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Francisco de Quevedo / Historia de la vida del Buscón


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Desarrebozóse y hallé que debajo de la sotana traía gran bulto. Yo pensé que eran calzas, porque eran a modo de ellas, cuando él, para entrarse a espulgar, se arremangó, y vi que eran dos rodajas de cartón que traía atadas a la cintura y encajadas en los muslos, de suerte que hacían apariencia debajo del luto, porque el tal no traía camisa ni gregüescos, que apenas tenía qué espulgar según andaba desnudo. Entró al espulgadero y volvió una tablilla como las que ponen en las sacristías, que decía: «Espulgador hay», porque no entrase otro. Grandes gracias di a Dios viendo cuánto dio a los hombres en darles industria, ya que les quitase riquezas.

-Yo -dijo mi buen amigo- vengo del camino con mal de calzas, y así me habré menester recoger a remendar.

Preguntó si había algunos retazos, que la vieja recogía trapos dos días en la semana por las calles, como las que tratan en papel, para acomodar jubones incurables, ropillas tísicas y con dolor de costado de los caballeros. Dijo que no y que por falta de harapos se estaba, quince días había, en la cama, de mal de zaragüelles, don Lorenzo Iñíguez del Pedroso.

En esto estábamos, cuando vino uno con sus botas de camino y su vestido pardo, con un sombrero prendidas las faldas por los dos lados. Supo mi venida de los demás y hablóme con mucho afecto. Quitóse la capa, y traía (¡mire V. Md. quién tal pensara!) la ropilla de pardo paño la delantera, y la trasera de lienzo blanco, con sus fondos en sudor. No pude tener la risa, y él, con gran disimulación, dijo:

-Haráse a las armas, y no se reirá. Yo apostaré que no sabe por qué traigo este sombrero con la falda presa arriba.

Yo dije que por galantería y por dar lugar a la vista.

-Antes por estorbarla -dijo-; sepa que es porque no tiene toquilla, y que así no lo echan de ver.

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Y, diciendo esto, sacó más de veinte cartas y otros tantos reales, diciendo que no había podido dar aquellas. Traía cada una un real de porte, y eran hechas por él mismo. Ponía la firma de quien le parecía, escribía nuevas que inventaba a las personas más honradas y dábalas en aquel traje cobrando los portes. Y esto hacía cada mes, cosa que me espantó ver la novedad de la vida.

Entraron luego otros dos, el uno con una ropilla de paño, larga hasta el medio valón y su capa de lo mismo, levantando el cuello porque no se viese el anjeo, que estaba roto. Los valones eran de chamelote, mas no era más de lo que se descubría, y lo demás de bayeta colorada. Este venía dando voces con el otro, que traía valona por no tener cuello, y unos frascos por no tener capa, y una muleta con una pierna liada en trapajos y pellejos por no tener más de una calza. Hacíase soldado, y habíalo sido en los alojamientos y hasta la mar. Contaba extraños servicios suyos, y a título de soldado entraba en cualquiera parte. Decía el de la ropilla y casi gregüescos:

-La mitad me debéis, o por lo menos mucha parte, y si no me la dais, ¡juro a Dios...!

-No jure a Dios -dijo el otro-, que en llegando a casa no soy cojo, y os daré con esta muleta mil palos.

Si daréis, no daréis, y en los mentises acostumbrados, arremetió el uno al otro y asiéndose se salieron con los pedazos de los vestidos en las manos a los primeros estirones y no fue mucho. Metímoslos en paz, y preguntamos la causa de la pendencia. Dijo el soldado:

-¿A mí chanzas? ¡No llevaréis ni medio! Han de saber V. Mds. que estando hoy en San Salvador, llegó un niño a este pobrete, y le dijo que si era yo el alférez Joan de Lorenzana, y dijo que sí, atento a que le vio no sé qué cosa que traía en las manos. Llevómele, y dijo, nombrándome alférez: «Mire V. Md. qué le quiere este niño». Yo que luego entendí la flor, acepté. Recibí el recado y con él doce pañizuelos, y respondí a su madre, que los inviaba a algún hombre de aquel nombre. Pídeme ahora la mitad. Yo antes me haré pedazos otra vez que tal dé. Todos los han de romper mis narices.

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Juzgóse la causa en su favor. Solo se le contradijo lo del sonar con ellos, mandándole que los entregase a la vieja, para honrar la comunidad haciendo de ellos unos cuellos y unos remates de mangas que se viesen y representasen camisas, que el sonarse estaba vedado en la orden, si no era en el aire, u de saetilla a coz de dedo.

Era de ver llegada la noche cómo nos acostamos en dos camas, tan juntos que parecíamos herramienta en estuche. Pasóse la cena de en claro en claro. No se desnudaron los más, que con acostarse como andaban de día, cumplieron con el precepto de dormir en cueros.

Capítulo II
 

En que prosigue la materia comenzada y cuenta algunos raros sucesos

Amaneció el Señor y pusímonos todos en arma. Ya estaba yo tan hallado con ellos como si todos fuéramos hermanos (que esta facilidad y dulzura se halla siempre en las cosas malas). Era de ver a uno ponerse la camisa de doce veces, dividida en doce trapos, diciendo una oración a cada uno como sacerdote que se viste. A cuál se le perdía una pierna en los callejones de las calzas y la venía a hallar donde menos convenía asomada. Otro pedía guía para ponerse el jubón, y en media hora se podía averiguar con él.

Acabado esto, que no fue poco de ver, todos empuñaron aguja y hilo para hacer un punteado en un rasgado y otro. Cuál, para culcusirse debajo del brazo, estirándole, se hacía L. Uno, hincado de rodillas, arremedando un cinco de guarismo, socorría a los cañones. Otro, por plegar las entrepiernas, metiendo la cabeza entre ellas, se hacía un ovillo. No pintó tan extrañas posturas Bosco como yo vi, porque ellos cosían y la vieja les daba los materiales, trapos y arrapiezos de diferentes colores, los cuales había traído el soldado.

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Acabóse la hora del remedio (que así la llamaban ellos) y fuéronse mirando unos a otros lo que quedaba mal parado. Determinaron de irse fuera, y yo dije que antes trazasen mi vestido, porque quería gastar los cien reales en uno, y quitarme la sotana.

-Eso no -dijeron ellos-; el dinero se dé al depósito, y vistámosle de lo reservado. Luego señalémosle su diócesis en el pueblo adonde él solo busque y apolille.

Parecióme bien; deposité el dinero y en un instante, de la sotanilla me hicieron ropilla de luto de paño, y acortando el herreruelo quedó bueno. Lo que sobró de paño trocaron a un sombrero viejo reteñido; pusiéronle por toquilla unos algodones de tintero muy bien puestos. El cuello y los valones me quitaron y en su lugar me pusieron unas calzas atacadas, con cuchilladas no más de por delante, que lados y trasera eran unas gamuzas. Las medias calzas de seda aun no eran medias, porque no llegaban más de cuatro dedos más abajo de la rodilla, los cuales cuatro dedos cubría una bota justa sobre la media colorada que yo traía. El cuello estaba todo abierto de puro roto; pusiéronmele, y dijeron:

-El cuello está trabajoso por detrás y por los lados. V. Md., si le mirase uno, ha de ir volviéndose con él, como la flor del sol con el sol; si fueren dos y miraren por los lados, saque pies, y para los de atrás traiga siempre el sombrero caído sobre el cogote, de suerte que la falda cubra el cuello y descubra toda la frente, y al que preguntare que por qué anda así respóndale que porque puede andar con la cara descubierta por todo el mundo.

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Diéronme una caja con hilo negro y hilo blanco, seda, cordel y aguja, dedal, paño, lienzo, raso y otros retacillos, y un cuchillo; pusiéronme una espuela en la pretina, yesca y eslabón en una bolsa de cuero, diciendo:

-Con esta caja puede ir por todo el mundo, sin haber menester amigos ni deudos; en esta se encierra todo nuestro remedio. Tómela y guárdela.

Señaláronme por cuartel para buscar mi vida el de San Luis; y así, empecé mi jornada, saliendo de casa con los otros, aunque por ser nuevo me dieron, para empezar la estafa, como a misacantano, por padrino el mismo que me trujo y convirtió.

Salimos de casa con paso tardo, los rosarios en la mano; tomamos el camino para mi barrio señalado. A todos hacíamos cortesías; a los hombres, quitábamos el sombrero, deseando hacer lo mismo con sus capas a las mujeres hacíamos reverencias, que se huelgan con ellas y con las paternidades mucho. A uno decía mi buen ayo: «Mañana me traen dineros»; a otro: «Aguárdeme V. Md. un día, que me trae en palabras el banco». Cuál le pedía la capa, quién le daba prisa por la pretina; en lo cual conocí que era tan amigo de sus amigos, que no tenía cosa suya. Andábamos haciendo culebra de una acera a otra por no topar con casas de acreedores. Ya le pedía uno el alquiler de la casa, otro el de la espada y otro el de las sábanas y camisas, de manera que eché de ver que era caballero de alquiler, como mula.

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Sucedió, pues, que vio desde lejos un hombre que le sacaba los ojos, según dijo, por una deuda, mas no podía el dinero. Y porque no le conociese, soltó de detrás de las orejas el cabello, que traía recogido, y quedó nazareno, entre ermitaño y caballero lanudo; plantóse un parche en un ojo y púsose a hablar italiano conmigo. Esto pudo hacer mientras el otro venía, que aún no le había visto, por estar ocupado en chismes con una vieja. Digo de verdad que vi al hombre dar vueltas alrededor, como perro que se quiere echar; hacíase más cruces que un ensalmador, y fuese diciendo:

-¡Jesús!, pensé que era él. A quien bueyes ha perdido..., etc.

Yo moríame de risa de ver la figura de mi amigo. Entróse en un portal a recoger la melena y el parche, y dijo:

-Estos son los aderezos de negar deudas. Aprendé, hermano, que veréis mil cosas de estas en el pueblo.

Pasamos adelante y, en una esquina, por ser de mañana, tomamos dos tajadas de alcotín y agua ardiente, de una picarona que nos lo dio de gracia, después de dar el bienvenido a mi adestrador. Y díjome:

-Con esto vaya el hombre descuidado de comer hoy; y, por lo menos, esto no puede faltar.

Afligíme yo, considerando que aún teníamos en duda la comida, y repliqué afligido por parte de mi estómago. A lo cual respondió:

-Poca fe tienes con la religión y orden de los caninos. No falta el Señor a los cuervos ni a los grajos ni aun a los escribanos ¿y había de faltar a los traspillados? Poco estómago tienes.

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-Es verdad -dije-, pero temo mucho tener menos y nada en él.

En esto estábamos, y dio un reloj las doce; y como yo era nuevo en el trato, no les cayó en gracia a mis tripas el alcotín y tenía hambre como si tal no hubiera comido. Renovada, pues, la memoria con la hora, volvíme al amigo y dije:

-Hermano, este de la hambre es recio noviciado; estaba hecho el hombre a comer más que un sabañón y hanme metido a vigilias. Si vos no lo sentís, no es mucho, que criado con hambre desde niño, como el otro rey con ponzoña, os sustentéis ya con ella. No os veo hacer diligencia vehemente para mascar, y así, yo determino de hacer la que pudiere.

-¡Cuerpo de Dios -replicó- con vos! Pues dan agora las doce ¿y tanta prisa? Tenéis muy puntuales ganas y ejecutivas, y han menester llevar en paciencia algunas pagas atrasadas. ¡No, sino comer todo el día! ¿Qué más hacen los animales? No se escribe que jamás caballero nuestro haya tenido cámaras, que antes, de puro mal proveídos no nos proveemos. Ya os he dicho que a nadie falta Dios. Y si tanta prisa tenéis, yo me voy a la sopa de San Jerónimo, adonde hay aquellos frailes de leche como capones, y allí haré el buche. Si vos queréis seguirme, venid, y si no, cada uno a sus aventuras.

-Adiós -dije yo-, que no son tan cortas mis faltas que se hayan de suplir con sobras de otros. Cada uno eche por su calle.

Mi amigo iba pisando tieso y mirándose a los pies, sacó unas migajas de pan que traía para el efecto siempre en una cajuela, y derramóselas por la barba y vestido, de suerte que parecía haber comido. Ya yo iba tosiendo y escarbando, por disimular mi flaqueza, limpiándome los bigotes, arrebozado y la capa sobre el hombro izquierdo, jugando con el decenario, que lo era porque no tenía más de diez cuentas. Todos los que me veían me juzgaban por comido, y si fuera de piojos, no erraran.

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Iba yo fiando en mis escudillos aunque me remordía la conciencia el ser contra la orden comer a su costa quien vive de tripas horras en el mundo. Yo me iba determinando a quebrar el ayuno, y llegué con esto a la esquina de la calle de San Luis, adonde vivía un pastelero. Asomábase uno de a ocho tostado, y con aquel resuello del horno tropezóme en las narices, y al instante me quedé del modo que andaba como el perro perdiguero con el aliento de la caza, puestos en él los ojos. Le miré con tanto ahínco que se secó el pastel como un aojado. Allí es de contemplar las trazas que yo daba para hurtarle; resolvíame otra vez a pagarlo. En esto me dio la una. Angustiéme de manera que me determiné a zamparme en un bodegón de los que están por allí. Yo que iba haciendo punta a uno, Dios que lo quiso, topo con un licenciado Flechilla, amigo mío, que venía haldeando por la calle abajo, con más barros que la cara de un sanguino y tantos rabos que parecía chirrión con sotana, pulpo graduado o mercader que cargaba para Italia. Arremetió a mí en viéndome, que, según estaba, fue mucho conocerme. Yo le abracé; preguntóme cómo estaba; díjele luego:

-¡Ah, señor licenciado, qué de cosas tengo que contarle! Sólo me pesa de que me he de ir esta noche y no habrá lugar.

-Eso me pesa a mí -replicó-, y si no fuera por ser tarde, y voy con prisa a comer, me detuviera más, porque me aguarda una hermana casada y su marido.

-¿Que aquí está mi señora Ana? Aunque lo deje todo, vamos, que quiero hacer lo que estoy obligado.

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Abrí los ojos oyendo que no había comido. Fuime con él y empecéle a contar que una mujercilla que él había querido mucho en Alcalá sabía yo dónde estaba, y que le podía dar entrada en su casa. Pegósele luego al alma el envite, que fue industria tratarle de cosa de gusto. Llegamos tratando en ello a su casa. Entramos; yo me ofrecí mucho a su cuñado y hermana, y ellos, no persuadiéndose a otra cosa sino a que yo venía convidado por venir a tal hora, comenzaron a decir que si lo supieran que habían de tener tan buen huésped que hubieran prevenido algo. Yo cogí la ocasión y convidéme, diciendo que yo era de casa y amigo viejo, y que se me hiciera agravio en tratarme con cumplimiento.

Sentáronse y sentéme; y porque el otro lo llevase mejor, que ni me había convidado ni le pasaba por la imaginación, de rato en rato le pegaba yo con la mozuela, diciendo que me había preguntado por él y que le tenía en el alma y otras mentiras de este modo, con lo cual llevaba mejor el verme engullir, porque tal destrozo como yo hice en el ante no lo hiciera una bala en el de un coleto. Vino la olla y comímela en dos bocados casi toda, sin malicia, pero con prisa tan fiera, que parecía que aun entre los dientes no la tenía bien segura. Dios es mi padre, que no come un cuerpo más presto el montón de la Antigua de Valladolid, que le deshace en veinte y cuatro horas, que yo despaché el ordinario; pues fue con más prisa que un extraordinario el correo. Ellos bien debían notar los fieros tragos del caldo y el modo de agotar la escudilla, la persecución de los huesos y el destrozo de la carne. Y si va a decir verdad, entre burla y juego, empedré la faltriquera de mendrugos.

Levantóse la mesa, apartámonos yo y el licenciado a hablar de la ida en casa de la dicha. Yo se lo facilité mucho. Y estando hablando con él a una ventana, hice que me llamaban de la calle, y dije: «¿A mí, señor? Ya bajo». Pedíle licencia, diciendo que luego volvía. Quedóme aguardando hasta hoy, que desaparecí por lo del pan comido y la compañía deshecha. Topóme otras muchas veces y disculpéme con él contándole mil embustes que no importan para el caso.

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Fuime por las calles de Dios, llegué a la puerta de Guadalajara, y sentéme en un banco de los que tienen en sus puertas los mercaderes. Quiso Dios que llegaron a la tienda dos de las que piden prestado sobre sus caras, tapadas de medio ojo, con su vieja y pajecillo. Preguntaron si había algún terciopelo de labor extraordinaria. Yo empecé luego, para trabar conversación, a jugar del vocablo, de tercio y pelado y pelo y apelo y pospelo, y no dejé hueso sano a la razón. Sentí que les había dado mi libertad algún seguro de algo de la tienda, y yo, como quien no aventuraba a perder nada, ofrecílas lo que quisiesen. Regatearon diciendo que no tomaban de quien no conocían. Yo me aproveché de la ocasión diciendo que había sido atrevimiento ofrecerles nada, pero que me hiciesen merced de aceptar unas telas que me habían traído de Milán, que a la noche llevaría un paje que les dije que era mío, por estar enfrente aguardando a su amo, que estaba en otra tienda, por lo cual estaba descaperuzado. Y para que me tuviesen por hombre de partes y conocido no hacía sino quitar el sombrero a todos los oidores y caballeros que pasaban, y sin conocer a ninguno les hacía cortesías como si los tratara familiarmente. Ellas se cegaron con esto y con unos cien escudos en oro que yo saqué de los que traía, con achaque de dar limosna a un pobre que me la pidió.

Pareciólas irse, por ser ya tarde, y así me pidieron licencia, advirtiéndome con el secreto que había de ir el paje. Yo las pedí por favor y como en gracia un rosario engazado en oro que llevaba la más bonita de ellas, en prendas de que las había de ver a otro día sin falta. Regatearon dármele; yo les ofrecía en prendas los cien escudos, y dijéronme su casa, y con intento de estafarme en más se fiaron de mí y preguntáronme mi posada, diciendo que no podía entrar paje en la suya a todas horas, por ser gente principal. Yo las llevé por la calle Mayor, y al entrar en la de las Carretas escogí la casa que mejor y más grande me pareció. Tenía un coche sin caballos a la puerta. Díjeles que aquella era y que allí estaba ella y el coche y dueño para servirlas. Nombréme don Álvaro de Córdoba y entréme por la puerta delante de sus ojos. Y acuérdome que cuando salimos de la tienda llamé uno de los pajes, con gran autoridad con la mano. Hice que le decía que se quedasen todos y que me aguardasen allí (que así dije yo que lo había dicho); y la verdad es que le pregunté si era criado del comendador mi tío. Dijo que no; y con tanto, acomodé los criados ajenos como buen caballero.

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Llegó la noche oscura y acogímonos a casa todos. Entré y hallé al soldado de los trapos con una hacha de cera que le dieron para acompañar un difunto y se vino con ella. Llamábase éste Magazo, natural de Olías; había sido capitán en una comedia y combatido con moros en una danza. A los de Flandes decía que había estado en la China, y a los de la China en Flandes. Trataba de formar un campo y nunca supo sino espulgarse en él. Nombraba castillos y apenas los había visto en los ochavos. Celebraba mucho la memoria del señor don Juan, y oíle decir yo muchas veces de Luis Quijada que había sido honra de amigos. Nombraba turcos, galeones y capitanes, todos los que había leído en unas coplas que andaban de esto; y como él no sabía nada de mar, porque no tenía de naval más del comer nabos, dijo, contando la batalla que había vencido el señor don Juan en Lepanto, que aquel Lepanto fue un moro muy bravo, como no sabía el pobrete que era nombre del mar. Pasábamos con él lindos ratos.

Entró luego mi compañero deshechas las narices y toda la cabeza entrapajada, lleno de sangre y muy sucio. Preguntámosle la causa, y dijo que había ido a la sopa de San Jerónimo y que pidió porción doblada, diciendo que era para unas personas honradas y pobres. Quitáronselo a los otros mendigos para dárselo, y ellos, con el enojo, siguiéronle, y vieron que en un rincón detrás de la puerta estaba sorbiendo con gran valor, y sobre si era bien hecho engañar por engullir y quitar a otros para sí, se levantaron voces y tras ellas palos y tras los palos chichones y tolondrones en su pobre cabeza. Embistiéronle con los jarros, y el daño de las narices se le hizo uno con una escudilla de palo que se la dio a oler con más prisa que convenía. Quitáronle la espada, salió a las voces el portero, y aun no los podía meter en paz. En fin, se vio en tanto peligro el pobre hermano, que decía: «¡Yo volveré lo que he comido!»; y aun no bastaba, que ya no reparaban sino en que pedía para otros y no se preciaba de sopón. «¡Miren el todo trapos, como muñeca de niños, más triste que pastelería en Cuaresma, con más agujeros que una flauta y más remiendos que una pía y más manchas que un jaspe y más puntos que un libro de música (decía un estudiantón de estos de la capacha, gorronazo), que hay hombre en la sopa del bendito santo que puede ser obispo o otra cualquier dignidad, y se afrenta un don Peluche de comer! ¡Graduado estoy de bachiller en artes por Sigüenza!». Metióse el portero de por medio, viendo que un vejezuelo que allí estaba decía que aunque acudía al brodio, que era descendiente de los godos y que tenía deudos.

Aquí lo dejo porque el compañero estaba ya fuera desaprensando los huesos.

 

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Capítulo III
 

En que prosigue la misma materia, hasta dar con todos en la cárcel

Entró Merlo Díaz, hecha la pretina una sarta de búcaros y vidros, los cuales, pidiendo de beber en los tornos de las monjas, había agarrado con poco temor de Dios. Mas sacóle de la puja don Lorenzo del Pedroso, el cual entró con una capa muy buena, la cual había trocado en una mesa de trucos a la suya, que no se la cubriera pelo al que la llevó, por ser desbarbada. Usaba éste quitarse la capa como que quería jugar, y ponerla con las otras, y luego, como que no hacía partido, iba por su capa y tomaba la que mejor le parecía y salíase. Usábalo en los juegos de argolla y bolos.

Mas todo fue nada para ver entrar a don Cosme cercado de muchachos con lamparones, cáncer y lepra, heridos y mancos, el cual se había hecho ensalmador con unas santiguaduras y oraciones que había aprendido de una vieja. Ganaba este por todos, porque si el que venía a curarse no traía bulto debajo de la capa, no sonaba dinero en faldriquera, o no piaban algunos capones, no había lugar. Tenía asolado medio reino. Hacía creer cuanto quería, porque no ha nacido tal artífice en el mentir; tanto, que aun por descuido no decía verdad. Hablaba del Niño Jesús, entraba en las casas con Deo gracias, decía lo del «Espíritu Santo sea con todos»... Traía todo ajuar de hipócrita: un rosario con unas cuentas frisonas; al descuido hacía que se le viese por debajo de la capa un trozo de disciplina salpicada con sangre de las narices; hacía creer, concomiéndose, que los piojos eran silicios y que la hambre canina eran ayunos voluntarios. Contaba tentaciones; en nombrando al demonio, decía «Dios nos libre y nos guarde»; besaba la tierra al entrar en la iglesia; llamábase indigno; no levantaba los ojos a las mujeres, pero las faldas sí. Con estas cosas, traía el pueblo tal, que se encomendaban a él y era como encomendarse al diablo. Porque él era jugador y lo otro (ciertos los llaman, y por mal nombre fulleros). Juraba el nombre de Dios unas veces en vano y otras en vacío. Pues en lo que toca a mujeres, tenía seis hijos y preñadas dos santeras. Al fin, de los mandamientos de Dios, los que no quebraba hendía.

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Vino Polanco haciendo gran ruido, y pidió su saco pardo, cruz grande, barba larga postiza y campanilla. Andaba de noche de esta suerte, diciendo: «Acordaos de la muerte, y haced bien para las ánimas...», etc. Con esto cogía mucha limosna y entrábase en las casas que veía abiertas: si no había testigos ni estorbo, robaba cuando había; si le topaban, tocaba la campanilla y decía con una voz que él fingía muy penitente: «Acordaos, hermanos...», etcétera.

Todas estas trazas de hurtar y modos extraordinarios conocí, por espacio de un mes, en ellos. Volvamos agora a que les enseñé el rosario y conté el cuento. Celebraron mucho la traza y recibióle la vieja por su cuenta y razón para venderle. La cual se iba por las casas diciendo que era de una doncella pobre y que se deshacía de él para comer. Y ya tenía para cada cosa su embuste y su trapaza. Lloraba la vieja a cada paso, enclavijaba las manos y suspiraba de lo amargo, llamaba hijos a todos. Traía encima de muy buena camisa, jubón, ropa, saya y manteo, un saco de sayal roto, de un amigo ermitaño que tenía en las cuestas de Alcalá. Ésta gobernaba el hato, aconsejaba y encubría.

Quiso, pues, el diablo, que nunca está ocioso en cosas tocantes a sus siervos, que yendo a vender no sé qué ropa y otras cosillas a una casa, conoció uno no sé qué hacienda suya. Trujo un alguacil y agarráronme la vieja, que se llamaba la madre Labruscas. Confesó luego todo el caso y dijo cómo vivíamos todos y que éramos caballeros de rapiña. Dejóla el alguacil en la cárcel y vino a casa, y halló en ella a todos mis compañeros y a mí con ellos. Traía media docena de corchetes, verdugos de a pie, y dio con todo el colegio buscón en la cárcel, adonde se vio en gran peligro la caballería.

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Capítulo IV
 

En que trata los sucesos de la cárcel, hasta salir la vieja azotada, los compañeros a la vergüenza y él en fiado

Echáronnos, en entrando, a cada uno dos pares de grillos y sumiéronnos en un calabozo. Yo, que me vi ir allá, aprovechéme del dinero que traía conmigo y, sacando un doblón, díjele al carcelero:

-Señor, oígame V. Md. en secreto.

Y para que lo hiciese dile escudo como cara. En viéndolos, me apartó.

-Suplico a V. Md. -le dije- que se duela de un hombre de bien.

Busquéle las manos, y como sus palmas estaban hechas a llevar semejantes dátiles, cerró con los dichos veinte y seis, diciendo:

-Yo averiguaré la enfermedad y si no es urgente bajará al cepo.

Yo conocí la deshecha y respondíle humilde. Dejóme fuera y a los amigos descolgáronlos abajo.

Dejo de contar la risa tan grande que en la cárcel y por las calles había con nosotros, porque como nos traían atados y a empellones, unos sin capas y otros con ellas arrastrando, eran de ver unos cuerpos pías remendados y otros aloques de tinto y blanco. A cuál por asirle de alguna parte segura, por estar todo tan manido le agarraba el corchete de las puras carnes y aun no hallaba de qué asir, según los tenía roídos la hambre. Otros iban dejando a los corchetes en las manos los pedazos de ropillas y gregüescos; al quitar la soga en que venían ensartados, se salían pegados los andrajos.

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Al fin, yo fui, llegada la noche, a dormir a la sala de los linajes. Diéronme mi camilla. Era de ver algunos dormir envainados, sin quitarse nada; otros, desnudarse de un golpe todo cuanto traían encima como culebras; cuáles jugaban. Y, al fin, cerrados, se mató la luz. Olvidamos todos los grillos. Era de ver a los que no tenían cama llegar y asir de los pies al acostado y sacarlo arrastrando en medio de la sala y encajarse en la cama, y aquél asir de otro para acomodarse.

Estaba el servicio a mi cabecera; vime forzado, a intercesión de mis narices, a decirles que mudasen a otra parte el vedriado. Y sobre si le viene muy ancho o no (como si me hubieran tomado la medida con el bacín), tuvimos palabras. Usé el oficio de adelantado, que es mejor a veces serlo de un cachete que de un reino, y metíle a uno media pretina en la cara. Él, por levantarse aprisa, derramóle, y al ruido despertó el concurso. Asábamonos a pretinazos a oscuras, y era tanto el mal olor que hubieron de levantarse todos. Alzóse el grito. El alcaide, sospechando que se le iban algunos vasallos, subió corriendo, armado, con toda su cuadrilla; abrió la sala, entró luz y informóse del caso. Condenáronme todos; yo me disculpaba con decir que en toda la noche me habían dejado cerrar los ojos. El carcelero, pareciéndole que por no dejarme zabullir en lo hondo le daría otro doblón, asió del caso y mandóme bajar allá. Determinéme a consentir antes que a pellizcar el talego más de lo que lo estaba. Fui llevado abajo; recibiéronme con arbórbola y placer los amigos. Dormí aquella noche algo desabrigado.

Amaneció el Señor y salimos del calabozo. Vímonos las caras, y lo primero que nos fue notificado fue dar para la limpieza, como si en una noche lo hubiera yo ensuciado todo, so pena de culebrazo fino. Yo di luego seis reales; mis compañeros no tenían qué dar, y así, quedaron remitidos para la noche.

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Había en el calabozo un mozo tuerto, alto, abigotado, mohíno de cara, cargado de espaldas y de azotes en ellas. Traía más hierro que Vizcaya, dos pares de grillos y una cadena de portada. Llamábanle el Jayán. Decía que estaba por cosas de aire, y así, sospechaba yo si era por algunos fuelles, chirimías o abanicos, y decíale si era por algo de esto. Respondía que no, que eran cosas de atrás. Yo pensé que pecados viejos quería decir, y averigüé que por puto. Cuando el alcaide le reñía por alguna travesura, le llamaba botiller del verdugo y depositario general de culpas. Otras veces le amenazaba diciendo: -«¿Qué te arriesgas, pobrete, con el que ha de hacer humo? Dios es Dios, que te vendimie de camino». Había confesado este, y era tan maldito que traíamos todos con carlancas, como mastines, las traseras, y no había quien se osase ventosear, de miedo de acordarle dónde tenía las asentaderas.

Este hacía amistad con otro que llamaban Robledo y por otro nombre el Trepado. Decía que estaba preso por liberalidades; y, entendido, eran de manos en pescar lo que topaba. Este había sido más azotado que postillón; no había verdugo que no hubiese probado la mano en él. Tenía la cara con tantas cuchilladas que a descubrirse puntos no se la ganara un flux. Tenía menos las orejas y pegadas las narices, aunque no tan bien como la cuchillada que se las partía.

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A estos se llegaban otros cuatro hombres, rapantes como leones de armas, todos agrillados, gente de azotes y galeras, chilindrón legítimo. Decían ellos que presto podrían decir que habían servido a su Rey por mar y por tierra. No se podrá creer la notable alegría con que aguardaban su despacho.

Todos estos, mohínos de ver que mis compañeros no contribuían, ordenaron a la noche de darlos culebra de cáñamo, con una soga dedicada al efecto.

Vino la noche. Fuímonos ahuchados a la postrera faldriquera de la casa. Mataron la luz; yo metíme luego debajo de la tarima. Empezaron a silbar dos de ellos y otro a dar sogazos. Los buenos caballeros, que vieron el negocio de revuelta, se apretaron de manera las carnes ayunas (cenadas, comidas y almorzadas de sarna y piojos), que cupieron todos en un resquicio de la tarima. Estaban como liendres en cabellos o chinches en cama. Sonaban los golpes en la tabla; callaban los dichos. Los bellacos, que vieron que no se quejaban, dejaron el dar azotes y empezaron a tirar ladrillos, piedras y cascote que tenían recogido. Allí fue ella, que uno le halló el cogote a don Toribio y le levantó una pantorrilla en él de dos dedos. Comenzó a dar voces que le mataban. Los bellacos, porque no se oyesen sus aullidos, cantaban todos juntos y hacían ruido con las prisiones. Él, por esconderse, asió de los otros para meterse debajo. Allí fue el ver cómo, con la fuerza que hacían, les sonaban los huesos.

Acabaron su vida las ropillas; no quedaba andrajo en pie. Menudeaban tanto las piedras y cascotes, que dentro de poco tiempo tenía el dicho don Toribio más golpes en la cabeza que una ropilla abierta, y no hallando remedio contra el granizo, viéndose sin santidad cerca de morir San Esteban, dijo que le dejasen salir, que él pagaría luego y daría sus vestidos en prendas. Consintiéronselo, y a pesar de los otros, que se defendían con él, descalabrado y como pudo se levantó y pasó a mi lado.

Los otros, por presto que acordaron a hacer lo mismo, ya tenían las chollas con más tejas que pelos. Ofrecieron para pagar la patente sus vestidos haciendo cuenta que era mejor entrarse en la cama por desnudos que por heridos. Y así, aquella noche los dejaron, y a la mañana les pidieron que se desnudasen, y se halló que de todos sus vestidos juntos no se podía hacer una mecha a un candil.

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Quedáronse en la cama, digo envueltos en una manta, la cual era la que llaman ruana, donde se espulgan todos. Empezaron luego a sentir el abrigo de la manta, porque había piojo con hambre canina, y otro que en un brazo ayuno de ellos quebraba ayuno de ocho días; habíalos frisones y otros que se podían echar a la oreja de un toro. Pensaron aquella mañana ser almorzados de ellos; quitáronse la manta, maldiciendo su fortuna, deshaciéndose a puras uñadas.

Yo salíme del calabozo diciéndoles que me perdonasen si no les hiciese mucha compañía, porque me importaba no hacérsela. Torné a repasarle las manos al carcelero con tres de a ocho y sabiendo quién era el escribano de la causa enviéle a llamar con un picarillo. Vino, metíle en un aposento, y empecéle a decir (después de haber tratado de la causa) cómo yo tenía no sé que dinero; supliquéle que me lo guardase, y que en lo que hubiese lugar favoreciese la causa de un hijodalgo desgraciado que por engaño había incurrido en tal delito.

-Crea V. Md. -dijo, después de haber pescado la mosca-, que en nosotros está todo el juego, y que si uno da en no ser hombre de bien puede hacer mucho mal. Más tengo yo en galeras de balde, por mi gusto, que hay letras en el proceso. Fíese de mí y crea que le sacaré a paz y a salvo.

Fuese con esto y volvióse desde la puerta a pedirme algo para el buen Diego García, el alguacil, que importaba acallarle con mordaza de plata y apuntóme no sé qué del relator, para ayuda de comerse cláusula entera.

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Dijo:

-Un relator, señor, con arcar las cejas, levantar la voz, dar una patada para hacer atender al alcalde divertido, hacer una acción, destruye a un cristiano.

Dime por entendido y añadí otros cincuenta reales, y en pago me dijo que enderezase el cuello de la capa, y dos remedios para el catarro que tenía de la frialdad del calabozo, y últimamente me dijo, mirándome con grillos:

-Ahorre de pesadumbre, que con ocho reales que dé al alcaide, le aliviará; que esta es gente que no hace virtud si no es por interés.

Cayóme en gracia la advertencia. Al fin, él se fue. Yo di al carcelero un escudo; quitóme los grillos. Dejábame entrar en su casa. Tenía una ballena por mujer y dos hijas del diablo, feas y necias, y de la vida, a pesar de sus caras. Sucedió que el carcelero (se llamaba tal Blandones de San Pablo, y la mujer doña Ana Moráez) vino a comer, estando yo allí, muy enojado y bufando. No quiso comer. La mujer, recelando alguna gran pesadumbre, se llegó a él, y le enfadó tanto con las acostumbradas importunidades, que dijo:

-¿Qué ha de ser, si el bellaco ladrón de Almendros el aposentador, me ha dicho, teniendo palabras con él sobre el arrendamiento, que vos nos sois limpia?

-¿Tantos rabos me ha quitado el bellaco? -dijo ella-; por el siglo de mi agüelo, que no sois hombre, pues no le pelastes las barbas. ¿Llamo yo a sus criadas que me limpien?

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Y volviéndose a mí, dijo:

-Vale Dios que no me podrá decir que soy judía como él, que de cuatro cuartos que tiene, los dos son de villano y los otros ocho maravedís de hebreo. A fe, señor don Pablos, que si yo lo oyera, que yo le acordara de que tiene las espaldas en el aspa de San Andrés.

Entonces, muy afligido el alcaide, respondió:

-¡Ay, mujer, que callé porque dijo que en esa teníades vos dos o tres madejas! Que lo sucio no os lo dijo por lo puerco, sino por el no lo comer.

-Luego ¿judía dijo que era? ¿Y con esa paciencia lo decís, buenos tiempos? ¿Así sentís la honra de doña Ana Moráez, hija de Esteban Rubio y Joan de Madrid, que sabe Dios y todo el mundo?

-¡Cómo! ¿Hija -dije yo- de Joan de Madrid?

-De Joan de Madrid, el de Auñón.

-Voto a Dios -dije yo- que el bellaco que tal dijo es un judío, puto y cornudo.

Y volviéndome a ellas:

-Joan de Madrid, mi señor, que esté en el cielo, fue primo hermano de mi padre. Y daré yo probanza de quién es y cómo; y esto me toca a mí. Y si salgo de la cárcel yo le haré desdecir cien veces al bellaco. Ejecutoria tengo en el pueblo, tocante a entrambos, con letras de oro.

Alegráronse con el nuevo pariente y cobraron ánimo con lo de la ejecutoria. Y ni yo la tenía ni sabía quiénes eran. Comenzó el marido a quererse informar del parentesco por menudo. Yo, porque no me cogiese en mentira, hice que me salía de enojado, votando y jurando.

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Tuviéronme, diciendo que no se tratase más de ello. Yo, de rato en rato, salía muy al descuido con decir:

-¡Joan de Madrid! ¡Burlando es la probanza que yo tengo suya!

Otras veces decía:

-¡Joan de Madrid, el mayor! Su padre de Joan de Madrid fue casado con Ana de Acevedo, la gorda.

Y callaba otro poco. Al fin, con estas cosas, el alcaide me daba de comer y cama en su casa, y el escribano, solicitado de él y cohechado con el dinero, lo hizo tan bien, que sacaron a la vieja delante de todos en un palafrén pardo a la brida, con un músico de culpas delante. Era el pregón: «¡A esta mujer, por ladrona!» Llevábale el compás en las costillas el verdugo, según lo que le habían recetado los señores de los ropones. Luego seguían todos mis compañeros, en los overos de echar agua, sin sombreros y las caras descubiertas. Sacábanlos a la vergüenza y cada uno, de puro roto, llevaba la suya de fuera. Desterráronlos por seis años. Yo salí en fiado, por virtud del escribano. Y el relator no se descuidó, porque mudó tono, habló quedo y ronco, brincó razones y mascó cláusulas enteras.

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Capítulo V

De cómo tomó posada, y la desgracia que le sucedió en ella

 

Salí de la cárcel. Halléme solo y sin los amigos; aunque me avisaron que iban camino de Sevilla a costa de la caridad, no los quise seguir.

Determinéme de ir a una posada, donde hallé una moza rubia y blanca, miradora, alegre, a veces entremetida y a veces entresacada y salida; zaceaba un poco; tenía miedo a los ratones; preciábase de manos y por enseñarlas siempre despabilaba las velas, partía la comida en la mesa, en la iglesia siempre tenía puestas las manos, por las calles iba enseñando siempre cuál casa era de uno y cuál de otro, en el estrado, de contino tenía un alfiler que prender en el tocado, si se jugaba a algún juego era siempre el de pizpirigaña, por ser cosa de mostrar manos. Hacía que bostezaba, adrede, sin tener gana, por mostrar los dientes y hacer cruces en la boca. Al fin, toda la casa tenía ya tan manoseada que enfadaba ya a sus mismos padres.

Hospedáronme muy bien en su casa, porque tenían trato de alquilarla, con muy buena ropa, a tres moradores: fui el uno yo, el otro un portugués, y un catalán. Hiciéronme muy buena acogida.

A mí no me pareció mal la moza para el deleite, y lo otro la comodidad de hallármela en casa. Di en poner en ella los ojos; contábales cuentos que yo tenía estudiados para entretener; traíalas nuevas aunque nunca las hubiese; servíalas en todo lo que era de balde. Díjelas que sabía encantamientos y que era nigromante, que haría que pareciese que se hundía la casa y que se abrasaba, y otras cosas que ellas como buenas creedoras tragaron. Granjeé una voluntad en todos agradecida, pero no enamorada, que, como no estaba tan bien vestido como era razón, aunque ya me había mejorado algo de ropa por medio del alcaide, a quien visitaba siempre, conservando la sangre a pura carne y pan que le comía, no hacían de mí el caso que era razón.

 

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Di para acreditarme de rico que lo disimulaba, en enviar a mi casa amigos a buscarme cuando no estaba en ella. Entró uno, el primero, preguntando por el señor don Ramiro de Guzmán, que así dije que era mi nombre (porque los amigos me habían dicho que no era de costa mudarse los nombres, y que era útil). Al fin, preguntó por don Ramiro, «un hombre de negocios rico, que hizo agora tres asientos con el Rey». Desconociéronme en esto las huéspedas y respondieron que allí no vivía sino un don Ramiro de Guzmán, más roto que rico, pequeño de cuerpo, feo de cara y pobre.

-Ese es -replicó- el que yo digo. Y no quisiera más renta al servicio de Dios que la que tiene a más de dos mil ducados.

Contóles otros embustes, quedáronse espantadas, y él las dejó una cédula de cambio fingida, que traía a cobrar en mí, de nueve mil escudos. Díjoles que me la diesen para que la aceptase, y fuese.

Creyeron la riqueza la niña y la madre y acotáronme luego para marido. Vine yo con gran disimulación, y en entrando, me dieron la cédula diciendo:

-Dineros y amor mal se encubren, señor don Ramiro. ¿Cómo que nos esconda V. Md. quién es debiéndonos tanta voluntad?

Yo hice como que me había disgustado por el dejar de la cédula y fuime a mi aposento. Era de ver cómo, en creyendo que tenía dinero, me decían que todo me estaba bien, celebraban mis palabras, no había tal donaire como el mío. Yo que las vi tan cebadas declaré mi voluntad a la muchacha y ella me oyó contentísima, diciéndome mil lisonjas.

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