

Esta filosofía la condensaba, diciendo: Hay que dar al cuerpo lo que es del cuerpo, y al alma lo que es del alma.

- Si todo eso del alma, es una pamplina -le decía Andrés-. Son cosas inventadas por los curas para sacar dinero.

- ¡Cállate, hombre, cállate! No disparates. Lamela en el fondo era un rezagado en todo: en la carrera y en las ideas. Discurría como un hombre de a principio del siglo. La concepción mecánica actual del mundo económico y de la sociedad, para él no existía. Tampoco existía cuestión social. Toda la cuestión social se resolvía con la caridad y con que hubiese gentes de buen corazón.

- Eres un verdadero católico -le decía Andrés-; te has fabricado el más cómodo de los mundos.

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Cuando Lamela le mostró un día a su amada, Andrés se quedó estupefacto. Era una solterona fea, negra, con una nariz de cacatúa y más años que un loro. Además de su aire antipático, ni siquiera hacía caso del estudiante gallego, a quien miraba con desprecio, con un gesto desagradable y avinagrado. Al espíritu fantaseador de Lamela no llegaba nunca la realidad.

A pesar de su apariencia sonriente y humilde, tenía un orgullo y una confianza en sí mismo extraordinaria; sentía la tranquilidad del que cree conocer el fondo de las cosas y de las acciones humanas. Delante de los demás compañeros Lamela no hablaba de sus amores; pero cuando le cogía a Hurtado por su cuenta, se desbordaba. Sus confidencias no tenían fin. A todo le quería dar una significación complicada y fuera de lo normal.

- Chico -decía sonriendo y agarrando del brazo a Andrés-. Ayer la vi.

- ¡Hombre!

- Sí -añadía con gran misterio-. Iba con la señora de compañía; fui detrás de

ella, entró en su casa y poco después salió un criado al balcón. ¿Es raro, eh?

- ¿Raro? ¿Por qué? -preguntaba Andrés.

- Es que luego el criado no cerró el balcón.

Hurtado se le quedaba mirando preguntándose cómo funcionaría el cerebro de su amigo para encontrar extrañas las cosas más naturales del mundo y para creer en la belleza de aquella dama. Algunas veces que iban por el Retiro charlando, Lamela se volvía y decía:

- ¡Mira, cállate!

- Pues ¿qué pasa?

- Que aquel que viene allá es de esos enemigos míos que le hablan a ella mal de mí. Viene espiándome. Andrés se quedaba asombrado.

Cuando ya tenía más confianza con él le decía:

- Mira, Lamela, yo como tú, me presentaría a la Sociedad de Psicología de París o de Londres.

- ¿A qué?

-Y diría: Estúdienme ustedes, porque creo que soy el hombre más extraordinario del mundo.

El gallego se reía con su risa bonachona.

- Es que tú eres un niño –replicaba-; el día que te enamores verás cómo me das la razón a mí.

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Lamela vivía en una casa de huéspedes de la plaza de Lavapiés; tenía un cuarto pequeño, desarreglado, y como estudiaba, cuando estudiaba, metido en la cama, solía descoser los libros y los guardaba desencuadernados en pliegos sueltos en el baúl o extendidos sobre la mesa.

Alguna que otra vez fue Hurtado a verle a su casa.

La decoración de su cuarto consistía en una serie de botellas vacías, colocadas por todas partes. Lamela compraba el vino para él y lo guardaba en sitios inverosímiles, de miedo de que los demás huéspedes entrasen en el cuarto y se lo bebieran, lo que, por lo que contaba, era frecuente. Lamela tenía escondidas las botellas dentro de la chimenea, en el baúl, en la cómoda. De noche, según le dijo a Andrés, cuando se acostaba ponía una botella de vino debajo de la cama, y si se despertaba cogía la botella y se bebía la mitad de un trago. Estaba convencido de que no había hipnótico como el vino, y que a su lado el sulfonal y el cloral eran verdaderas filfas. Lamela nunca discutía las opiniones de los profesores, no le interesaban gran cosa; para él no podía aceptarse más clasificación entre ellos que la de los catedráticos de buena intención, amigos de aprobar, y los de mala intención, que suspendían sólo por echárselas de sabios y darse tono.

En la mayoría de los casos Lamela dividía a los hombres en dos grupos: los unos, gente franca, honrada, de buen fondo, de buen corazón; los otros, gente mezquina y vanidosa. Para Lamela, Aracil y Montaner eran de esta última clase, de los más mezquinos e insignificantes.

Verdad es que ninguno de los dos le tomaba en serio a Lamela. Andrés contaba en su casa las extravagancias de su amigo. A Margarita le interesaban mucho estos amores. Luisito, que tenía la imaginación de un chico enfermizo, había inventado, escuchándole a su hermano, un cuento que se llamaba "Los amores de un estudiante gallego con la reina de las cacatúas".

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