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Benito Pérez Galdós / La desheredada


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«He empleado con usted palabras muy duras-le dijo-. Pero usted ha tenido la culpa, hija mía. Usted ha sido engañada. No será quizás impostora. Hablará usted de buena fe; pero han abusado miserablemente de su credulidad y de su inocencia... Usted parece buena... Confiéseme sus penas, porque penas hay, lo sospecho. ¿Quién ha metido a usted en la cabeza esas historias? Cuénteme usted todo. Después, si necesita algo, si usted se ve en alguna necesidad...

-Hasta aquí he vivido arrojada de mi casa, de mi posición, privada de mi verdadero nombre. Si no se me restituye lo que desde que nací me pertenece, nada quiero. Pido justicia, no limosna».

La marquesa no creyó deber prolongar un coloquio de aquella especie. Las últimas palabras de Isidora tocaban en la insolencia. Levantose, y mirando a la pobre joven con más lástima que cólera, le dijo:

«Si tan convencida está usted, acuda usted a los Tribunales.

-Acudiré-exclamó Isidora con firme convicción.

-Entretanto, es inútil que disputemos aquí. Puede usted retirarse».

La marquesa intentó tirar del cordón de la campanilla. Con un movimiento inesperado, Isidora la detuvo, y postrándose ante ella, exclamó con viva explosión de sentimientos nobles:

«Señora, usted me echa de su casa, cuando yo esperaba que me recibiría usted con los brazos abiertos... Usted me aborrece porque no cree en mi derecho, y yo la adoro porque creo en él. No hay odio en mi corazón ni puede haberlo para la madre de mi madre... Déjeme usted besar sus manos».

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  • Rita

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La marquesa parecía muy disgustada de tal escena. Volviendo el rostro, apartaba de sí a Isidora. Esta se puso en pie. Tuvo otra inspiración más audaz que la anterior. Con gentil arrogancia separó su velo para mostrar más completos el rostro y el busto. Su cara se sublimaba por la fe. ¿Qué destello divino era el que de sus ojos emanaba? No puede darse idea del timbre de su voz al decir:

«¿Para qué leyes? Soy mi propio testigo, y mi cara proclama un derecho. Soy el retrato vivo de mi madre».

La marquesa la miró otra vez palideciendo. ¿Cruzó por la mente de la noble señora un rayo de duda?... ¿Vaciló su firme creencia? ¡Quién puede saberlo! A sus ojos asomaron las lágrimas.

«No interprete usted mis lágrimas como una concesión-dijo a Isidora-. Lloro por el recuerdo de mi querida hija. En cuanto al parecido...».

Volvió a observarla tan fijamente, que Isidora, al sentirse acariciada por aquel mirar profundo, se estremeció de esperanza. La hermosura de la joven, su distinción innegable, su modo de vestir, sencillo y honesto, hicieron en la noble dama profunda impresión.

«En cuanto al parecido-continuó esta-, nada tengo que decir, porque si alguno hay, es puramente casual... Me hará usted un favor en retirarse».

Tiró de la campanilla, y se alejó serenamente sin prisa y sin cólera, como nos alejamos después de aplastar un insecto.

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Isidora se encontró sola en el gabinete. Un lacayo apareció en la puerta. Era señal de que la ponían bonitamente en la de la calle. Levantose y salió. Andaba con la teatral arrogancia y la serenidad terrible de que se revisten algunos al subir al cadalso. Las salas del palacio se iban quedando atrás, como se desvanece el mundo cuando nos morimos.

Cuando bajaba la escalera, un lacayo subía. Tomola este por una de las infinitas personas, de aspecto decente, que iba a pedir limosna a la marquesa, y le dijo: «¡Qué bonita es usted, prenda!».

Puede juzgarse cómo estaría su espíritu, cuando este ultraje apenas le hizo impresión. En el portal estaba Alonso y un hombre muy gordo, el cual al pasar la miró con atención picaresca. Ambos le hicieron un frío saludo. Salió sin darse cuenta de nada y dio algunos pasos por la calle. Como si tropezara con un poste, hallose de improviso frente a D. José de Relimpio. Isidora despertó al choque y dijo:

«¿Pero está usted aquí?

-Sí, hija mía-replicó el galán viejo muy conmovido-. El corazón me decía que habías de salir pronto, y esperé... No me podía acostumbrar a la idea de no volver a verte... ¿Qué quieres tú?... Yo tomo cariño a las personas con mucha facilidad... Aquí se me ha pasado el tiempo mirando como un bobo a los balcones y diciendo: «Ella ha de salir, ella ha de salir».

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Capítulo XVII

Igualdad - Suicidio de Isidora

Isidora no ponía atención en las cariñosas palabras de D. José. Sintió en su cerebro una impresión extraña, como el rastro aéreo de inmensa caída desde la altura a los más hondos términos que el pensamiento puede concebir. ¡Y qué manera tan rara de ver el mundo y las cosas todas que están debajo del cielo, y aun, si se quiere, el cielo mismo! Cambio general. El mundo era de otro modo; la Naturaleza misma, el aire y la luz eran de otro modo. La gente y las casas también se habían transformado; y para que la mudanza fuera completa, ella misma, Isidora, era punto menos que otra persona.

«¿Pero a dónde vamos, hija?»-preguntó Relimpio viendo que andaban y desandaban calles, subían costanillas, y divagaban pasando muchas veces por un mismo sitio.

Isidora no le contestaba y adelante seguía, llevándolo como rodrigón. Ella miraba al suelo, él el cielo. Sin saber cómo, halláronse en las Vistillas. Caía la tarde. Don José llamo la atención de su ahijada hacia la magnificencia del crepúsculo que desde aquel despejado sitio se gozaba; alzó los ojos ella y miró, arrojando un suspiro tan grande sobre el inmenso paisaje que a su vista tenía que parecía querer llenarlo de tristeza. Como Isidora siempre trataba de encontrar armonías entre su estado moral y la Naturaleza, la hermosísima retirada y apagamiento del día no eran extraños al occidente que había en su alma. Los destellos de oro fundido iban palideciendo poco a poco, o se hundían dejando tras sí un rastro pálido y verdoso. A la derecha, la sierra azul, de masa uniforme y sin contornos, se alejaba, desvaneciéndose en el fondo del firmamento, donde al fin quedaría como el espectro de un mundo. Marcábanse las curvas del río por jirones de niebla desvanecida, vellones sueltos, que se iban reuniendo hasta formar un velo salpicado de motas blancas, o sea la ropa de los lavaderos.

«¡Qué feísimo es esto!»-murmuro Isidora con ira que indicaba cierta hostilidad contra la Naturaleza.

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Entonces el patriarcal D. José se puso a admirar la belleza del cielo, que estaba limpio, azul, profundo, expresando como nunca la proyección abovedada del pensamiento humano. La luna nueva, como una hoz de plata, caía del lado del Poniente, precedida de Venus. Apenas, en lo restante del firmamento principiaba a verse una que otra estrella como el vago apuntar de la idea en el cerebro. Don José desparramó su vista por toda la redondez de arriba, y apuntando con suficiencia de astrónomo a un astro que brillaba más a cada instante, dijo lacónicamente:

«¡Júpiter!».

Isidora también miro, pero con escarnio y desdén.

«¡Qué horrible está la luna!»-murmuró.

Y la comparó al corte de una uña. Volviéndose a su embelesado padrino, que osó hablar de distancias y magnitudes siderales, le dijo con mucha displicencia:

«¿Y qué tengo yo que ver con Júpiter?... ¿Qué me va a dar a mí Júpiter?».

Bajaron a la calle de Segovia, ella delante, detrás él.

«A ti te pasa algo... ¿Qué tienes?-le dijo el maestro de Teneduría.

-¡Qué le importa a usted! Si no quiere usted acompañarme, puede dejarme sola.

-¡Pues no faltaba más!... Hasta el fin del mundo...».

Una sombra lúgubre que sobre la calle se proyectaba les hizo alzar la vista, y vieron la mole del viaducto en construcción, un bosque de andamios sosteniendo enorme enrejado de hierro.

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  • 2 Wochen später...

«Cuando este puente se acabe-dijo Relimpio en tono de mucha autoridad-, no servirá sino para que se arrojen de él los desesperados».

Isidora miró con desprecio al puente, y repuso:

«¡Quia! Eso es muy bajo».

Subieron por la calle adelante. De una taberna, donde vociferaban media docena de hombres entre humo y vapores alcohólicos, salió una exclamación que así decía: «Ya todos somos iguales», cuya frase hirió de tal modo el oído, y por el oído el alma de Isidora, que dio algunos pasos atrás para mirar al interior del despacho de vinos.

«Se confirma lo que esta mañana se decía-murmuró D. José demostrando una gran pesadumbre-. El Rey se va, renuncia a la corona, y a mí no hay quien me quite de la cabeza que es la persona más decente...

-Todos somos iguales»-afirmó Isidora repitiendo la frase.

Y la frase parecía volar multiplicada, como una bandada de frases, porque a cada paso oían: «Todos somos iguales... El Rey se va». Salían estas palabras de los grupos de hombres, y aun de los que formaban mujeres y chicos en las puertas de algunas casas.

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Mientras D. José dejaba oír con tímida voz consideraciones prudentes y juiciosas sobre el suceso del día, Isidora pensaba que aquello de ser todos iguales y marcharse el Rey a su casa, indicaba un acontecimiento excepcional de esos que hacen época en la vida de los pueblos, y se alegró en lo íntimo de su alma, considerando que habría cataclismo, hundimiento de cosas venerables, terremoto social y desplome de antiguos colosos. Esta idea, no obstante, con ser tan conforme al hundimiento moral de Isidora, no la consolaba. A la momentánea alegría siguió agudísima pena. Por un instante se sintió invadida de un dolor tan grande, que llegó a pensar en que no debía vivir más tiempo. Pero esta desesperación también duró poco. Todos los medios de apartarse voluntariamente de la vida le parecían dolorosos, antipáticos y aun cursis. Heridos su orgullo y su dignidad, muertas sus ilusiones, algo la ataba aún a la vida, aunque no fuera más que la curiosidad de goces y satisfacciones que no había probado todavía... No, morir, no. Tiempo había para eso.

A medida que se acercaba a la zona interior de Madrid y recibía su calor central, se iba robusteciendo en ella la idea del vivir, del probar, y del ver y del gustar. Había sofocado una vida para fomentar otra. Cuando esta moría, justo es que aquella resucitara.

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De la calle Mayor pasaron a la plaza de Oriente, porque Isidora estaba cansadísima y quería sentarse. No sólo tenía necesidad de reposo, sino de meditación, pues tanto como su desengaño la mortificaba aquella noche la idea de tener que volver a casa de D.ª Laura. No; decididamente allá no volvería aunque tuviera que quedarse a dormir en aquel banco frío y duro. En tanto don José miraba al Palacio, tratando de adivinar lo que en su interior ocurría; mas nada revelaba el coloso en su muda faz de piedra. En ningún balcón se veía luz. Todo estaba cerrado y sombrío como el disimulo que precede a las grandes resoluciones.

«¡Pobre señor!-exclamó Relimpio ofreciendo a la dinastía extranjera el homenaje de un suspiro-. Le tienen mareado..., aburrido. Yo me pongo en su caso...».

Después de sondear su alma y de pensar atropelladamente diversas cosas, Isidora dijo esto a su buen padrino:

«Debe usted marcharse... Yo no voy a casa todavía.

-¡Marcharme!, ¡dejarte sola!... Tú estás loca-replicó él no sabiendo renunciar al goce indecible de estar al lado de su ahijada.

-Es que no puedo ir a casa todavía... Márchese usted, que si no le reñirá D.ª Laura.

-Déjala... Yo te acompañaré adonde quieras. No faltaría más...; ¡ir tú sola, de noche, por esas calles! En Madrid hay mucho atrevido. Te lo digo con franqueza, porque yo no soy ningún anacoreta. A los pícaros españoles nos gustan tanto las hembras bonitas... No, hija, no. No puedes andar sola de noche. Estás cada día más guapa, y por dondequiera que vas llamas la atención.

-¡Llamo la atención!-, pensó ella, y se levantó decidida.

-¿A dónde vamos, hija?

-No lo sé todavía».

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  • 5 Wochen später...

Al penetrar en las calles bulliciosas, cuya vida y animación convidan a los placeres y a intentar gratas aventuras, sintió la joven que se amenguaba su profundísimo pesar, como el dolor agudo que cede a la energía narcótica del calmante. Se sintió halagada por el contacto de la sociedad; percibió en su cerebro como un saludo de bienvenida, y voces simpáticas llamándola a otro mundo y esfera para ella desconocida. Y como la humana soberbia afecta desdeñar lo que no puede obtener, en su interior hizo un gesto de desprecio a todo el pasado de ilusiones despedazadas y muertas. Ella también despreciaba una corona. También ella era una reina que se iba.

Adelante. La Puerta del Sol, latiendo como un corazón siempre alborozado, le comunicó su vivir rápido y anheloso. Allí se cruzan las ansiedades; la sangre social entra y sale, llevando las sensaciones o sacando el impulso. Madrid, a las ocho y media de la noche, es un encanto, abierto bazar, exposición de alegrías y amenidades sin cuento. Los teatros llaman con sus rótulos de gas, las tiendas atraen con el charlatanismo de sus escaparates, los cafés fascinan con su murmullo y su tibia atmósfera en que nadan la dulce pereza y la chismografía. El vagar de esta hora tiene todos los atractivos del paseo y las seducciones del viaje de aventuras. La gente se recrea en la gente.

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  • 1 Monat später...

Isidora observó que en ella renacía, dominando su ser por entero, aquel su afán de ver tiendas, aquel apetito de comprar todo, de probar diversos manjares, de conocer las infinitas variedades del sabor fisiológico y dar satisfacción a cuantos anhelos conmovieran el cuerpo vigoroso y el alma soñadora. Se miraba en los cristales, y se detenía larguísimos ratos delante de las tiendas, como si escogiera. No paraba mientes en el susurro de los grupos, que decían: «El Rey se aburre, el Rey se va».

A la entrada de la calle de la Montera la animación era, como siempre, excesiva. Es la desembocadura de un río de gente que se atraganta contenido por una marea humana que sube. A Isidora le gustaba aquella noche, sin saber por qué, el choque de las multitudes y aquel frotamiento de codos. Sus nervios saltaban, heridos por las mil impresiones repetidas del codazo, del roce, del empujón, de las cosas vistas y deseadas. El piso húmedo, untado de una especie de jabón negro, era resbaladizo; pero ella se sostenía bien, y en caso de apuro se colgaba del protector brazo de su padrino. El ruido era infernal. Subían los carros de la carne con las movibles cortinas de cuero chorreando sangre, y su enorme pesadez estremecía el suelo. Los carreteros apaleaban a las mulas. Bajaban coches de lujo, cuyos cocheros gritaban para evitar el desorden y los atropellos. Deteníanse los vehículos atarugados, y la gente, refugiándose en las aceras, se estrujaba como en los días de pánico. La tienda del viejo Schropp detenía a los transeúntes. Como se acercaba Carnaval, todo era cosa de máscaras, disfraces, caretas. Estas llenaban los bordes de las ventanas y puertas, y la pared de la casa mostraba una fachada de muecas. Enfrente, el escaparate del Marabini, lleno de magníficos brillantes, manifestaba al público tentadoras riquezas.

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«Dejemos esto, chica-dijo D. José a su ahijada, que miraba embebecida las joyas-. Esto no es para nosotros».

De repente la de Rufete anduvo hacia la Puerta del Sol.

«¿Otra vez?

-Quiero ir hacia el Congreso-declaró ella.

-Ya..., ¿para ver si se arma?... No nos metamos en apreturas, hija, no sea que por artes del demonio...».

Menudeaban los grupos, todos pacíficos. No eran hordas de descamisados, sino bandadas de curiosos. Se oía decir aquí y allí: «La República, la República», pero sin gritos ni amenazas. Se hablaba con frialdad de aquella cosa grande y temida. No había entusiasmo ni embriaguez revolucionaria, ni amenazas. La República entraba para cubrir la vacante del Trono, como por disposición testamentaria. No la acompañaron las brutalidades, pero tampoco las victorias. Diríase que había venido de la botica tras la receta del médico. Se le aceptaba como un brebaje de ignorado sabor, del cual no se espera ni salud ni muerte.

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¡Cuánta gente en la Carrera! Es abierta lonja de noticias. El Congreso, donde se forja el rayo; el Casino, donde imperan los desocupados, y el café de la Iberia, que es el Parnasillo de los políticos, dan a esta calle, en días o noches de crisis, un aspecto singular. Isidora y su padrino siguieron la corriente. ¡Cuántos hombres, y también cuántas mujeres! El contacto de la muchedumbre, aquel fluido magnético conductor de misteriosos apetitos, que se comunicaba de cuerpo a cuerpo por el roce de hombros y brazos, entró en ella y la sacudió.

«Déjeme usted sola-dijo a su padrino-. Yo tengo que hacer. Le va a reñir a usted doña Laura.

-Deja a D.ª Laura que se la lleve el demonio-exclamó Relimpio, a quien la idea de no acompañar a su sobrina le ponía furioso-. ¡Hay por aquí tanto hombre imprudente!... Ya ves que no cesan de echarte requiebros y decirte flores. Esto es indecoroso, y no sería extraño que yo tuviera un lance».

¡Ay Isidora! ¿Qué significó ese susurro de carcajadas que sentiste dentro de ti?... ¿Era que empezaba a comprender la posibilidad de consolarse sin renunciar a sus ideas? ¡Oh, no! Antes morir que abandonar sus sagrados derechos. «¡Las leyes!-pensó-. ¿Para qué son las leyes?». Esta idea le infundió algún contento. Sí; ella confundiría el necio orgullo de su abuela; ella subiría por sus propias fuerzas, con la espada de la ley en la mano, a las alturas que le pertenecían. Si su abuela no quería admitirla de grado, ella, ¿qué tal?..., ella echaría a su abuela del trono. Venían días a propósito para esto. ¿No éramos ya todos iguales? El pueblo había recogido la corona arrojada en un rincón del Palacio y se la había puesto sobre sus sienes duras. ¡Bien, bien, bien! Y se aplaudió a sí misma, se palmoteó con esas manos inmateriales, que para apoyar sus discursos tiene el corazón. ¡Pleito! Esta palabra, anunciadora de una gran idea, se le quedó fija en la mente desde entonces, como grabada en fuego. Vio una turba infinita de escribanos y jueces, y pirámides de papel en cuya cúspide brillaba deslumbrante y cegadora la inextinguible luz de su verdadero estado civil.

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  • 2 Wochen später...

En la calle de Floridablanca el gentío era más espeso; pero los curiosos no hacían nada, ni siquiera gritaban. Eran turbas comedidas que no daban vivas ni mueras. Se hablaba de la llovida República, como se habría hablado de un chubasco que acabara de caer. Nada de lo que dentro de las Cortes pasaba se traslucía fuera.

Aunque Isidora no iba sola, era demasiado guapa y D. José demasiado humilde para que la joven dejase de oír una y otra vez algunas fórmulas equívocas del requiebro de las calles, nacido de la mala educación y de la falta de respeto a las mujeres.

«Vámonos a casa-dijo Relimpio algo amostazado-. Yo no me puedo contener. Soy una pólvora. Tú no conoces mi genio. Pues bien, me estás comprometiendo.

-Váyase usted, que yo me quedo-replicó ella impávida.

-¿Pero estás loca?...

-No estoy loca. Es que...

-Pero ¿tú buscas a alguien? ¿Esperas a alguien?».

Isidora no apartaba sus ojos de aquella puerta pequeña por donde entra y sale toda la política de España.

«Vaya, que tienes unas cosas... Ya van a dar las diez».

Isidora no le hizo caso. De repente avanzó hacia la calle del Sordo, mirando, no sin disimulo, a tres individuos que acababan de salir del Congreso. Uno de ellos se distinguía por su gabán claro.

«¿Al fin nos vamos?-preguntó D. José con alegría.

-No se enfade usted conmigo, padrinito-dijo Isidora mirándole-. Le quiero a usted mucho».

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  • 2 Wochen später...

Avanzaban por la calle del Turco. Relimpio no se había fijado en los tres señores que delante iban a distancia como de unos treinta pasos. Al llegar al extremo de la calle, D. José, que gozaba mucho por los recuerdos históricos, se paró y dijo con voz lúgubre:

«Aquí mataron a D. Juan Prim. Todavía están en la pared las señales de las balas».

Isidora no miró las señales de los proyectiles. Miraba a los tres caballeros, que se habían detenido algo más arriba, junto al jardín de Casa-Riera. Parecía que se despedían. En efecto, dos siguieron hacia la Presidencia, y el del gabán claro bajó por la calle de Alcalá.

¡Instante tremendo, que no olvidaría jamás D. José Relimpio aunque viviera mil años! Cuando el señor del gabán claro pasó por la trágica esquina, Isidora echó a correr, llegose a él, se le colgó del brazo. Hubo exclamaciones de sorpresa y alegría... Después siguieron juntos, y se perdieron en la niebla.

«¡Ah!-murmuró D. José con vivo dolor-. Es el marqués viudo de Saldeoro... ¡Ingrata!... ¡Y qué hermosa!».

El pobre señor se apoyó en la esquina: su desconsuelo era grande. Pensó que no la vería más. Vuelta la cara a la pared, ¿qué hizo durante el rato que permaneció allí?... ¿Lloró? Quién lo sabe. Tal vez estampó una lágrima en aquella pared donde a balazos estaba escrita la página más deshonrosa de la historia contemporánea.

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Capítulo XVIII

 

Últimos consejos de mi tío el Canónigo

 

¡Qué lástima no ser poeta épico para expresar, con la elocuencia propia del caso, el enojo de D.ª Laura, el cual, si no rayaba tan alto como la ira de los dioses, hallábase a dos dedos de ella! Todo por que la señorita Isidora no se conducía decorosamente. Don José estaba profundamente afligido por no poder lanzarse a la defensa de su querida ahijada. Y si alguna tímida palabreja salía de su boca, D.ª Laura se le quería comer vivo. El cargo principal que contra Isidora se formulaba era que se había quedado fuera de casa en la noche del 11. «Nada, nada-dijo la iracunda señora a su marido del modo más imperioso-. Esa... Sardanápala no tiene que poner más los pies en mi casa. Si la ves, dile que mande por sus cuatro pingos y por los papelotes de su padre».

Y en efecto, al anochecer del 12, Isidora mandó por su equipaje. ¡Temblad, humanos!..., ¡ponía casa! El furor de D.ª Laura creció, y en ella chocaban las palabras con las ideas y las ideas con las palabras, como las olas de un mar embravecido. Relimpio no podía disimular una aflicción honda que tenía su asiento en la región cardíaca. Parecía atacado de un aplanamiento general. Melchor dijo mil groserías de la ahijada de su padre, y las dos chicas, contenidas por el pudor, no dijeron nada.

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Y tú, ¡oh lector!, ¿qué dices? Yo te ruego que no sigas a esta familia por el peligroso sendero de los juicios temerarios. Sabe que el poner casa la de Rufete no puede atribuirse aún a sospechosos motivos; sabe, pues hay obligación de que se te diga todo, que el mismo día 12 por la mañana recibió nuestra hermosa protagonista dos cartas de Tomelloso. En la una, su tío el Canónigo se despedía de ella para el otro mundo y le daba mil consejos de mucha substancia, amén de un legadillo para que ambos huérfanos prosiguieran la empresa de reclamar su filiación y herencia, si ya no estaban en posesión de ambas cosas. La otra carta anunciaba la muerte del santo varón.

El cual, hora es ya decirlo, no era tal Canónigo ni cosa que lo valiera, sino un seglar soltero, viejo y extravagante, a quien desde luengos años se había aplicado aquel apodo por su amor a la vida descansada, regalona y sibarítica. En sus buenos tiempos, D. Santiago Quijano-Quijada, primo carnal de Tomás Rufete, había sido mayordomo de una casa grande, y después administrador de otras varias. Cuando tuvo para vivir sin ayuda de nadie, se retiró a su pueblo, donde vivió célibe, entre primas y sobrinos, más de treinta años, dedicado a la caza, a la gastronomía y a la lectura de novelas. Tenía ciertos hábitos de grandeza, y en su modo de hablar y de escribir distinguíase tanto de sus convecinos, que antes que lugareño parecía de lo más refinado y discreto de la corte. Era muy avaro y sumamente excéntrico. Omitiendo las mil aseveraciones contradictorias que corrían por toda la Mancha acerca de su caballerosidad o de su avaricia, de su ingenio o de sus no comprendidas chifladuras, dejaremos que se nos muestre él mismo en la carta que escribió a Isidora, y que copiamos a la letra:

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  • 3 Wochen später...

«El Tomelloso, a 9 de febrero de 1873.

»Mi querida sobrina (o cosa tal): Cuando recibas estos renglones, ya este pecador, a quien llamaste tío y que más que tío ha sabido ser padre tuyo, estará en la Eternidad dando cuenta a Dios de sus muchas culpas. Aquella dolencia que ni el médico de este pueblo ni el de Argamasilla entendieron, me coge ya toda el arca del pecho, quitándome la respiración de tal modo, que a cada momento pienso que se me va fuera el alma. Y aprovecho el poquito tiempo que esta señora ha de estar dentro de mi cuerpo, para escribirte y darte la despedida, sintiendo mucho no poderlo hacer por mi mano. Tengo que estar tendido boca arriba sin movimiento, y el Sr. Rodríguez Araña, secretario del Ayuntamiento, me hace el favor de escribir lo que dicto, puesto el pensamiento en ti y en tu hermano, a quienes supongo ya en pacífica posesión del marquesado.

»Por tu última carta veo que esperabas aviso de la señora marquesa de Aransis. Esa buena señora os habrá reconocido como nietos, porque no puede ser de otra manera. Ojalá fuera tan seguro que he de alcanzar la gloria eterna, como lo es que tú y Mariano nacisteis de aquella hermosa y sin ventura Virginia, de quien sacaste tú la figura y rostro de tal manera y semejanza, que verte a ti es lo mismo que verla a ella resucitada. Pero si por artes de algún enemigo o tontunas de la marquesa (que a esta gente endiosada hay que tenerle miedo) se te hubiese cerrado la puerta de Aransis, te aconsejo, te mando y ordeno que acudas con tu cuita a los Tribunales de justicia, pues tan claro y patente está tu derecho en los papeles que tienes y en otros que yo conservaba para el caso y que te remito, que en dos repelones has de ganar el pleito y tomar por la ley lo que de otro modo no quisieran darte. Yo tengo gran fe en la fuerza de la sangre, y me parece que estoy viendo a la señora marquesa echándote los brazos al cuello y comiéndote a besos. Si las cosas han pasado de otra manera, trata de que la señora te reconozca por el parecido. Conviene que te registres bien el cuerpo todo, a ver si tienes en él algún lunar o seña por donde la marquesa venga en conocimiento de que eres hija de su hija; que yo he leído casos semejantes, en los cuales un lunarcillo, un ligero vellón o cosa así han bastado para que encarnizados enemigos se reconocieran como hijo y padre y como tales se abrazaran. De esto están llenas las historias.

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  • 2 Wochen später...

»Para que lo gocéis, si es que ya estáis en vuestro trono, o para que siga el pleito, si no lo estáis, os dejo un legado que no es cosa mayor. Os doy por curador a mi amigo el Sr. D. Manuel Pez, nuestro diputado, persona a quien conoces y seguramente tendrás por la misma caballerosidad.

»Cuando poseas lo de Aransis, que es buen bocado, no dejes que se te vaya la mano en el gastar, pues las liberalidades consigo mismo o con los demás son el peligro de los ricos y la sangría de las bolsas. Cásate con persona de tu condición, pues si lo haces con quien por debajo de ti esté, te expones a que el peso de tu cónyuge te tire hacia abajo y no te deje flotar bien. En caso de no hallar exacta pareja, más vale que te unas con quien te sea superior, que también hay príncipes y duques por estas tierras.

»No tengas vanidad; pero tampoco des tu brazo a torcer. Haz limosnas, que los pobres y necesitados tienen a los ricos por providencia intermedia entre la Providencia grande y su miseria. Sois como delegados del Sumo Repartidor de bienes, para que de lo vuestro deis una parte a los que nada tienen.

»Que no se conozca nunca que has sido pobre, pues si descubres por entre tus sedas el paño burdo de tus primeros años, habrá tontos que se rían de ti. Instrúyete bien en las cosas que no has podido aprender en la pobreza. Tú eres lista y harás grandes progresos. No olvides de darte algunas tareas de piano, que eso de teclear es, a mi modo de ver, cosa fácil y que se aprende con un poco de paciencia.

»Para no descubrirte, muéstrate al principio circunspecta y callada, que con esto pasarás por modesta, y la modestia es virtud que en todas partes se aprecia; y en este periodo primero de circunspección, dedícate a observar lo que hacen los demás para aprenderlo y hacerlo tú misma luego que te vayas soltando. Observa cómo saludan, cómo manejan el abanico, cómo dan el brazo, cómo se sientan a la mesa y ponen el abrigo. Hasta de la manera de dar limosna a un pobre tienes que hacer particular estudio. Date un buen curso de todas estas cosas para salir consumada maestra.

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»Dicen que la sociedad camina a pasos de gigante a igualarse toda, a la desaparición de las clases; dicen que esos tabiques que separan a la humanidad en compartimientos, caen a golpes de martillo. Yo no lo creo. Siempre habrá clases. Por más que aseguren que esta igualdad se ha iniciado ya en el lenguaje y en el vestido, es decir, que todas las personas van hablando y vistiendo ya de la misma manera, a mí no me entra eso. ¿La educación general traerá al fin la uniformidad de modales? Patarata. ¿Los salones de la aristocracia se abren a todo el mundo y dan entrada a los humildes periodistas y folicularios? A otro perro con ese hueso. Dicen que las señoras de la grandeza cantan flamenco y que los veterinarios echan discursos de filosofía. Esa no cuela. Yo no lo creeré aunque lo vea. Si en algún momento de inundación social ha podido pasar eso, las cosas volverán a su cauce.

»Haz lo posible por distinguirte de los demás sin humillar a nadie, se entiende. Usa siempre las mejores formas, y hasta cuando quieras ofender, hazlo con palabras graciosas y suaves. Si tienes que dar una bofetada, dala con mano de algodón perfumado, que así duele más.

»Una buena mesa es cosa que enaltece al rico y pone, por decirlo así, el sello a su grandeza. En nada se conoce el buen gusto, nobleza y dignidad de un alto señor como en sus guisos y manera de presentarlos y servirlos. Digna corte de los finos manjares es un buen círculo de convidados que sazonen la comida con las especias finísimas del ingenio discreto; especias, hija mía, que más bien son flores de aroma delicado. Mira bien a quién convidas. No sientes parásitos a tu mesa, que estos, después de vivir a tu costa, te criticarán. Elige diariamente un pequeño número de comensales, graves sin afectación, ingeniosos sin descaro, festivos sin chocarrería, y que coman sin gula y beban sin embriaguez, honrando tu casa y celebrando tu mesa.

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  • 2 Wochen später...

»Mucho te hablaría de tu cocina, si mi mal me diera espacio para ello. Solamente te diré, que pues la moda quiere que el arte francés con sus invenciones, en que entran el gusto y la forma, prevalezca sobre nuestra cocina nacional, no te dejes vencer del patriotismo, tratando de restablecer usos culinarios que están ya vencidos. Adopta la cocina francesa, toma un buen jefe y provéete de cuanto la moda y la especulación traen de remotos países. Pero has de saber que es de buen gusto el no condenar en absoluto nuestras sabrosas comidas; y así, no hay cosa de más chispa que sorprender un día a tus convidados con un plato de salmorejo manchego, bien cargado de pimienta, o con un estofado de la tierra, bien espeso y oloroso. Esto, hecho a tiempo y tras una exhibición hábil de fruslerías francesas, no sólo no te será vituperado, sino que te valdrá grandes alabanzas.

»Vístete con primor. Huye tanto de la vulgaridad poniéndote lo que todas se pongan, como de la excesiva singularidad poniéndote lo que a nadie se le haya ocurrido usar. Hay un término medio, delicadísimo, muy difícil de alcanzar, en el cual debe mantenerse la persona verdaderamente elegante. Muchos que quieren huir demasiado de la vulgaridad, dan en la extravagancia; procura que en tus atavíos, sin que falte lo común y corriente, haya algo exclusivamente tuyo, algo personal, personalísimo, que no puedan imitar los demás, y habrás logrado el objeto.

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»Sé siempre buena católica cristiana, que lo primero es salvar el alma. Cumple los preceptos de la Iglesia, que todo ello se puede hacer sin fatigarse. Pero no te entregues con excesivo afán a las prácticas religiosas; trata a los curas con consideración, y dales para que coman, que a esta gente hay que tenerla contenta. De cuando en cuando costea novenas y alguna que otra función; pero sin pasar de ahí ni abrir tu puerta a los señores de hábito negro, los cuales, si les dejaras, pronto imperarían en ti y en tu casa. Ten cuenta que si eres beata, dirá la gente que lo haces para encubrir alguna trapisonda, y considera que ya no hay santos ni cosa que lo valga.

»De un punto sumamente grave te quiero hablar ahora, y es de la vida conyugal, cosa que, según oigo decir, anda ahora muy por los suelos. Yo quisiera que la tuya fuera ejemplar y que nadie pudiese en ningún punto poner en duda la limpieza de tu honor ni la firmeza de tu fe matrimonial. Es muy posible que tu esposo, llevado de la corriente y de los perversos usos del día, se hastíe un poco de ti, y busque entretenimiento y variedad en otras mujeres. ¡Atroz desaire que te producirá no pocos sofocones y te pondrá a dos dedos del mayor peligro en que jamás se han visto tu dignidad y virtud!... Pues si te dejas llevar del despecho y rabia de los celos, si te impacientas demasiado por la soledad en que tu esposo te tiene, te faltará poco para caer en pecado igual al suyo. Cuidado, hija mía, mucho cuidado. A su poligamia contesta con tu castidad, a su lascivia con tu abstinencia. Aguanta, resiste, y no degrades tu corazón dándolo a algún mequetrefe que lo tome por vanidad, y por hacer gala de tu conquista entre los tontos y desocupados. Consérvate digna, recatada, siempre señora inexpugnable; que al fin y al cabo tu marido, por la fuerza de sus vicios, reventará, y entonces podrás volverte a casar eligiendo con todo cuidado otro marido que te considere más y te atienda mejor que el primero.

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»Otras muchas cosas quisiera decirte; pero como creo haber manifestado las más importantes, no digo más, porque las fuerzas me faltan. Acuérdate de lo mucho que hemos hablado de esto en las largas noches de invierno. Mi pensamiento se va nublando, y temo que, si no doy punto aquí, me falten fuerzas para firmar esta. Dentro de poco habré cerrado mis ojos a la luz de este mundo. Quiera Dios abrírmelos a los de la gloria eterna. He recibido los Santos Sacramentos, y espero el perdón de mis culpas. Tengo la conciencia tranquila; no temo la muerte, y me importan ya poco las molestias de mi cuerpo. Perdono a mis enemigos; me despido de mis amigos, y recibe tú el último pensamiento y el suspiro último de tu amantísimo tío (o cosa tal),

Santiago Quijano Quijada».

Madrid.-Junio de 1881.

 

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Segunda parte

 

Personajes de esta segunda parte

 

Isidora Rufete: protagonista

Mariano Rufete: su hermano

Augusto Miquis: doctor en Medicina

Joaquín Pez

Don José de Relimpio y Sastre: Tenedor de libros

Melchior de Relimpio: arbitrista

Emilia de Relimpio de Castaño

La Sanguijuelera

Don Alejandro Sánchey Botín: padre de la patria

Juan Bou: litógrafo

Juan José Castaño: ortopedista

Muñoz y Nones: notario

Madame Eponina: modista

Riquín: niño

El Majito

Modesto Rico: tratante de vinos

Palo-con-ojos

Gaitica

Diversos Peces

Diversos Pájaros

Un gran Personaje (que no habla)

Diversos Personajes (que no hablan tampoco)

 

Un abogado, testigos, carceleros y carceleras, curiales, un oficial de litografía, hombres y mujeres del pueblo, porteros, tropa, etc.

 

La escena en Madrid y principia en diciembre de 1875.

 

Capítulo I

 

Efemérides

 

La República, el Cantonalismo, el golpe de Estado del 3 de enero, la Restauración, tantas formas políticas, sucediéndose con rapidez, como las páginas de un manual de Historia recorridas por el fastidio, pasaron sin que llegara a nosotros noticia ni referencia alguna de los dos hijos de Tomás Rufete. Pero Dios quiso que una desgraciada circunstancia (trocándose en feliz para el efecto de la composición de este libro) juntase los cabos del hilo roto, permitiendo al narrador seguir adelante. Aconteció que por causa de una fuerte neuralgia necesitó este la asistencia de Augusto Miquis, doctorcillo flamante, que en los primeros pasos de su carrera daba a conocer su gran disposición y altísimo porvenir. Enfermo y médico charlaban de diversas cosas. Un día, cuando ya se había iniciado la convalecencia, recayó la conversación en los sucesos referidos en la Primera parte, y Miquis, para quien no podía haber un tema más gustoso, habló largamente de Isidora, diciendo, entre otras cosas, lo siguiente:

 

«Está ahora esa mujer..., vamos..., está guapísima, encantadora. Parece que ha crecido un poco, que ha engrosado otro poco y que ha ganado considerablemente en gracia, en belleza, en expresión. Se me figura que será una mujer célebre. Vive en la misma casa donde se instaló hace dos años, al final de la calle de Hortaleza. Ha tenido un hijo.-¡Un hijo! ¿Qué me cuenta usted?-Lo que usted oye. Ya tiene dos años. Es algo monstruoso; lo que llamamos un macrocéfalo, es decir, que tiene la cabeza muy grande, deforme. ¡Misterios de la herencia fisiológica! Su madre me pregunta si toda aquella gran testa estará llena de talento. Yo le digo que su delirante ambición y su vicio mental le darán una descendencia de cabezudos raquíticos... El chico es gracioso y de una precocidad alarmante...

 

 

 

 

 

Bearbeitet von Rita
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»Pasando a otra cosa, yo tengo para mí que el marqués viudito está más tronado que la nación española. Sus deudas se remontan como el águila ávida de las altas cumbres; sus gastos no disminuyen. Para estos tales, carecer es morir, y pasarán por toda clase de ignominias antes que decapitarse renunciando al lujo y a la vida de rumbo y disipación. Por desgracia de la sociedad, siempre encuentran tontos que les presten, cándidos que les fíen y malvados que los ayuden. Observe usted que nunca mueren en un hospital. Su mendicidad no tiene harapos; pero piden, y a veces toman sin pedir.

»Yo pregunto: ¿No habrá algún día leyes para enfrenar la alta vagancia? ¿No se crearán algún día palacios correccionales? ¿No establecerán las generaciones venideras asilos elegantes, forrados de seda, para tener a raya la demagogia azul, dándole de comer? Yo pregunto también: Puesto que tanto se ha hablado del derecho a la vida, ¿existirá también el derecho al lujo? Si el populacho nos pide los talleres nacionales, la alta vagancia nos pedirá algún día los casinos costeados por el Estado. Lógica, lógica, digo yo. Y a los que predican el comunismo les digo: «Estáis tocando el violón, porque el comunismo existe entre nosotros con tan profundas raíces como la religión: es nuestra segunda Fe. No falta más que perfilarlo, darle la última mano, y ponerlo bien clarito en las leyes, tal como lo está en nuestras costumbres».

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»Ahora bien, señores, si esto no os gusta, empecemos por renovar la sociedad toda. Hagamos una revolución para destruir el comunismo, y esto es lo práctico, porque hacer revolución por establecerlo es como si encendiéramos el gas de las calles en pleno día. Revolución, pues. Suprimamos la Administración, que es una hipocresía del reparto universal; suprimamos el presupuesto, que es la forma numérica del restaurant nacional; suprimamos las contribuciones, que son el almacenaje omnímodo de que se nutre el comunismo, y una vez suprimido esto, lo demás, ejército, gobierno, armada..., se suprimirá por sí mismo. Entonces diremos: todo acabó; nadie se encarga de nada... Que cada cual salga por donde pueda. Fúndese una sociedad nueva entre el estruendo de los palos. ¿Qué tal? Sí, señores, el comunismo no muere sino ahogado en un océano de negaciones. Luego se unirán el interés y la fuerza para crear el nuevo derecho».

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