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Benito Pérez Galdós / La desheredada


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Fue el Director a su despacho en busca de Isidora, y allí pasó lo que referido queda. Ya la desgraciada joven del ruso empezaba a comprender la certeza de su desdicha, cuando entró en el despacho un mozo como de veinticuatro años, el cual, llegándose a ella con muestras de confianza, le dijo:

«¿Conque usted por aquí, Isidora?... ¡Y en qué momento tan triste!... ¿Pero no me conoce usted? ¿Tan desmemoriada estamos, Isidora? ¿No se acuerda usted de D. Pedro Miquis, el del Toboso, que iba muchas veces al Tomelloso a buscar a su tío de usted, el señor Canónigo, para salir juntos de casa? Pues yo soy hijo de D. Pedro Miquis. ¿No se acuerda usted tampoco de mi hermano Alejandro? ¿No se acuerda de que algunas veces, por vacaciones, íbamos acompañando a mi padre?... Pues hace cinco años que estoy aquí estudiando Medicina. ¿Y cómo está su señor tío? ¿Hace mucho que ha dejado usted aquel célebre Tomelloso?...».

Isidora le miraba por una rasgadura hecha en la nube negra de su pena; le miraba y le reconocía. Sí, su memoria se iba iluminando ante aquella fisonomía que con ninguna otra podía confundirse. Aquel semblante pálido y moreno, tan moreno y tan pálido que parecía una gran aceituna; aquella brevedad de la nariz contrastando con el grandor agraciado de la boca, cuyos dientes blanquísimos estaban siempre de manifiesto; aquella ceja ancha, tan negra y espesa que parecía cinta de terciopelo, y aquellos ojos garzos donde anidaban traidoras todas las malicias y toda la ironía del mundo; aquella fealdad graciosa, aquella desenvoltura de maneras, aquel abandono en el vestir, y, por último, la desenfadada manera de insinuarse, pregonaban, sin dejar lugar a dudas, a Augustito Miquis, el hijo de D. Pedro Miquis, el del Tomelloso. De golpe entraron a la mente de Isidora ideas mil y recuerdos de una época en que la infancia se confundía con la adolescencia, época de tonterías, de miedos, de inocentes confianzas y de lances cuya memoria no siempre es agradable. No acertó a contestar sino con medias palabras. Miquis se hizo cargo de la situación, y poniéndose todo lo serio que podía, cosa en él de grandísima dificultad, dijo en tono grotescamente compungido:

«Lo primero es que usted salga de esta casa...; ¡ay, qué casa!... Nada hay que hacer aquí. Si va usted a Madrid tendré mucho gusto en acompañarla».

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Isidora manifestó deseos de marcharse pronto. Quiso dejar el dinero que había traído para pagar los atrasos de la pensión de Rufete, pero el Director no lo consintió. En cuanto a las ropas, tanto instó al bondadoso señor para que las admitiera, que este hubo de dejarlas, dando las gracias en nombre de los demás enfermos pobres que tanto las necesitaban.

Salieron Isidora y Augusto de la morada de la sinrazón y se alejaron silenciosos del tristísimo pueblo, en el cual casi todas las casas albergan dementes. Isidora no hablaba, y el charlatán Miquis, respetando su dolor, tan sólo indicó esto:

«En Carabanchel hallaremos coches. Dicen que van a poner un tranvía».

Al llegar al arroyo de Butarque, Miquis creyó oportuno distraer a su compañera de viaje, porque, realmente, ¿a qué conducía aquel llorar continuo, si nada podía remediarse? Era preciso hacer frente al dolor, fiero enemigo que se ceba en los débiles; convenía sobreponerse, pues... hacerse cargo de que... Tras estos emolientes que hicieron, como siempre, un efecto completamente nulo, Miquis habló de la belleza del primaveral día (que era uno de los hermosos de abril), del barranco de Butarque, a quien dio el nombre de oasis, y finalmente invitó a Isidora a descansar a la sombra de un espeso y verde olmo, porque picaba el sol y la jornada iba a ser un poco larga.

Sentados uno junto a otro, callaron largo rato, él contemplativo, dolorida ella. Miquis canturriaba entre dientes. Isidora cuidaba de ocultar sus pies para que Miquis no viera lo mal calzados que estaban.

«Isidora...

-¿Qué?

-No me acuerdo bien de una cosa. Ayude usted mi memoria. ¿Es cierto o no que en el Tomelloso nos tuteábamos?».

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Capítulo II

La Sanguijuelera

En el domicilio de su pariente y padrino, don José de Relimpio (de quien se hablará cuando sea menester), pasó Isidora la noche de aquel día de abril, esperando con impaciencia el amanecer del siguiente para visitar a Encarnación y a su hermanito, que habitaban en uno de los barrios más excéntricos de Madrid. La que llamaremos todavía, por respeto a la rutina, hija de Rufete, tenía la costumbre de representarse en su imaginación, de una manera muy viva, los acontecimientos antes que fueran efectivos. Si esperaba para determinada hora un suceso cualquiera que la interesase, visita, entrevista, escena, diversión, desde mediodía o medianoche antes el suceso tomaba en su mente formas de extraordinario relieve y color, desarrollándose con sus cuadros, lugares, perspectivas, personas, figuras, actitudes y lenguaje. Así, mucho antes del alba, Isidora, despierta y nerviosa, imaginaba estar en la casa de su tía y de su hermano; los veía como si los tuviera delante; hablaba con ellos preguntando y respondiendo, ya con seriedad, ya con risas, y oía las inflexiones de la voz de cada uno.

Las ocho serían cuando salió para hacer verdadero lo imaginado; pero como tenía que ir desde la calle de Hernán Cortés a la de Moratines, en el barrio de las Peñuelas, deteniéndose y preguntando por no conocer muy bien a Madrid, ya habían dado las diez cuando entró por el conocido y gigantesco paseo de Embajadores. No le fue difícil desde allí dar con la morada de su tía. A mano derecha hay una vía que empieza en calle y acaba en horrible desmonte, zanja, albañal o vertedero, en los bordes rotos y desportillados de la zona urbana. Antes de entrar por esta vía, Isidora hizo rápido examen del lugar en que se encontraba, y que no era muy de su gusto. Tenía, juntamente con el don de imaginar fuerte, la propiedad de extremar sus impresiones, recargándolas a veces hasta lo sumo; y así, lo que sus sentidos declaraban grande, su mente lo trocaba al punto en colosal; lo pequeño se le hacía minúsculo, y lo feo o bonito enormemente horroroso, o divino sobre toda ponderación.

Al ver, pues, las miserables tiendas, las fachadas mezquinas y desconchadas, los letreros innobles, los rótulos de torcidas letras, los faroles de aceite amenazando caerse; al ver también que multitud de niños casi desnudos jugaban en el fango, amasándolo para hacer bolas y otros divertimientos; al oír el estrépito de machacar sartenes, los berridos de pregones ininteligibles, el pisar fatigoso de bestias tirando de carros atascados, y el susurro de los transeúntes, que al dar cada paso lo marcaban con una grosería, creyó por un momento que estaba en la caricatura de una ciudad hecha de cartón podrido. Aquello no era aldea ni tampoco ciudad; era una piltrafa de capital, cortada y arrojada por vía de limpieza para que no corrompiera el centro.

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Y siguiendo en su manía de recargar las cosas, como viera correr por la calle-zanja aguas nada claras, que eran los residuos de varias industrias tintóreas, al punto le pareció que por allí abajo se despeñaban arroyuelos de sangre, vinagre y betún, junto con un licor verde que sin duda iba a formar ríos de veneno. Alzose con cuidadosa mano las faldas, y avanzó venciendo su repugnancia. No tuvo que andar mucho para encontrar la puerta que buscaba. Sí, allí era. Bien reconocía la muestra que años atrás estaba en la calle de la Torrecilla, y que decía clarito, con azules caracteres, Cacharrería. Reconoció también una amistad vieja en la otra tablita blanquecina, donde, jeroglíficamente, se anunciaba un importante comercio. ¡Cómo recordaba Isidora haber visto en su niñez la redoma pintada, en cuyo círculo aparecían nadando unas culebrillas, o curvas negras de todas formas, que servían de insignia industrial a Encarnación Guillén, conocida en distintos barrios con el nombre de la Sanguijuelera!

La puerta tenía una trampilla en la parte baja, la cual parecía servir de mostrador, de resguardo contra los perros y los chicos, y hasta de balcón en caso de que por allí, cosa no imposible, pasasen procesiones cívicas o religiosas. Isidora se había figurado que su tía (o más bien tía de su supuesta madre) estaría en la puerta; pero esto, como otras muchas cosas de las que imaginaba, no resultó cierto. Asomose a la tienda, y de un golpe de vista abarcó la menguada granjería, sacando consecuencias poco lisonjeras del estado pecuniario de Encarnación Guillén. ¡Cómo había descendido la infeliz de grado en grado, desde su gran comercio de loza y sanguijuelas de la antigua calle del Cofre, en tiempos desconocidos para Isidora, hasta aquel miserable ajuar de cacharros ordinarios! Y los anélidos que componían su escudo, ¿dónde estaban? ¡Oh!, no podían faltar; allí se los veía en enormes botellas, con la viscosa trompa o ventosa pegada al cristal, enroscados, aburridos, quietos, como si acecharan una víctima y esperasen a que entrara por la puerta. Isidora admiró después el orden y aseo con que todo estaba puesto y arreglado en tienda de tan poco fuste.

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Los pucheros de Alcorcón, los jarros de Talavera y Andújar, los botijos y la cristalería de Cadalso, las escobas, las cajas de arena y tierra de limpiar metales revelaban una mano tan hacendosa como inteligente. Ni faltaba un poco de arte en aquellos cuatro trebejos colocados sobre cuatro no muy iguales tablas. Pero lo que mejor declaraba la limpieza de Encarnación era un estantillo que a mano izquierda de la puerta estaba, y que contenía diversidad de artículos, compañeros infalibles del ramo de cacharrería. En un hueco había flor de malva, en otro cercano violetas secas, más allá greda para limpiar, adormideras, cerillas de cartón. Seguía el pimentón molido, que sirve para pintar la comida del pueblo, y luego los cañamones, de que se sustentan los pajarillos presos. El espliego se daba la mano con los estropajos, y no faltaban algunas resmas de papel picado con que las cocineras adornan los vasares. Entre tanta chuchería, Isidora encontró otro antiguo conocido, otra amistad de su infancia. Era un cartel que decía:

Ojo al Cristo.
Aquí murió el fiar
y el prestar también murió,
y fue porque le ayudó
a morir el mal pagar.

Isidora sabía de memoria esta composición epigramática de su tía, que terminaba así:

Si fío,
aventuro lo que es mío.
Y si presto,
al pagar ponen mal gesto.
Pues para librarme de esto,
ni doy, ni fío, ni presto.
 

Estas observaciones y recuerdos duraron segundos nada más. Isidora gritó: «¡Tía, tía!».

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Apareció entonces la Sanguijuelera, y tía y sobrina se abrazaron y besaron. La joven callaba llorando; la anciana empezó a charlar desde el primer momento, porque no había situación en que pudiese guardar silencio, y antes se la viera muerta que muda.

«¡Oh quimerilla!..., ya estás aquí... Pues mira, te esperaba hoy. Anoche supe que cerró el ojo Tomás... No te aflijas, paloma. Más vale así... ¿Qué vas a sacar de esos sentimientos? Siéntate... Espera que quite estos botijos... Si Tomás ya no vivía ¡el pobre! Bien lo dije yo hace cinco mil domingos: «Este acabará en Leganés». Nunca tuvo la cabeza buena, hija, y con sus locuras despachó a tu madre, aquella santa, aquella pasta de ángel, aquel coral de las mujeres... ¡Pobre Francisca, niña mía!

-¿Y Mariano?-dijo Isidora, que extrañaba no ver allí a su hermano.

-Está en el trabajo... Le he puesto a trabajar. ¡Hija, si me comía un carcañal!... Es más malo que Anás y Caifás juntos. No puedo hacer carrera de él. ¡Vaya, que ha salido una pieza colunaria!... Yo le llamo Pecado, porque parece que vino al mundo por obra y gracia del demonio. Me tiene asada el alma. ¿Sabes dónde está? Pues le puse en la fábrica de sogas de ese que llaman Diente, ¿estás?, y me trae dieciocho reales todas las semanas...

-¿Y no va a la escuela?-preguntó Isidora expresando no poco disgusto.

-¡Escuela! Que si quieres... ¿Y quién le sujeta a la escuela? Bueno es el niño. Ahí le puse en esa de los Herejes, donde dicen la misa por la tarde y el rosario por la mañana. Daban un panecillo a cada muchacho, y esto ayuda. Pero aguárdate; un día sí y otro no, me hacía novillos el tunante. Después le puse en los Católicos de ahí abajo, y se me escapaba a las pedreas... Es un purgatorio saltando. Nada, nada, a trabajar. ¡Qué puñales!..., no están los tiempos para mimos. Estoy muy mal de acá, hija. Ya ves este escenario. ¿Te acuerdas de mi establecimiento de la calle de la Torrecilla? ¡Aquéllos sí que eran tiempos majos! Pero tu divina familia me arrumbó; tu papaíto, que de Dios goce, ¡tres puñales, me trajo a esta miseria! ¡Ya ves qué polla estoy!; sesenta y ocho años, chiquilla, sesenta y ocho miércoles de Ceniza a la espalda. Toda la vida trabajando como el obispo y sin salir nunca de cristos a porras. Hoy ganado y mañana perdido. Todo se hace sal y agua. Eso sí, siempre tiesa como un ajo, y todavía, aquí dónde me ves, le acabo de dar una patada a la muerte porque el año pasado tuve una ronquera, pero una ronquera... Pues nada, Dios y la flor de malva aclararon el modo de hablar, y aquí me tienes. Soy la misma Sanguijuelera, más saludable que el tomillo, más fuerte que la puerta de Alcalá, siempre ligera para todo, siempre limpia como los chorros del oro, más fiera que el león del Retiro, si se ofrece, resignada con la mala suerte, sin deber nada a nadie, y más charlatana que todos los cómicos de Madrid».

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Era Encarnación Guillén la vieja más acartonada, más tiesa, más ágil y dispuesta que se pudiera imaginar. Por un fenómeno común en las personas de buena sangre y portentosa salud, conservaba casi toda su dentadura, que no cesaba de mostrarse entre su labios secos y delgados durante aquel charlar continuo y sin fatiga. Su nariz pequeña, redonda, arrugada y dura como una nuececita, no paraba un instante: tanto la movían los músculos de su cara pergaminosa, charolada por el fregoteo de agua fría que se daba todas las mañanas. Sus ojos, que habían sido grandes y hermosos, conservaban todavía un chispazo azul, como el fuego fatuo bailando sobre el osario. Su frente, surcada de finísimas rayas curvas que se estiraban o se contraían conforme iban saliendo las frases de la boca, se guarnecía de guedejas blancas. Con estos reducidos materiales se entretejía el más gracioso peinado de esterilla que llevaron momias en el mundo, recogido a tirones y rematado en una especie de ovillo, a quien no se podría dar con propiedad el nombre de moño. Dos palillos mal forrados en un pellejo sobrante eran los brazos, que no cesaban de moverse, amenazando tocar un redoble sobre la cara del oyente; y dos manos de esqueleto, con las falanges tan ágiles que parecían sueltas, no paraban en su fantástico girar alrededor de la frase, cual comentario gráfico de sus desordenados pensamientos. Vestía una falda de diversos pedazos bien cosidos y mejor remendados, mostrando un talle recto, liso, cual madero bifurcado en dos piernas. Tenía actitudes de gastador y paso de cartero.

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Era mujer de buena índole, aunque de genio tan turbulento y díscolo, que nadie que junto a ella estuviese podía vivir en paz. No había tenido hijos ni había sido casada. Crió a una sobrina, a quien quiso a su manera, que era un amor entreverado de pescozones y exigencias. La tal sobrina casó con Rufete, resultando de esta unión una desgraciada familia y el violentísimo odio que la Sanguijuelera profesaba a todos los Rufetes nacidos y por nacer. Aquel matrimonio de una mujer bondadosa y apocada con un hombre que tenía la más destornillada cabeza del orbe, consumió diferentes veces las economías y la paciencia de Encarnación, que era trabajadora y comerciante, y tenía sus buenas libretas del Monte de Piedad. «Todo se lo comió ese descosido de Rufete-decía-, ese holgazán con cabeza de viento. Mi comercio de la calle del Pez se hizo agua una noche para sacarle de la cárcel, cuando aquel feo negocio de los billetes de lotería. La cacharrería de la calle de la Torrecilla se resquebrajó después, y pieza por pieza se la fueron tragando el médico y el boticario, cuando cayó Francisca en la cama con la enfermedad que se la llevó. He ido mermando, mermando, y aquí me tienen, ¡qué puñales!, en este confesonario, donde no me puedo revolver. Quien se vio en aquellos locales, con aquellas anaquelerías y aquel mostrador donde había un cajón de dinero que sonaba a cosa rica..., verse ahora en este nido de urracas, con cuatro trastos, poca parroquia, y en un barrio donde se repican las campanas cuando se ve una peseta..., ¡qué puñ...!».

Francisca murió; Rufete fue encerrado en Leganés. De los dos hijos, Encarnación recogió al pequeñuelo, e Isidora partió al Tomelloso a vivir al amparo de su tío el Canónigo. De lo demás, algo sabe el lector, y el resto, que es mucho y bueno, irá saliendo.

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«¿Sabes que estás muy cesanta?»-dijo la Sanguijuelera, observando el vestido y las botas de Isidora, cosas que en verdad dejaban mucho que desear.

Isidora contestó con tristeza que su tío el Canónigo no era hombre de muchas liberalidades. Después la Sanguijuelera observó con malicia el rostro y talle de la joven, diciéndole:

«Pero estás guapa. Pues no lo parecías... Cuando niña tenías un empaque... Me acuerdo de verte en aquella casa..., ¡qué casa!... Era la jaula del león..., pues andabas por allí en pernetas con un mal faldellín. Parecías el Cristo de las enagüillas. ¡Qué flaqueza!, ¡qué color! Yo decía que te habían destetado con vinagre y que te daban tu ración en moscas... Vaya, vaya, en la Mancha has engordado..., ¡qué duras carnes!-añadió pellizcándola en diferentes partes de su cuerpo-. Y en la cara tienes ángel. De ojos no andamos mal. ¡Qué bonitos dientes tienes! Veremos si te duran como los míos. Mírate en este espejo».

Y le enseñó su doble fila de dientes, muy bien conservados para su edad. Isidora se aburría un poco. Mirando con tristeza a la calle, preguntó:

«¿En dónde está trabajando Mariano? Yo quiero verle.

-Si la vecina no tiene que hacer y quiere guardarme la tienda, iremos allá. No es a la vuelta de la esquina; pero yo ando más que un molino de viento... ¡Señá Agustina!...».

Gritó desde la puerta; pero como no respondiera al llamamiento su vecina, salió impaciente. No tardó cinco minutos en volver acompañada de una mujer joven y flacucha, insignificante, lacrimosa, horriblemente vestida, pero peinada con increíble esmero. Aquella gente tiene su lujo, su aseo y su elegancia de cejas arriba, y aunque se cubra de miserables trapos, no pueden faltar el moñazo empapado en grasa y bandolina, ni los rizos abiertos y planchados sobre la frente, como una guirnalda de negras plumas, pegada con goma. Arrastraba aquella mujer una astrosa bata de lana roja con cuadros negros, que parecía haber servido de alfombra en un salón de baile de Capellanes.

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«Guárdeme la tienda un ratito-le dijo la Sanguijuelera-, que voy con mi sobrina a un recado... ¿No conocía usted a mi sobrina? ¿Ve usted qué moza?... Isidora, esta señora es una amiga..., pared por medio. Se llama la señora A ti suspiramos, porque no resuella como no sea para lamentarse. Verdad es que ella está enferma, su marido es borracho, su padre ciego, y la casa, ¡qué puñales!, no está empedrada con pesetas...».

Agustina dio un conmovedor suspiro, seguido de dos expectoraciones. Con esto anunciaba un relato sentidísimo de sus desgracias. Pero la Sanguijuelera, cortándole la palabra, se echó un mantón sobre los hombros y salió con su sobrina, tomando el camino de la calle de las Amazonas, adonde llegaron pronto.

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Capítulo III

Pecado

«Ese tunante de Pecadillo-dijo la Sanguijuelera metiéndose por un portal obscuro-no sospecha que viene a verle su hermana. No te conocerá. Era un cachorro cuando te fuiste. Pero qué..., ¿no ves? Agárrate a mí, que yo veo en lo negro como las lechuzas».

Atravesaron un antro. Encarnación empujó una puerta. Halláronse en extraño local de techo tan bajo que sin dificultad cualquier persona de mediana estatura lo tocaba con la mano. Por la izquierda recibía la luz de un patio estrecho, elevadísimo, formado de corredores sobrepuestos, de los cuales descendía un rumor de colmena, indicando la existencia de pequeñas viviendas numeradas, o sea de casa celular para pobres. La escasa claridad que de aquella abertura, más que patio, venía, llegaba tan debilitada al local bajo, que era necesario acostumbrar la vista para distinguir los objetos; y aun después de ver bien, no se podía abarcar todo el recinto, sino la zona más cercana a la puerta, porque lo demás se perdía en ignoradas capacidades de sombra. Era como un gran túnel, del cual no se distinguía sino la parte escasamente iluminada por la boca. El fondo se perdía en la indeterminada cavidad fría de un callejón tenebroso. En la parte clara de tan extraño local había grandes fardos de cáñamo en rama, rollos de sogas blancas y flamantes, trabajo por hacer y trabajo rematado, residuos, fragmentos, recortes mal torcidos, y en el suelo y en todos los bultos una pelusa áspera, filamentos mil que después de flotar por el aire, como espectros de insectos o almas de mariposas muertas, iban a posarse aquí y allá, sobre la ropa, el cabello y la nariz de las personas.

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En el eje de aquel túnel que empezaba en luz y se perdía en tinieblas, había una soga tirante, blanca, limpia. Era el trabajo del día y del momento. El cáñamo se retorcía con áspero gemir, enroscándose lentamente sobre sí mismo. Los hilos montaban unos sobre otros, quejándose de la torsión violenta, y en toda su magnitud rectilínea había un estremecimiento de cosa dolorida y martirizada que irritaba los nervios del espectador, cual si también, al través de las carnes, los conductores de la sensibilidad estuviesen sometidos a una torsión semejante. Isidora lo sentía de esta manera, porque era muy nerviosa, y solía ver en las formas y movimientos objetivos acciones y estremecimientos de su propia persona.

Miraba sin comprender de dónde recibía su horrible retorcedura la soga trabajada. Allá en el fondo de aquella cisterna horizontal debía de estar la fuerza impulsora, alma del taller. Isidora puso atención, y en efecto, del fondo invisible venía un rumor hondo y persistente como el zumbar de las alas de colosal moscardón, zumbido semejante al de nuestros propios oídos, si tuviéramos por cerebro una gran bóveda metálica.

«Es la rueda-dijo la Sanguijuelera, adivinando la curiosidad de su sobrina y queriendo iniciarla en los misterios de aquella considerable industria.

-¡La rueda! ¿Y Mariano, dónde está?».

Miraba a todos lados y no veía ser vivo. Pero de pronto apareció un hombre, que salía de la oscuridad andando hacia atrás muy lentamente y con paso tan igual y uniforme como el de una máquina. En su cintura se enrollaba una gran madeja de cáñamo, de la cual, pasando por su mano derecha y manipulada por la izquierda, salía una hebra que se convertía instantáneamente en tomiza, retorcida por el invisible mecanismo. Aquel hombre del paso atrás, ovillo animado y huso con pies, era el principal obrero de la fábrica, y estaba armando los hilos para hacer otra soga.

«¿No está D. Juan?»-le preguntó la Sanguijuelera extrañando no ver allí al dueño del establecimiento.

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El huso vivo movió bruscamente la cabeza para decir que no, sin dignarse expresarlo de otro modo.

«¿Pero dónde está mi hermano?»-preguntó Isidora con angustia.

La anciana señaló a lo obscuro, diciendo con aterrador laconismo: «En la rueda».

Isidora echó a andar hacia adentro, dando la mano a su tía. A causa de los accidentes del piso y de la oscuridad, necesitaban apoyarse mutuamente. Anduvieron largo trecho tropezando. ¡Oh! La soga era larga, la caverna parecía interminable. En lo obscuro, aun se veía la cuerda blanca gimiendo, sola, tiesa, vibrante. Cuando las dos mujeres anduvieron un poco más, dejaron de ver la soga; pero oyeron más fuerte el zumbar de la rueda acompañado de ligeros chirridos. Se adivinaba el roce del eje sobre los cojinetes mal engrasados y el estremecimiento de las transmisiones, de donde obtenían su girar las roldanas, en las cuales estaban atadas las sogas. Pero nada se podía ver.

«¡Mariano, hermanito!-exclamó Isidora, que creía sentir su garganta apretada por uno de aquellos horribles dogales-. ¿En dónde estás? ¿Eres tú el que mueve esa rueda? ¿No estás cansado?».

No se oyó contestación. Pero el artefacto amenguaba la rapidez de su marcha. Las roldanas, las transmisiones, la rueda, se emperezaban como quien escucha.

«Pecado, ¿qué tal te va?»-gritó con bufonesco estilo la Sanguijuelera.

Y añadió, volviéndose a su sobrina:

«Es un holgazán. Así criará callos en las manos, y sabrá lo que es trabajar y lo que cuesta el pedazo de pan que se lleva a la boca... ¿Qué crees tú? Es buen oficio... No podía hacer carrera de este gandul. Todo el día jugando en el arroyo y en la praderilla. Al menos, que me gane para zapatos. Tiene más malicias que un Iscariote».

Desde el comienzo de este panegírico, redoblose bruscamente la marcha del mecanismo, y acreció el ruido hasta ser tal que parecían multiplicarse las transmisiones, las roldanas y los ejes.

«¡Mariano!-gritó Isidora extendiendo los brazos en la obscuridad-. ¡Para, para un momento y ven acá! Quiero abrazarte. Soy tu hermana, soy Isidora. ¿No me conoces ya?».

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El ruido volvió a ceder, y la maquinaria tomaba una lentitud amorosa.

«No puede pararse el trabajo»-dijo Encarnación.

Pero como realmente se detenía, oyose un grito del huso viviente que dijo: «¡Aire! ¡Aire a la rueda!».

Y en efecto, la rueda volvió a tomar su aire primero, su paso natural. Las dos mujeres callaron, consternada y atónita la joven, aburrida la vieja. Como había pasado algún tiempo desde su llegada al término de la caverna, los ojos de entrambas comenzaron a distinguir confusamente la silueta del gran disco de madera, que trazaba figura semejante a las extrañas aberraciones ópticas de la retina cuando cerramos los ojos deslumbrados por una luz muy viva.

«¿Ves aquellas dos centellitas que brillan junto a la rueda?... Son los ojos de Pecado...».

Isidora vio, en efecto, dos pequeñas ascuas. Su hermano la miraba.

«Pronto serán las doce-indicó la anciana-. Esperemos a que levanten el trabajo, y nos iremos los tres a comer».

La hora del descanso no se hizo esperar. Soltó el obrero el cáñamo, parose la rueda, y el que la movía salió lentamente del fondo negro, plegando los ojos a medida que avanzaba hacia la luz. Era un muchacho hermoso y robusto, como de trece años. Isidora le abrazó y le besó tiernamente, admirándose del desarrollo y esbeltez de su cuerpo, de la fuerza de sus brazos, y afligiéndose mucho al notar su cansancio, el sudor de su rostro encendido, la aspereza de sus manos, la fatiga de su respiración.

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«Es un gañán-dijo Encarnación examinándole la ropa con tanta severidad coma un juez que interroga al criminal ante el cuerpo del delito...-.Ya me ha roto los calzones... Ya verás, Holofernes, ya verás».

Turbado por la presencia y los cariños de su hermana, a quien no conocía, Mariano no despegaba sus labios. La miraba con atención semejante a la estupidez. Por último, dijo así con aspereza, remedando el hablar francote y brutal de la gente del bronce:

«Chicáaaa..., no me beses más, que no soy santo.

-A casa»-dijo la Sanguijuelera, saltando sobre el cáñamo.

Aquel día añadió Encarnación a su olla algo extraordinario. Comieron en la trastienda, que más bien era pasillo por donde la tienda se comunicaba con un patio. Durante el festín, que tuvo su añadidura de pimientos y su contera de pasas, no habría sido fácil explicar cómo con una sola boca podía la Sanguijuela engullir medianamente y hablar más que catorce diputados. Isidora, triste, cejijunta, ni hablaba ni hacía más que probar la comida. Observaba a ratos con gozo la voracidad de su hermano.

«Ya ves qué lindo buitre me ha puesto Dios en casa-decía Encarnación-. Es capaz de comerme el modo de andar, si le dejo. Él come y yo soy quien se harta; sí, me harto de trabajar para su señoría. Pero oye, león, ¿dirás algún día: «Ya no quiero más»?».

Pecado devoraba con el apetito insaciable de una bestia atada al pesebre, después de un día de atroz trabajo.

«Y tú, linda mocosa, ¿no comes?-añadió la vieja-. ¿O es que te has vuelto tan pava y tan persona decente que no te gustan estos guisos ordinarios? Vamos, que para otro día te pondré alas de ángel... Se conoce que allá en el Tomelloso se estila mucha finura».

Isidora no contestó. Parecía que estaba atormentada de una idea. Cuando se acabó la comida y se marchó Pecado para jugar un poco antes de volver al trabajo, Isidora, sin dejar su asiento y mirando a su tía, que a toda prisa levantaba manteles, le dijo:

«Tía Encarnación, tengo que hablar con usted una cosa.

-Aunque sean cuatro».

Como quien se quita una máscara, Isidora dejó su aspecto de sumisa mansedumbre, y en tono resuelto pronunció estas palabras:

«No quiero que mi hermano trabaje más en ese taller de maromas; no quiero y no quiero.

-Le señalarás una renta-replicó la anciana con ironía-¡Le pondrás coche! Y para mis pobres huesos, ¿no habrá un par de almohadones?

-No estoy de humor de bromas. Mi hermano y yo somos personas decentes...

-Ya lo creo...

-Pues claro.

-Pues turbio.

-Somos personas decentes.

-Y príncipes de Asturias.

-Aquel trabajo es para mulos, no para criaturas. Yo quiero que mi hermano vaya a la escuela.

-Y al colegio.

-Eso es, al colegio-replicó Isidora marcando sus afirmaciones con el puño sobre la endeble mesa-Yo lo quiero así..., y nada más».

¡Qué fierecilla! ¡Cómo hinchaba las ventanillas de su nariz, y qué fuertemente respiraba, y qué enérgica expresión de voluntad tomó su fisonomía! Todo esto lo pudo observar la Sanguijuelera sin dejar su ocupación. Amoscándose un poco, le dijo:

«¿Sabes que estás cargante, sobrina, con tus colegios y tus charoles? A ver, echa aquí lo que tengas en el bolsillo. ¿Crees que la gente se mantiene con cañamones? ¿Crees que hay colegios de a ochavo como los buñuelos? ¡Qué puño!... Dame guita y verás.

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-Tengo para no pordiosear.

-¿Te ha dado el Canónigo?

-Lo bastante para poner a Mariano en una escuela y para vestirme con decencia.

-¡Ah!, canóniga..., tú pitarás... Hablemos claro».

Y se sentó, haciendo silla de una tinaja rota. Puesto el codo en la mesilla y el hueso de la barba en la palma de la mano flaca, aguardó las explicaciones de su sobrina.

«Tía...-murmuró esta sintiendo mucha dificultad para iniciar la cosa grave que iba a decir-. Usted sabe que yo y Mariano... ¿Pero usted no lo sabe?

-No sé sino que sois un par de perchas que ya, ya. Nada habría perdido el mundo con que os hubierais quedado por allá..., en el Limbo. Venís de Tomás Rufete, y ya sé que de mala cepa no puede venir buen sarmiento.

-A eso voy, tía, a eso voy. Precisamente... Usted lo debe saber, como yo... Precisamente, ni yo ni mi hermano venimos de Tomás Rufete.

-Justo, justo; mi Francisca, mi ángel os parió por obra del Espíritu Santo, o del demonio.

-¿Para qué andar con farsas? No somos hijos de D. Tomás Rufete ni de D.ª Francisca Guillén. Esos dos señores, a quienes yo quiero mucho, muchísimo, no fueron nuestros padres verdaderos. Nos criaron fingiendo ser nuestros papás y llamándonos hijos, porque el mundo..., ¡qué mundo este!».

La Sanguijuelera cambió bruscamente de disposición y de tono. No palideció, por ser esto cosa impropia de la inanimada sustancia de los pergaminos; pero abrió los ojos, y empuñando el brazo de su sobrina, le golpeó el codo contra la mesa, y le dijo con ira:

«¿De dónde has sacado esas andróminas? ¿Quién te ha metido esa estopa en la cabeza?

-Mi tío el Canónigo.

-Me parece a mí que tu tío el Canónigo...

-Él me ha contado todo-afirmó Isidora con acento de profundísima convicción-. Usted se hace de nuevas, tía; usted me oculta lo que sabe...

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No se haga usted la tonta. ¿Es la primera vez que una señora principal tiene un hijo, dos, tres, y viéndose en la precisión de ocultarlos por motivos de familia, les da a criar a cualquier pobre, y ellos se crían y crecen y viven inocentes de su buen nacimiento, hasta que de repente un día, el día que menos se piensa, se acaban las farsas, se presentan los verdaderos padres?... Eso, ¿no se está viendo todos los días?

-En sesenta y ocho años no lo he visto nunca... Me parece que tú te has hartado de leer esos librotes que llaman novelas. ¡Cuánto mejor es no saber leer! Mírate en mi espejo. No conozco una letra... ni falta. Para mentiras, bastantes entran por las orejas... Pero acábame el cuento. Salimos con que sois hijos del Nuncio, con que una señorita principal os dio a criar, y desapareció...

-¡Usted lo sabe, usted lo sabe!-exclamó la joven rebosando alegría.

-No sé más sino que te caes de boba. Eres más sosa que la capilla protestante.

-Mi madre-declaró Isidora poniéndose la mano en el corazón, para comprimir, sin duda, un movimiento afectuoso demasiado vivo-, mi madre... fue hija de una marquesa».

Como un petardo que estalla, así reventó en estrepitosa risa la Sanguijuelera, apretándose la cintura y mostrando sus dos filas de dientes semisanos. Se desbarataba riendo, y después le acometió una tos de hilaridad que le hizo suspender el diálogo por más de un cuarto de hora. Algo confusa, Isidora esperó a que su tía volviese en sí de aquel síncope burlesco para seguir hablando. Por último, dijo con malísimo humor:

«¡Qué bien finge usted!

-Perdone vuecencia-replicó Encarnación en el tono más cómico del mundo-. Perdone vuecencia que no la hubiera conocido... Pero vuecencia tendrá que hacer diligencias y buscar papeles.

-Tengo papeles..., ¡y qué papeles!

-¿Quiere vuecencia que le preste dos reales?..., porque tendrá que untar escribanos.

-No creo que sea preciso, porque esta bien claro mi derecho.

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-Vuestra serenísima majestad cogerá una herencia, porque sin herencia todo sería pulgas, ¿verdad, hermosa?

-Mi madre no vive. Mi abuela sí.

-¡Ah!, ¿la abuelita de tu vuecencia vive? ¿Y quién es la señora pindonga?

-No se burle usted, tía. Esto es muy serio-declaró Isidora tocada en lo más vivo de su orgullo-. Es usted lo más atroz... Yo que venía a que me diese pormenores y su parecer...

-Voy a darte mi parecer, hijita de mi alma-repuso la Sanguijuelera levantándose-. Pues tú has querido que yo te dé pormenores..., pobre almita mía...».

En el rincón del pasillo había una larga caña que servía para descolgar los cacharros. Encarnación revolvió sus ojos buscándola.

«Vaya que ha sido una picardía haberle ocultado a estos angelitos que salieron del vientre de una marquesa».

Y tomó la caña.

«¡Quién será el dragón que ha querido birlarlos la herencia!... ¡A ese tunante le sacaría yo las entrañas!... Cuidado que engañar así a mis niños, haciéndolos pasar por hijos de un Rufete... Quitad allá, pillos, que mi niña es duquesa y mi niño es vizconde... ¡Re-puñales!».

Honradez y crueldad, un gran sentido para apreciar la realidad de las cosas, y un rigor extremado y brutal para castigar las faltas de los pequeños, sin dejar por eso de quererles, componían, con la verbosidad infinita, el carácter de Encarnación la Sanguijuelera. Su flaca pero fuerte mano empuñó la caña, y descargándola sin previo anuncio sobre la cabeza de su sobrina, la rompió al primer golpe. Puso el grito en el cielo la víctima, exclamando: «¡Pero, tía!...». La vieja recogió y unió los dos pedazos de la caña, de lo que resultaba que podía pegar más a gusto, y ¡zas!, emprendió una serie de cañazos tan fuertes, tan bien dirigidos, tan admirablemente repartidos por todo el cuerpo de Isidora, que esta, sin poder defenderse, gesticulaba, manoteaba, gemía, se dejaba caer en el suelo, se arrastraba, escondía la cabeza, se revolvía. Y en tanto la feroz vieja, incitada al castigo por el castigo mismo, encendíase más en furia a cada golpe, y los acompañaba de estas palabras:

«¡Toma, toma, toma duquesa, marquesa, puños, cachas!... Cabeza llena de viento... Vivirás en las mentiras como el pez en el agua, y serás siempre una pisahormigas... Malditos Rufetes, maldita ralea de chiflados... ¡Ah, puño!, si yo te cogiera por mi cuenta, con un pie de solfeos cada día te quitaría el polvo. Toma vanidad, toma lustre».

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Y cada palabra era un golpe y cada golpe un cardenal leve (es decir, subdiácono), un rasguño o moledura. Incapaz Isidora de desarmar a su verdugo, aunque lo intentó devolviendo cólera por cólera, hubo de rendirse al fin, y sucumbió diciendo con gemido: «Por Dios, tía, no me pegue usted más».

En sus veinte años, Isidora tenía menos fuerza que la sexagenaria Encarnación. Sin aliento yacía en tierra la víctima, recogiendo sus faldas y sacudiéndoles la tierra, tentándose en partes diversas para ver si tenía sangre, fractura o contusión grave, mientras la Sanguijuelera, respirando como un fuelle en plena actividad, arrojaba los vencedores pedazos de caña y alargaba su mano generosa a la víctima para ayudarla a levantarse.

«¡Cómo se conoce-dijo al fin la sobrina con vivísimo tono de desprecio-que no es usted persona decente!

-¡Más que tú, marquesa del pan pringao!-gritó la vieja, esgrimiendo de tal modo las manos, que Isidora vio los diez dedos de ella a punto de metérselos por los ojos.

-Usted no es mi tía. Usted no tiene mi sangre.

-Ni falta... A mucha honra... De gloria y descanso te sirva tu ducado, harta de miseria. Mira, como vuelvas aquí, ¿sabes lo que hago?

-¿Qué?-preguntó Isidora, sintiéndose con más fuerzas para rechazar un nuevo ataque.

-Pues si vuelves aquí, cojo la escoba... y te barro ¡qué puño!, te echo a la calle como se echa el polvo y cáscaras de fruta».

Isidora no dijo nada, y recobrándose marchó hacia la puerta. Abierta con trémula mano la trampilla, salió andando aprisa, cuesta arriba, en busca de la ronda de Embajadores, que debía conducirla a país civilizado. Temía que la vieja iría detrás injuriándola, y no se equivocó. La Sanguijuelera, echando la cabeza fuera de la puerta, la despedía con una carcajada que produjo siniestros ecos de hilaridad en toda la calle. Asomaban caras curiosas, frentes guarnecidas de rizos, bocas de amarillos dientes descubiertos hasta la raíz por estúpido asombro, bustos envueltos en pañuelos de distintos colores; y más de cuatro andrajosos chiquillos saltaron detrás de Isidora para festejarla con gritos y cabriolas.

Sin detenerse, la joven lanzó desde lo profundo de su alma, llena de pena y asco, estas palabras:

«¡Qué odioso, qué soez, qué repugnante es el pueblo!».

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Capítulo IV

El célebre Miquis

-I-

Salvo algunas ligeras neuralgias de cabeza, Isidora gozaba de excelente salud. Tan sólo era molestada de frecuentes y penosos insomnios, que a veces la hacían pasar de claro en claro las noches. La causa de esto parecía ser como una sed de su espíritu, que se fomentaba, sin aplacarse, de audaces previsiones de lo futuro, de un perpetuo imaginar hechos que pasarían, que tendrían que pasar, que no podían menos de tomar su puesto en las infalibles series de la realidad. Era una segunda vida encajada en la vida fisiológica y que se desarrollaba potente, construida por la imaginación, sin que faltase una pieza, ni un cabo, ni un accesorio.

En aquella segunda vida, Isidora se lo encontraba todo completo, sucesos y personas. Intervenía en aquellos, hablaba con estas. Las funciones diversas de la vida se cumplían detalladamente, y había maternidad, amistades, sociedad, viajes, todo ello destacándose sobre un fondo de bienestar, opulencia y lujo. Pasar de esta vida apócrifa a la primera auténtica, érale menos fácil de lo que parece. Era necesario que las de Relimpio, con quienes vivía, le hablasen de cosas comunes, que fuese muy grande el trabajo y empezase muy temprano el ruido de la máquina de coser, o que su padrino, el bondadosísimo D. José de Relimpio, le contase algo de su vida pasada. Como estuviera sola, Isidora se entregaba maquinalmente, sin notarlo, sin quererlo, sin pensar siquiera en la posibilidad de evitarlo, al enfermizo trabajo de la fabricación mental de su segunda vida.

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Cinco días después de su llegada a Madrid y a los cuatro de la escena con la Sanguijuelera, levantose Isidora más tarde que de costumbre, por haber dormido la mañana, y se arregló aprisa. Aquel día estrenaba unas botas. ¡Qué bonitas eran y qué bien le sentaban! Esto pensó ella poniéndoselas y recreándose en la pequeñez y configuración graciosa de sus pies, y dijo para sí con orgullo: «Hoy, al menos, no me verá con el horrible calzado roto que traje del Tomelloso». La vergüenza que sintió al mirar las botas viejas que en un rincón estaban, también muertas de vergüenza, no es para referida. Juró dar aquellos miserables despojos al primer pobre que a la puerta llegase.

Púsose su vestidillo negro, que a toda prisa se había hecho aquellos días, colocose el velito en la cabeza y hombros, mirándose al espejo con movimientos de pájaro, y se dispuso a salir. Antes abrió el balcón, y mirando a la calle, dijo: «Allí está ya. ¡Qué puntual y qué caballero es!».

Salió. Las de Relimpio le preguntaron que dónde iba.

«Voy en busca de mi tía»-repuso ella.

Y bajando la escalera decía para sí:

«He tenido que mentir. Cuando yo esté en mi posición, en mi verdadera posición, no diré jamás una mentira. ¡Cuánto me repugna lo que no es verdad!... ¿Pero qué pensaría esa gente si yo les dijera que voy de paseo con Miquis?... Es domingo, hoy no tiene clase, y anoche me dijo que quería enseñarme las cosas bonitas de Madrid, el Museo, el Retiro, la Castellana».

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Y volvió a mirarse las botitas. Los documentos de que se ha formado esta historia dicen que eran de becerro mate con caña de paño negro cruzada de graciosos pespuntes.

«Me han costado tres duros-pensó Isidora en los últimos peldaños-. Con siete del vestido son diez; seis que di a doña Laura a cuenta, son dieciséis. Aún me queda para vestir a Mariano y ponerlo en la escuela. Después el tío me mandará más, y después...».

Isidora vivía en el 23 de la calle de Hernán Cortés. Miquis se paseaba desde la lechería a la esquina de la calle de Hortaleza, y estaba embozado en su capa de vueltas rojas, porque si bien el día era claro y hermoso, se sentía fresco.

Saludáronse y emprendieron su marcha hacia el Retiro. Isidora, conforme a su costumbre de anticiparse a las ideas y a las intenciones de los demás, pensaba así durante los primeros pasos: «Ahora me va a decir que parezco otra, que me he transformado desde que estoy aquí...».

Pero también se equivocó esta vez, como otras muchas, porque Miquis habló de cosa muy distinta.

«Me parece-dijo-que yo conozco a esas de Relimpio. Las he visto en las regiones etéreas. ¿No entiendes? En el paraíso del Teatro Real.

-Sí, allá van alguna vez. Son dos chicas, Emilia y Leonor. Trabajan mucho, cosen a máquina; pero ganan tan poco... Me han cedido un cuartito con balcón a la calle. Antes no sé si lo ocupaba un señor sacerdote. Necesitan ayudarse las pobres. Son muy buenas. Mi padrino D. José es el tipo más célebre del mundo».

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Isidora rompió a reír, y después, haciendo gala de uno de sus talentos más brillantes, el de retratar en cuatro rasgos a una persona, se explicó así:

«¿No le conoces? Si le hubieras visto alguna vez no le olvidarías. Es un galán viejo con la cara sonrosada. Tiene un bigotito rubio que parece cabello de ángel, y hace pliegues con la boca... Los ojos son de almíbar; qué sé yo... Parecen dos uvas demasiado maduras. Usa un gorro con borla de oro, y es tan fino, tan relamido... Ha sido un tenorio, según dicen. Cose a máquina para ayudar a las chicas; pero su oficio es lo que llaman la Partida Doble. Se entretiene en poner todos los gastos en un libro grande, ¿sabes?... Es preciso que le conozcas.

-¿Hace falta médico en la casa?

-Hombre, sí. Doña Laura se queja de un dolor..., no sé dónde.

-Pues entraré contigo. Iré a hacerte una visita de ceremonia, diciendo que me manda tu tío el de Tomelloso.

-Ya veremos el modo de que entres».

Siguieron hablando de otras cosas, y avanzaban poco en su paseo, porque Isidora se detenía ante los escaparates para ver y admirar lo mucho y vario que en ellos hay siempre. También era motivo de sus detenciones el deseo oculto de mirarse en los cristales, pues es costumbre de las mujeres, y aun en los hombres, echarse una ojeada en las vitrinas, para ver si van tan bien como suponen o pretenden.

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En el Museo las impresiones de aquella singular joven fueron muy distintas, y sus ideas, levantando el vuelo, llegaron a zonas mucho más altas que aquella por donde andaban al rastrear en los muestrarios llenos de chucherías. Sin haber adquirido por lecturas noción alguna del verdadero arte, ni haber visto jamás sino mamarrachos, comprendía la superioridad de lo que a su vista se presentaba; y con admiración silenciosa, su vista iba de cuadro en cuadro, hallándolos todos, o casi todos, tan acabados y perfectos, que se prometió ir con frecuencia al edificio del Prado para saborear más aquel goce inefable que hasta entonces le fuera desconocido. Preguntó a Miquis si también en aquel sitio destinado a albergar lo sublime dejaban entrar al pueblo, y como el estudiante le contestara que sí, se asombró mucho de ello.

Llegaron por fin al Buen Retiro, cuyo lindo nombre ha querido en vano cambiarse con el insulso rótulo de Parque de Madrid. Allí las emociones de Isidora fueron una alegría casi infantil, un deseo vivo de correr, de despeinarse, de entrar descalza en los charcos de las acequias, de subir a las ramas en busca de nidos, de coger flores, de dormir a la sombra, de cantar. Aquella naturaleza hermosa, aunque desvirtuada por la corrección, despertaba en su impresionable espíritu instintos de independencia y de candoroso salvajismo. Pero bien pronto comprendió que aquello era un campo urbano, una ciudad de árboles y arbustos. Había calles, plazas y hasta manzanas de follaje. Por allí andaban damas y caballeros, no en facha de pastorcillos, ni al desgaire, ni en trenza y cabello, sino lo mismo que iban por las calles, con guantes, sombrilla, bastón. Prontamente se acostumbró el espíritu de ella a considerar el Retiro (que sólo conocía por vagos recuerdos de su niñez) como una ingeniosa adaptación de la Naturaleza a la cultura; comprendió que el hombre, que ha domesticado a las bestias, ha sabido también civilizar al bosque. Echando, pues, de su alma aquellos vagos deseos de correr y columpiarse, pensó gravemente de este modo: «Para otra vez que venga, traeré yo también mis guantes y mi sombrilla».

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Después de admirar el afeitado Parterre, fueron a dar la vuelta al estanque grande, que es un mar de bolsillo, como decía Miquis. Este la llevó luego por sitios escondidos y por las callejuelas y laberintos que están entre el estanque y la fuente de la China. Miquis estaba alegre como un niño, porque también en él, parroquiano constante del Retiro, hacía sentir su influjo la vegetación nueva de Primavera, los juegos del sol entre las ramas, el meneo de las hojas acariciándose, y aquel ambiente, compuesto de frescura y tibieza, que al mismo tiempo atemperaba el cuerpo y el alma. La capa le daba calor. Se la quitó arrojándola por tierra. Hizo después una almohada de ella y se tendió en el suelo. Isidora se sentó frente a él.

«¿Oyes los pájaros?-dijo Miquis-Son ruiseñores».

Isidora había oído hablar de los ruiseñores como cifra y resumen de toda la poesía de la Naturaleza; pero no los había oído. Estos artistas no iban nunca por la Mancha. Puso atención, creyendo oír odas y canciones, y su semblante expresaba un éxtasis melancólico, aunque a decir verdad lo que se oía era una conversación de miles de picos, un galimatías parlamentario-forestal, donde el músico más sutil no podría encontrar las endechas amorosas de que tanto se ha abusado en literatura. Miquis se echó a reír, y como si tuviera gusto en despoetizar la hermosa situación en que ambos se encontraban, dijo de improviso:

«Isidora, ayer he estado trabajando en el anfiteatro con el Dr. Martín Alonso desde las dos hasta las cinco. Éramos tres alumnos. Le ayudábamos a hacer la autopsia de un viejo que murió de corazón. ¡Si vieras, chica!...».

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