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Francisco de Quevedo / Historia de la vida del Buscón


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Y, por acabar, llegué al postrer capítulo, que decía así:

«Pero advirtiendo con ojos de piedad a que hay tres géneros de gentes en la república tan sumamente miserables que no pueden vivir sin los tales poetas, como son farsantes, ciegos y sacristanes, mandamos que pueda haber algunos oficiales públicos de esta arte, con tal que puedan tener carta de examen de los caciques de los poetas que fueren en aquellas partes, limitando a los poetas de farsantes que no acaben los entremeses con palos ni diablos, ni las comedias en casamientos, ni hagan las trazas con papeles o cintas, y a los de ciegos, que no sucedan en Tetuán los casos, desterrándoles estos vocablos: cristián, amada, humanal y pundonores; y mandándoles que, para decir la presente obra, no digan zozobra, y a los de sacristanes, que no hagan los villancicos con Gil ni Pascual, que no jueguen del vocablo, ni hagan los pensamientos de tornillo, que mudándoles el nombre, se vuelvan a cada fiesta. Y finalmente, mandamos a todos los poetas en común que se descarten de Júpiter, Venus, Apolo y otros dioses, so pena de que los tendrán por abogados a la hora de su muerte».

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A todos los que oyeron la premática pareció cuanto bien se puede decir, y todos me pidieron traslado de ella. Sólo el sacristanejo empezó a jurar por vida de las vísperas solemnes, introibo y Chiries, que era sátira contra él, por lo que decía de los ciegos, y que él sabía mejor lo que había de hacer que nadie. Y últimamente dijo:

-Hombre soy yo que he estado en un aposento con Liñán, y he comido más de dos veces con Espinel. Y que había estado en Madrid tan cerca de Lope de Vega como lo estaba de mí, y que había visto a don Alonso de Ercilla mil veces, y que tenía en su casa un retrato del divino Figueroa, y que había comprado los gregüescos que dejó Padilla cuando se metió fraile, y que hoy día los traía, y malos. Enseñólos, y dioles esto a todos tanta risa, que no querían salir de la posada.

Al fin, ya eran las dos, y como era forzoso el camino, salimos de Madrid. Yo me despedí de él, aunque me pesaba, y comencé a caminar para el puerto. Quiso Dios que porque no fuese pensando en mal, me topase con un soldado. Iba en cuerpo y en alma, el cuello en el sombrero, los calzones vueltos, la camisa en la espada, la espada al hombro, los zapatos en la faldriquera, alpargatas, y medias de lienzo, sus frascos en la pretina y un poco de órgano en cajas de hoja de lata para papeles. Luego trabamos plática; preguntóme si venía de la Corte; dije que de paso había estado en ella.

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-No está para más -dijo luego- que es pueblo para gente ruin. Más quiero, ¡voto a Cristo!, estar en un sitio, la nieve a la cinta, hecho un reloj, comiendo madera, que sufriendo las supercherías que se hacen a un hombre de bien. Y en llegando a ese lugarcito del diablo nos remiten a la sopa y al coche de los pobres en San Felipe donde cada día en corrillos se hace consejo de estado, y guerra en pie y desabrigada. Y en vida nos hacen soldados en pena por los cementerios, y si pedimos entretenimiento nos envían a la comedia, y si ventajas, a los jugadores. Y con esto, comidos de piojos y huéspedas, nos volvemos en este pelo a rogar a los moros y herejes con nuestros cuerpos.

A esto le dije yo que advirtiese que en la Corte había de todo, y que estimaban mucho a cualquier hombre de suerte.

-¿Qué estiman -dijo muy enojado- si he estado yo ahí seis meses pretendiendo una bandera, tras veinte años de servicios y haber perdido mi sangre en servicio del Rey, como lo dicen estas heridas?

Y quiso desatacarse. Y dije:

-Señor mío, desatacarse más es brindar a puto que enseñar heridas.

Creo que pretendía introducir en picazos algunas almorranas. Luego, en los calcañares, me enseñó otras dos señales, y dijo que eran balas, y yo saqué por otras dos mías que tengo que habían sido sabañones. Y las balas pocas veces se andan a roer zancajos. Estaba derrengado de algún palo que le dieron porque se dormía haciendo guarda y decía que era de un astillazo. Quitóse el sombrero y mostróme el rostro; calzaba dieciséis puntos de cara, que tantos tenía en una cuchillada que le partía las narices. Tenía otros tres chirlos que se la volvían mapa a puras líneas.

-Estas me dieron -dijo- defendiendo a París, en servicio de Dios y del Rey, por quien veo trinchado mi gesto, y no he recibido sino buenas palabras, que agora tienen lugar de malas obras. Lea estos papeles -me dijo-, por vida del licenciado, que no ha salido en campaña, ¡voto a Cristo!, hombre, ¡vive Dios!, tan señalado.

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Y decía verdad, porque lo estaba a puros golpes. Comenzó a sacar cañones de hoja de lata y a enseñarme papeles, que debían de ser de otro a quien había tomado el nombre. Yo los leí y dije mil cosas en su alabanza y que el Cid ni Bernardo no habían hecho lo que él. Saltó en esto y dijo:

-¿Cómo lo que yo? ¡Voto a Dios!, ni lo que García de Paredes, Julián Romero y otros hombres de bien, ¡pese al diablo! Sé que entonces no había artillería, ¡voto a Dios!, que no hubiera Bernardo para un hora en este tiempo. Pregunte V. Md. en Flandes por la hazaña del Mellado, y verá lo que le dicen.

-¿Es V. Md. acaso? -le dije yo.

Y él respondió:

-¿Pues qué otro? ¿No me ve la mella que tengo en los dientes? No tratemos de esto, que parece mal alabarse el hombre.

Yendo en estas conversaciones, topamos en un borrico un ermitaño, con una barba tan larga que hacía lodos con ella, macilento y vestido de paño pardo. Saludamos con el Deo gracias acostumbrado y empezó a alabar los trigos y en ellos la misericordia del Señor. Saltó el soldado, y dijo:

-¡Ah, padre!, más espesas he visto yo las picas sobre mí, y, ¡voto a Cristo!, que hice en el saco de Amberes lo que pude; sí, ¡juro a Dios!

El ermitaño le reprehendió que no jurase tanto, a lo cual dijo:

-Padre, bien se echa de ver que no es soldado, pues me reprehende mi propio oficio.

Diome a mí gran risa de ver en lo que ponía la soldadesca, y eché de ver que era algún picarón gallina, porque ya entre soldados no hay costumbre más aborrecida de los de más importancia, cuando no de todos. El ermitaño le dijo:

-Y ¿dónde dejó V. Md. el saco de Amberes, que ese me parece de las Navas-, y que sería de más abrigo el de Amberes.

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Rióse mucho el soldado de la pregunta, y el ermitaño de su desnudez, y con tanto llegamos a la falda del puerto, el ermitaño rezando el rosario de una carga de leña hecha bolas, de manera que a cada avemaría sonaba un cabe; el soldado iba comparando las peñas a los castillos que había visto, y mirando cuál lugar era fuerte y a dónde se había de plantar la artillería. Yo iba mirando tanto el rosariazo del ermitaño, con las cuentas frisonas, como la espada del soldado.

-¡Oh, cómo volaría yo con pólvora gran parte de este puerto -decía-, y hiciera buena obra a los caminantes!

-No hay tal como hacer buenas obras -decía el santero. Y pujaba un suspiro por remate. Iba entre sí rezando a silbos oraciones de culebra.

En estas cosas divertidos, llegamos a Cercedilla. Entramos en la posada todos tres juntos, ya anochecido; mandamos aderezar la cena -era viernes-, y entre tanto, el ermitaño dijo:

-Entretengámonos un rato, que la ociosidad es madre de los vicios; juguemos avemarías.

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Y dejó caer de la manga el descuadernado. Diome a mí gran risa al ver aquello, considerando en las cuentas. El soldado dijo:

-No, sino juguemos hasta cien reales que yo traigo, en amistad.

Yo, codicioso, dije que jugaría otros tantos, y el ermitaño, por no hacer mal tercio, aceptó, y dijo que allí llevaba el aceite de la lámpara, que eran hasta doscientos reales. Yo confieso que pensé ser su lechuza y bebérsele, pero ansí le sucedan todos sus intentos al turco.

Fue el juego al parar, y lo bueno fue que dijo que no sabía el juego y hizo que se le enseñásemos. Dejónos el bienaventurado hacer dos manos, y luego nos la dio tal que no dejó blanca en la mesa. Heredónos en vida; retiraba el ladrón con las ancas de la mano que era lástima. Perdía una sencilla y acertaba doce maliciosas. El soldado echaba a cada suerte doce votos y otros tantos peses, aforrados en por vidas. Yo me comí las uñas y el fraile ocupaba las suyas en mi moneda. No dejaba santo que no llamaba; nuestras cartas eran como el Mesías, que nunca venían y las aguardábamos siempre.

Acabó de pelarnos; quisímosle jugar sobre prendas, y él, tras haberme ganado a mí seiscientos reales, que era lo que llevaba, y al soldado los ciento, dijo que aquello era entretenimiento, y que éramos prójimos, y que no había de tratar de otra cosa.

-No juren -decía-, que a mí, porque me encomendaba a Dios, me ha sucedido bien.

Y como nosotros no sabíamos la habilidad que tenía de los dedos a la muñeca, creímoslo, y el soldado juró de no jurar más, y yo de la misma suerte.

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-¡Pesia tal! -decía el pobre alférez (que él me dijo entonces que lo era)-, entre luteranos y moros me he visto, pero no he padecido tal despojo.

Él se reía a todo esto. Tornó a sacar el rosario para rezar. Yo, que no tenía ya blanca, pedíle que me diese de cenar, y que pagase hasta Segovia la posada por los dos, que íbamos in puribus. Prometió hacerlo. Metióse sesenta huevos, ¡no vi tal en mi vida! Dijo que se iba a acostar.

Dormimos todos en una sala con otra gente que estaba allí porque los aposentos estaban tomados para otros. Yo me acosté con harta tristeza, y el soldado llamó al huésped y le encomendó sus papeles en las cajas de lata que los traía, y un envoltorio de camisas jubiladas. Acostámonos; el padre se persinó, y nosotros nos santiguamos de él. Durmió; yo estuve desvelado trazando cómo quitarle el dinero. El soldado hablaba entre sueños de los cien reales, como si no estuvieran sin remedio.

Hízose hora de levantar. Pedí yo luz muy aprisa; trujéronla, y el huésped el envoltorio al soldado, y olvidáronsele los papeles. El pobre alférez hundió la casa a gritos pidiendo que le diese los servicios. El huésped se turbó, y como todos decíamos que se los diese, fue corriendo y trujo tres bacines, diciendo:

-He ahí para cada uno el suyo. ¿Quieren más servicios?

Que él entendió que nos habían dado cámaras [diarrea]. Aquí fue ella, que se levantó el soldado con la espada tras el huésped, en camisa, jurando que le había de matar porque hacía burla de él, que se había hallado en la Naval San Quintín y otras, trayendo servicios en lugar de papeles que le había dado. Todos salimos tras él a tenerle, y aun no podíamos.

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Decía el huésped:

-Señor, su merced pidió servicios; yo no estoy obligado a saber que en lengua soldada se llaman así los papeles de las hazañas.

Apaciguámoslos, y tornamos al aposento. El ermitaño, receloso, se quedó en la cama, diciendo que le había hecho mal el susto. Pagó por nosotros y salímonos del pueblo para el puerto, enfadados del término del ermitaño y de ver que no le habíamos podido quitar el dinero.

Topamos con un genovés, digo con uno de estos antecristos de las monedas de España, que subía el puerto con un paje detrás, y él con su guardasol, muy a lo dineroso. Trabamos conversación con él; todo lo llevaba a materia de maravedís, que es gente que naturalmente nació para bolsas. Comenzó a nombrar a Visanzón, y si era bien dar dineros o no a Visanzón, tanto que el soldado y yo le preguntamos que quién era aquel caballero. A lo cual respondió, riéndose:

-Es un pueblo de Italia, donde se juntan los hombres de negocios, que acá llamamos fulleros de pluma, a poner los precios por donde se gobierna la moneda.

De lo cual sacamos que en Visanzón se lleva el compás a los músicos de uña. Entretúvonos el camino contando que estaba perdido porque había quebrado un cambio, que le tenía más de sesenta mil escudos. Y todo lo juraba por su conciencia, aunque yo pienso que conciencia en mercader es como virgo en cantonera, que se vende sin haberle. Nadie, casi, tiene conciencia, de todos los de este trato; porque, como oyen decir que muerde por muy poco, han dado en dejarla con el ombligo en naciendo.

En estas pláticas vimos los muros de Segovia, y a mí se me alegraron los ojos, a pesar de la memoria, que con los sucesos de Cabra me contradecía el contento. Llegué al pueblo, y a la entrada vi a mi padre en el camino, aguardando ir en bolsas, hechos cuartos, a Josafad. Enternecíme, y entré algo desconocido de como salí, con punta de barba, bien vestido.

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Dejé la compañía, y considerando en quién conocería a mi tío -fuera del rollo- mejor en el pueblo, no hallé nadie de quien echar mano. Lleguéme a mucha gente a preguntar por Alonso Ramplón y nadie me daba razón de él, diciendo que no le conocían. Holgué mucho de ver tantos hombres de bien en mi pueblo, cuando, estando en esto, oí al precursor de la penca hacer de garganta y a mi tío de las suyas. Venía una procesión de desnudos, todos descaperuzados, delante de mi tío, y él, muy haciéndose de pencas, con una en la mano tocando un pasacalles públicas en las costillas de cinco laúdes, sino que llevaban sogas por cuerdas. Yo, que estaba notando esto con un hombre a quien había dicho, preguntando por él, que era yo un gran caballero, veo a mi buen tío que echando en mí los ojos (por pasar cerca), arremetió a abrazarme, llamándome sobrino. Penséme morir de vergüenza; no volví a despedirme de aquel con quien estaba. Fuime con él, y díjome:

-Aquí te podrás ir mientras cumplo con esta gente; que ya vamos de vuelta y hoy comerás conmigo.

Yo, que me vi a caballo, y que en aquella sarta parecería punto menos de azotado, dije que le aguardaría allí; y así, me aparté tan avergonzado, que a no depender de él la cobranza de mi hacienda, no lo hablara más en mi vida ni pareciera entre gentes. Acabó de repasarles las espaldas, volvió y llevóme a su casa, donde me apeé y comimos.

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Capítulo IV

Del hospedaje de su tío, y visitas; la cobranza de su hacienda y vuelta a la corte

Tenía mi buen tío su alojamiento junto al matadero, en casa de un aguador. Entramos en ella, y díjome:

-No es alcázar la posada, pero yo os prometo, sobrino, que es a propósito para dar expediente a mis negocios.

Subimos por una escalera, que sólo aguardé a ver lo que me sucedía en lo alto, para si se diferenciaba en algo de la horca. Entramos en un aposento tan bajo que andábamos por él como quien recibe bendiciones, con las cabezas bajas. Colgó la penca en un clavo, que estaba con otros de que colgaban cordeles, lazos, cuchillos, escarpias y otras herramientas del oficio. Díjome que por qué no me quitaba el manteo y me sentaba; yo le dije que no lo tenía de costumbre. Dios sabe cuál estaba de ver la infamia de mi tío, el cual me dijo que había tenido ventura en topar con él en tan buena ocasión, porque comería bien, que tenía convidados unos amigos.

En esto entró por la puerta, con una ropa hasta los pies morada, uno de los que piden para las ánimas, y haciendo son con la cajita, dijo:

-Tanto me han valido a mí las ánimas hoy como a ti los azotados: encaja.

Hiciéronse la mamona el uno al otro. Arremangóse el desalmado animero el sayazo, y quedó con unas piernas zambas en gregüescos de lienzo, y empezó a bailar y decir que si había venido Clemente. Dijo mi tío que no, cuando, Dios y enhorabuena, devanado en un trapo y con unos zuecos, entró un chirimía de la bellota, digo, un porquero. Conocíle por el (hablando con perdón) cuerno que traía en la mano. Saludónos a su manera, y tras él entró un mulato zurdo y bizco, un sombrero con más falda que un monte y más copa que un nogal, la espada con más gavilanes que la caza del Rey, un coleto de ante. Traía la cara de punto, porque a puros chirlos la tenía toda hilvanada.

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Entró y sentóse, saludando a los de casa, y a mi tío le dijo:

-A fe, Alonso, que lo han pagado bien el Romo y el Garroso.

Saltó el de las ánimas, y dijo:

-Cuatro ducados di yo a Flechilla, verdugo de Ocaña, porque aguijase el burro, y porque no llevase la penca de tres suelas cuando me palmearon.

-¡Vive Dios! -dijo el corchete-, que se lo pagué yo sobrado a Juanazo en Murcia, porque iba el borrico con un paseo de pato y el bellaco me los asentó de manera que no se levantaron sino ronchas.

Y el porquero, concomiéndose, dijo:

-Con virgo están mis espaldas.

-A cada puerco le viene su San Martín -dijo el demandador.

-De eso me puedo alabar yo -dijo mi buen tío- entre cuantos manejan la zurriaga, que al que se me encomienda hago lo que debo. Sesenta me dieron los de hoy y llevaron unos azotes de amigo, con penca sencilla.

Yo, que vi cuán honrada gente era la que hablaba mi tío, confieso que me puse colorado, de suerte que no pude disimular la vergüenza. Echómelo de ver el corchete, y dijo:

-¿Es el padre el que padeció el otro día, a quien se dieron ciertos empujones en el envés?

Yo respondí que no era hombre que padecía como ellos. En esto, se levantó mi tío y dijo:

-Es mi sobrino, maeso en Alcalá, gran supuesto.

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Pidiéronme perdón y ofreciéronme toda caricia. Yo rabiaba ya por comer y por cobrar mi hacienda y huir de mi tío. Pusieron las mesas, y por una soguilla, en un sombrero, como suben la limosna los de la cárcel, subían la comida de un bodegón que estaba a las espaldas de la casa, en unos mendrugos de platos y retacillos de cántaros y tinajas. No podrá nadie encarecer mi sentimiento y afrenta. Sentáronse a comer; en cabecera el demandador, diciendo: «La Iglesia en mejor lugar; siéntese, padre». Echó la bendición mi tío y, como estaba hecho a santiguar espaldas, parecían más amagos de azotes que de cruces. Y los demás nos sentamos sin orden. No quiero decir lo que comimos; sólo que eran todas cosas para beber. Sorbióse el corchete tres de puro tinto. Brindóme a mí el porquero; me las cogía al vuelo y hacía más razones que decíamos todos. No había memoria de agua, y menos voluntad de ella.

Parecieron en la mesa cinco pasteles de a cuatro, y tomando un hisopo, después de haber quitado las hojaldres, dijeron un responso todos, con su requiem aeternam, por el ánima del difunto cuyas eran aquellas carnes. Dijo mi tío:

-Ya os acordáis, sobrino, lo que os escribí de vuestro padre.

Vínoseme a la memoria; ellos comieron, pero yo pasé con los suelos solos, y quedéme con la costumbre, y así, siempre que como pasteles, rezo una avemaría por el que Dios haya.

Menudeóse sobre dos jarros, y era de suerte lo que hicieron el corchete y el de las ánimas, que se pusieron las suyas tales, que trayendo un plato de salchichas que parecía de dedos de negro, dijo uno:

-¡Qué mulata está la olla!

Ya mi tío estaba tal, que alargando la mano y asiendo una, dijo con la voz algo áspera y ronca, el un ojo medio acostado y el otro nadando en mosto:

-Sobrino, por este pan de Dios que crió a su imagen y semejanza, que no he comido en mi vida mejor carne tinta.

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Yo que vi al corchete que, alargando la mano, tomó el salero y dijo: «Caliente está este caldo», y que el porquero se llevó el puño de sal, diciendo: «Es bueno el avisillo para beber», y se lo chocló en la boca, comencé a reír por una parte y a rabiar por otra.

Trujeron caldo, y el de las ánimas tomó con entrambas manos una escudilla, diciendo: «Dios bendijo la limpieza», y alzándola para sorberla, por llevarla a la boca, se la puso en el carrillo, y volcándola, se asó en caldo y se puso todo de arriba abajo que era vergüenza. Él, que se vio así, fuese a levantar, y como pesaba algo la cabeza, quiso ahirmar sobre la mesa, que era de estas movedizas; trastornóla, y manchó a los demás, y tras esto decía que el porquero le había empujado. El porquero que vio que el otro se le caía encima, levantóse, y alzando el instrumento de hueso, le dio con él una trompetada. Asiéronse a puños, y, estando juntos los dos y teniéndole el demandador mordido de un carrillo, con los vuelcos y alteración, el porquero vomitó cuanto había comido en las barbas del de la demanda. Mi tío, que estaba más en su juicio, decía que quién había traído a su casa tantos clérigos. Yo que los vi que ya, en suma, multiplicaban, metí en paz la brega, desasí a los dos, y levanté del suelo al corchete, el cual estaba llorando con gran tristeza, eché a mi tío en la cama, el cual hizo cortesía a un velador de palo que tenía, pensando que era convidado. Quité el cuerno al porquero, el cual, ya que dormían los otros, no había hacerle callar, diciendo que le diesen su cuerno, porque no había habido jamás quien supiese en él más tonadas y que le quería tañer con el órgano. Al fin, yo no me aparté de ellos hasta que vi que dormían.

Salíme de casa; entretúveme a ver mi tierra toda la tarde, pasé por la casa de Cabra, tuve nueva de que ya era muerto, y no cuidé de preguntar de qué sabiendo que hay hambre en el mundo. Torné a casa a la noche, habiendo pasado cuatro horas, y hallé al uno despierto y que andaba a gatas por el aposento buscando la puerta, y diciendo que se les había perdido la casa. Levantéle, y dejé dormir a los demás hasta las once de la noche que despertaron; y esperezándose, preguntó mi tío que qué hora era. Respondió el porquero (que aún no la había desollado) que no era nada sino la siesta y que hacía grandes bochornos. El demandador, como pudo, dijo que le diesen su cajilla:

-«Mucho han holgado las ánimas para tener a su cargo mi sustento»; y fuese, en lugar de ir a la puerta, a la ventana, y como vio estrellas, comenzó a llamar a los otros con grandes voces, diciendo que el cielo estaba estrellado a mediodía, y que había un gran eclís [eclipse]. Santiguáronse todos y besaron la tierra.

Bearbeitet von Rita
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Yo, que vi la bellaquería del demandador, escandalicéme mucho, y propuse de guardarme de semejantes hombres. Con estas vilezas y infamias que veía yo, ya me crecía por puntos el deseo de verme entre gente principal y caballeros. Despachélos a todos uno por uno lo mejor que pude, acosté a mi tío, que aunque no tenía zorra tenía raposa, y yo acomodéme sobre mis vestidos y algunas ropas de los que Dios tenga que estaban por allí.

Pasamos de esta manera la noche. A la mañana traté con mi tío de reconocer mi hacienda y cobrarla. Despertó diciendo que estaba molido y que no sabía de qué. El aposento estaba, parte con las enjaguaduras de las monas, parte con las aguas que habían hecho de no beberlas, hecho una taberna de vinos de retorno. Levantóse, tratamos largo en mis cosas, y tuve harto trabajo por ser hombre tan borracho y rústico. Al fin, le reduje a que me diera noticia de parte de mi hacienda, aunque no de toda, y así, me la dio de unos trescientos ducados que mi buen padre había ganado por sus puños, y dejádolos en confianza de una buena mujer a cuya sombra se hurtaba diez leguas a la redonda.

Por no cansar a V. Md., vengo a decir que cobré y embolsé mi dinero, el cual mi tío no había bebido ni gastado, que fue harto para ser hombre de tan poca razón, porque pensaba que yo me graduaría con este, y que estudiando, podría ser cardenal, que como estaba en su mano hacerlos, no lo tenía por dificultoso. Díjome, en viendo que los tenía:

-Hijo Pablos, mucha culpa tendrás si no medras y eres bueno, pues tienes a quién parecer. Dinero llevas, yo no te he de faltar, que cuanto sirvo y cuanto tengo, para ti lo quiero.

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Agradecíle mucho la oferta. Gastamos el día en pláticas desatinadas y en pagar las visitas a los personajes dichos. Pasaron la tarde en jugar a la taba mi tío, el porquero, y demandador. Este jugaba misas como si fuera otra cosa. Era de ver cómo se barajaban la taba: cogiéndola en el aire al que la echaba, y meciéndola en la muñeca, se la tornaban a dar. Sacaban de taba como de naipe para la fábrica de la sed, porque había siempre un jarro en medio.

Vino la noche; ellos se fueron; acostámonos mi tío y yo cada uno en su cama, que ya había prevenido para mí un colchón. Amaneció y, antes que él despertase, yo me levanté y me fui a una posada, sin que me sintiese; torné a cerrar la puerta por de fuera y echéle la llave por una gatera.

Como he dicho, me fui a un mesón a esconder y aguardar comodidad para ir a la Corte. Dejéle en el aposento una carta cerrada, que contenía mi ida y las causas, avisándole que no me buscase, porque eternamente no lo había de ver.

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Capítulo V
 

De su huida, y los sucesos en ella hasta la Corte

Partía aquella mañana del mesón un arriero con cargas a la Corte. Llevaba un jumento; alquilómele, y salíme a aguardarle a la puerta fuera del lugar. Salió, espetéme en el dicho y empecé mi jornada. Iba entre mí diciendo: «Allá quedarás, bellaco, deshonrabuenos, jinete de gaznates». Consideraba yo que iba a la Corte, adonde nadie me conocía, que era la cosa que más me consolaba, y que había de valerme por mi habilidad allí. Propuse de colgar los hábitos en llegando, y de sacar vestidos nuevos cortos al uso. Pero volvamos a las cosas que el dicho de mi tío hacía, ofendido con la carta que decía en esta forma:

«Señor Alonso Ramplón: tras haberme Dios hecho tan señaladas mercedes como quitarme de delante a mi buen padre y tener a mi madre en Toledo, donde, por lo menos sé que hará humo, no me faltaba sino ver hacer en V. Md. lo que en otros hace. Yo pretendo ser uno de mi linaje, que dos es imposible, si no vengo a sus manos, y trinchándome, como hace a otros. No pregunte por mí ni me nombre, porque me importa negar la sangre que tenemos. Sirva al Rey y a Dios».

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No hay que encarecer las blasfemias y oprobios que diría contra mí. Volvamos a mi camino. Yo iba caballero en el rucio de la Mancha, y bien deseoso de no topar nadie, cuando desde lejos vi venir un hidalgo de portante, con su capa puesta, espada ceñida, calzas atacadas y botas, y al parecer bien puesto, el cuello abierto más de roto que de molde, el sombrero de lado. Sospeché que era algún caballero que dejaba atrás su coche; y ansí, emparejando le saludé.

Miróme y dijo:

-Irá V. Md., señor licenciado, en ese borrico con harto más descanso que yo con todo mi aparato.

Yo, que entendí que lo decía por coche y criados que dejaba atrás, dije:

-En verdad, señor, que lo tengo por más apacible caminar que el del coche, porque aunque V. Md. vendrá en el que trae detrás con regalo, aquellos vuelcos que da inquietan.

-¿Cuál coche detrás? -dijo él muy alborotado.

Y al volver atrás, como hizo fuerza, se le cayeron las calzas, porque se le rompió una agujeta que traía, la cual era tan sola que, tras verme muerto de risa de verle, me pidió una prestada. Yo, que vi que de la camisa no se veía sino una ceja, y que traía tapado el rabo de medio ojo, le dije:

-Por Dios, señor, si V. Md. no aguarda a sus criados, yo no puedo socorrerle, porque vengo también atacado únicamente.

-Si hace V. Md. burla -dijo él, con las cachondas de la mano-, vaya, porque no entiendo eso de los criados.

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Y aclaróseme tanto en materia de ser pobre, que me confesó, a media legua que anduvimos, que si no le hacía merced de dejarle subir en el borrico un rato no le era posible pasar adelante, por ir cansado de caminar con las bragas en los puños; y movido a compasión, me apeé, y como él no podía soltar las calzas, húbele yo de subir. Y espantóme lo que descubrí en el tocamiento, porque por la parte de atrás, que cubría la capa, traía las cuchilladas con entretelas de nalga pura. Él, que sintió lo que le había visto, como discreto, se previno diciendo:

-Señor licenciado, no es oro todo lo que reluce. Debióle parecer a V. Md., en viendo el cuello abierto y mi presencia, que era un conde de Irlos. Como de estas hojaldres cubren en el mundo lo que V. Md. ha tentado.

Yo le dije que le aseguraba de que me había persuadido a muy diferentes cosas de las que veía.

-Pues aún no ha visto nada V. Md. -replicó-, que hay tanto que ver en mí como tengo, porque nada cubro. Veme aquí V. Md. un hidalgo hecho y derecho, de casa de solar montañés, que si como sustento la nobleza me sustentara, no hubiera más que pedir. Pero ya, señor licenciado, sin pan y carne no se sustenta buena sangre, y por la misericordia de Dios, todos la tienen colorada y no puede ser hijo de algo el que no tiene nada. Ya he caído en la cuenta de las ejecutorias, después que hallándome en ayunas un día, no me quisieron dar sobre ella en un bodegón dos tajadas; pues, ¡decir que no tiene letras de oro! Pero más valiera el oro en las píldoras que en las letras, y de más provecho es. Y con todo, hay muy pocas letras con oro. He vendido hasta mi sepultura, por no tener sobre qué caer muerto, que la hacienda de mi padre Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero (que todos estos nombres tenía) se perdió en una fianza. Sólo el don me ha quedado por vender y soy tan desgraciado que no hallo nadie con necesidad de él, pues quien no le tiene por ante le tiene por postre, como el remendón, azadón, pendón, blandón, bordón y otros así.

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Confieso que, aunque iban mezcladas con risa, las calamidades del dicho hidalgo me enternecieron. Preguntéle cómo se llamaba y adónde iba y a qué. Dijo que todos los nombres de su padre: don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán. No se vio jamás nombre tan campanudo, porque acababa en dan y empezaba en don, como son de badajo. Tras esto dijo que iba a la Corte, porque un mayorazgo roído como él en un pueblo corto, olía mal a dos días, y no se podía sustentar, y que por eso se iba a la patria común, adonde caben todos y adonde hay mesas francas para estómagos aventureros.

-Y nunca, cuando entro en ella, me faltan cien reales en la bolsa, cama, de comer y refocilo de lo vedado, porque la industria en la Corte es piedra filosofal, que vuelve en oro cuanto toca.

Yo vi el cielo abierto, y en son de entretenimiento para el camino, le rogué que me contase cómo y con quiénes y de qué manera viven en la Corte los que no tenían, como él, porque me parecía dificultoso en este tiempo, que no solo se contenta cada uno con sus cosas, sino que aun solicitan las ajenas.

-Muchos hay de esos -dijo-, y muchos de estos otros. Es la lisonja llave maestra, que abre a todas voluntades en tales pueblos. Y porque no se le haga dificultoso lo que digo, oiga mis sucesos y mis trazas, y se asegurará de esa duda.

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Capítulo VI
 

En que prosigue el camino y lo prometido de su vida y costumbres

«-Lo primero ha de saber que en la Corte hay siempre el más necio y el más sabio, más rico y más pobre, y los extremos de todas las cosas; que disimula los malos y esconde los buenos, y que en ella hay unos géneros de gentes como yo, que no se les conoce raíz ni mueble, ni otra cepa de la que descienden los tales. Entre nosotros nos diferenciamos con diferentes nombres; unos nos llamamos caballeros hebenes; otros, hueros, chanflones, chirles, traspillados y caninos. Es nuestra abogada la industria; pagamos las más veces los estómagos de vacío, que es gran trabajo traer la comida en manos ajenas. Somos susto de los banquetes, polilla de los bodegones, cáncer de las ollas y convidados por fuerza. Sustentámonos así del aire, y andamos contentos. Somos gente que comemos un puerro y representamos un capón. Entrará uno a visitarnos en nuestras casas, y hallará nuestros aposentos llenos de huesos de carnero y aves, mondaduras de frutas, la puerta embarazada con plumas y pellejos de gazapos; todo lo cual cogemos de parte de noche por el pueblo para honrarnos con ello de día. Reñimos en entrando el huésped: «¿Es posible que no he de ser yo poderoso para que barra esa moza? Perdone V. Md., que han comido aquí unos amigos, y estos criados...», etc. Quien no nos conoce cree que es así y pasa por convite.

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Pues ¿qué diré del modo de comer en casas ajenas? En hablando a uno media vez, sabemos su casa, vámosle a ver, y siempre a la hora de mascar, que se sepa que está en la mesa. Decimos que nos llevan sus amores, porque tal entendimiento, etc. Si nos preguntan si hemos comido, si ellos no han empezado decimos que no; si nos convidan no aguardamos a segundo envite, porque de estas aguardadas nos han sucedido grandes vigilias. Si han empezado, decimos que sí; y aunque parta muy bien el ave, pan o carne el que fuere, para tomar ocasión de engullir un bocado, decimos:

-Ahora deje V. Md., que le quiero servir de maestresala, que solía, Dios le tenga en el cielo (y nombramos un señor muerto, duque o conde), gustar más de verme partir que de comer.

Diciendo esto, tomamos el cuchillo y partimos bocaditos, y al cabo decimos:

-¡Oh, qué bien huele! Cierto que haría agravio a la guisandera en no probarlo. ¡Qué buena mano tiene!

Y diciendo y haciendo, va en pruebas el medio plato: el nabo por ser nabo, el tocino por ser tocino, y todo por lo que es. Cuando esto nos falta, ya tenemos sopa de algún convento aplazada; no la tomamos en público, sino a lo escondido, haciendo creer a los frailes que es más devoción que necesidad.

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Es de ver uno de nosotros en una casa de juego con el cuidado que sirve y despabila las velas, trae orinales, cómo mete naipes y solemniza las cosas del que gana, todo por un triste real de barato.

Tenemos de memoria, para lo que toca a vestirnos, toda la ropería vieja. Y como en otras partes hay hora señalada para oración, la tenemos nosotros para remendarnos. Son de ver, a las mañanas, las diversidades de cosas que sanamos; que, como tenemos por enemigo declarado al sol, por cuanto nos descubre los remiendos, puntadas y trapos, nos ponemos, abiertas las piernas, a la mañana, a su rayo, y en la sombra del suelo vemos las que hacen los andrajos y hilachas de las entrepiernas. Es de ver cómo quitamos cuchilladas de atrás para poblar lo de adelante; y solemos traer la trasera tan pacífica, por falta de cuchilladas, que se queda en las puras bayetas. Sábelo sola la capa, y guardámonos de días de aire y de subir por escaleras claras o a caballo. Estudiamos posturas contra la luz, pues, en día claro, andamos las piernas muy juntas, y hacemos las reverencias con solos los tobillos, porque, si se abren las rodillas, se verá el ventanaje.

No hay cosa en todos nuestros cuerpos que no haya sido otra cosa y no tenga historia. Verbi gratia: bien ve V. Md. -dijo- esta ropilla; pues primero fue gregüescos, nieta de una capa y bisnieta de un capuz, que fue en su principio, y ahora espera salir para soletas y otras cosas. Los escarpines, primero son pañizuelos, habiendo sido toallas, y antes camisas, hijas de sábanas; y después de todo, los aprovechamos para papel, y en el papel escribimos, y después hacemos dél polvos para resucitar los zapatos, que de incurables, los he visto hacer revivir con semejantes medicamentos.

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Pues ¿qué diré del modo con que de noche nos apartamos de las luces porque no se vean los herreruelos calvos y las ropillas lampiñas?, que no hay más pelo en ellas que en un guijarro, que es Dios servido de dárnosle en la barba y quitárnosle en la capa. Pero por no gastar con barberos, prevenimos siempre de aguardar a que otro de los nuestros tenga también pelambre y entonces nos la quitamos el uno al otro, conforme lo del Evangelio: «Ayudaos como buenos hermanos».

Traemos gran cuenta en no andar los unos por las casas de los otros, si sabemos que alguno trata la misma gente que otro. Es de ver cómo andan los estómagos en celo.

Estamos obligados a andar a caballo una vez cada mes, aunque sea en pollino por las calles públicas; y obligados a ir en coche una vez en el año, aunque sea en la arquilla o trasera. Pero si alguna vez vamos dentro del coche, es de considerar que siempre es en el estribo, con todo el pescuezo de fuera, haciendo cortesías porque nos vean todos y hablando a los amigos y conocidos aunque miren a otra parte.

Si nos come delante de algunas damas, tenemos traza para rascarnos en público sin que se vea; si es en el muslo, contamos que vimos un soldado atravesado desde tal parte a tal parte, y señalamos con las manos aquellas que nos comen, rascándonos en vez de enseñarlas. Si es en la iglesia, y come en el pecho, nos damos sanctus aunque sea al introibo. Levantámonos, y arrimándonos a una esquina en son de empinarnos para ver algo, nos rascamos.

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¿Qué diré del mentir? Jamás se halla verdad en nuestra boca. Encajamos duques y condes en las conversaciones, unos por amigos, otros por deudos, y advertimos que los tales señores, o están muertos o muy lejos.

Y lo que más es de notar es que nunca nos enamoramos sino de pane lucrando, que veda la orden damas melindrosas, por lindas que sean, y así, siempre andamos en recuesta con una bodegonera por la comida, con la huéspeda por la posada, con la que abre los cuellos por los que trae el hombre. Y aunque, comiendo tan poco y bebiendo tan mal no se puede cumplir con tantas, por su tanda todas están contentas.

Quien ve estas botas mías, ¿cómo pensará que andan caballeras en las piernas en pelo, sin media, ni otra cosa? Y quien viere este cuello, ¿por qué ha de pensar que no tengo camisa? Pues todo esto le puede faltar a un caballero, señor licenciado, pero cuello abierto y almidonado, no. Lo uno, porque así es gran ornato de la persona; y después de haberle vuelto de una parte a otra, es de sustento, porque se cena el hombre en el almidón con sus fondos en mugre, chupándole con destreza.

Y al fin, señor licenciado, un caballero de nosotros ha de tener más faltas que una preñada de nueve meses, y con esto vive en la Corte; y ya se ve en prosperidad y con dineros, y ya en el espital. Pero, en fin, se vive, y el que se sabe bandear es rey, con poco que tenga.»

Tanto gusté de las extrañas maneras de vivir del hidalgo, y tanto me embebecí, que divertido con ellas y con otras, me llegué a pie hasta las Rozas, adonde nos quedamos aquella noche. Cenó conmigo el dicho hidalgo, que no traía blanca y yo me hallaba obligado a sus avisos, porque con ellos abrí los ojos a muchas cosas, inclinándome a la chirlería. Declaréle mis deseos antes que nos acostásemos; abrazóme mil veces, diciendo que siempre esperó que habían de hacer impresión sus razones en hombre de tan buen entendimiento. Ofrecióme favor para introducirme en la Corte con los demás cofrades del estafón, y posada en compañía de todos. Aceptéla, no declarándole que tenía los escudos que llevaba, sino hasta cien reales solos, los cuales bastaron, con la buena obra que le había hecho y hacía, a obligarle a mi amistad.

Compréle del huésped tres agujetas, atacóse, dormimos aquella noche, madrugamos, y dimos con nuestros cuerpos en Madrid.

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Libro tercero y último de la primera parte de la vida del Buscón

Capítulo I
 

De lo que le sucedió en la Corte luego que llegó hasta que amaneció

Entramos en la Corte a las diez de la mañana; fuímonos a apear, de conformidad, en casa de los amigos de don Toribio. Llegó a la puerta; llamó; abrióle una vejezuela muy pobremente abrigada, rostro cáscara de nuez, mordiscada de facciones, cargada de espaldas y de años. Preguntó por los amigos, y respondió, con un chillido crespo, que habían ido a buscar. Estuvimos solos hasta que dieron las doce, pasando el tiempo él en animarme a la profesión de la vida barata, y yo en atender a todo.

A las doce y media entró por la puerta una estantigua vestida de bayeta hasta los pies, punto menos de Arias Gonzalo, que al mismo Portugal empalagara de bayetas. Habláronse los dos en germanía, de lo cual resultó darme un abrazo y ofrecérseme. Hablamos un rato, y sacó un guante con diez y seis reales, y una carta, con la cual, diciendo que era licencia para pedir para una pobre, los había allegado. Vació el guante y sacó otro y doblólos a usanza de médico. Yo le pregunté que por qué no se los ponía y dijo que por ser entrambos de una mano, que era treta para tener guantes.

A todo esto, noté que no se desarrebozaba, y pregunté como nuevo para saber la causa de estar siempre envuelto en la capa, a lo cual respondió:

-Hijo, tengo en las espaldas una gatera, acompañada de un remiendo de lanilla y de una mancha de aceite; que en mi hato, aunque caminéis a cualquiera parte, nunca saldréis de la Mancha, que parece que hago caravanas para lechuza u que retozo con algunos candiles. Este pedazo de arrebozo lo disimula todo.

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