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Joaquim Ruyra, cuentos


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Noche de ánimas
 

un cuento de

Joaquim Ruyra

El eco de tu postrera danza, oh Fiesta de Todos los Santos, fenece.

La orquesta penetró en el mesón. En la vasta cocina, ante el hogar, sentados en el banco, o en sillas y escabeles, los músicos se calientan las piernas, y suavizan con unas sopas en vino las gargantas secas y agobiadas. Cada cual sostiene con la mano izquierda, sobre la rodilla, un plato de tierra muy hondo, en cuyo seno se hinchan y colorean los pedazos de pan que flotan en el líquido humeante. Los dedos pellizcan, sorben tenaces las bocas y los semblantes adquieren vida al influjo del saludable refrigerio.

En tanto el abuelo echa un sueñecito en su rincón, casi rozando los purpúreos tizones. Ora levanta poco a poco la cabeza hasta poner en descubierto las piltracas marchitas de su papada, ora la deja caer pesadamente sobre el pecho.

Media docena de jóvenes payeses bien trajeados y rasurados, con las barretinas encrestadas en la cabeza con esmero coquetón, y luciendo a guisa de joyas unos brotes de albahaca en las orejas, conversan de pie formando corro detrás de los músicos. Sus caras llamean todavía con el fuego que encendiera la danza; de vez en cuando enjugan con pañuelos multicolores el sudor que resplandece en caras y cogotes.

La mesonera y las criadas van con presura del hogar a los hornillos, de los hornillos al armario.

Un mozalbete, puesto en cuclillas dentro del cuévano de hierbas, lo espía todo con ojos despabilados.

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El candil que pende de la pequeña bóveda de los hornillos apenas deja ver su lucecita amarilla entre la humareda que surge de cazos y sartenes. En cambio los resplandores rojos y volubles del hogar vagarean por el ámbito sombrío. Todo danza en un caos de luz y de tinieblas.

Al toque de oración algunos payeses empiezan a hablar de la noche de ánimas, de la noche que va a cerrar. Se cuentan casos de apariciones sobrenaturales. Cada cual trajo su historia, y procura interesar con ella todo lo posible. Un músico, hombrón de elevada estatura, flaco, de recias espaldas, de faz prolongada, frente calva y patillas blancas, luego de sorber las heces de su plato, mete baza en la conversación y dice:

-No sé si habrán conocido a Refila de Navata… Yo sí. En todo el Ampurdán no había tenora como la suya; era un gran músico, un compositor de sardanas de los que entran pocos en libra. Sus sardanas… ¡ya lo creo!… se tocan aún y se danzan con devoción… Esta es la palabra… Se danzan con devoción porque su música tiene algo de religioso, de santo, de… no puede explicarse, ea. Fue mi maestro de tenora. En aquellos tiempos sería ya viejecito, pero estaba fresco y reluciente… era un hombre chiquitín… ¡si parece que lo estoy viendo!… carirredondo, el cogote prolijo… Vestía calzas y delantal, al uso añejo, y la chaqueta adornada con vistosa botonadura de hoja de lata. No vayan a creer que diera en pisaverde… nada de eso. No le importaba que cayese al azar su barretina morada, que le colgaba como un saco vacío por encima del hombro. Las medias lo arrastraban y él no se daba cuenta. Todo el día estaba soñando solfas. Ah, no recuerdo todas estas cosas para que se rían, no… que no es cosa de risa… las digo para que vean cuán presente tengo a mi hombre y para que entiendan que no es ningún cuento lo que voy a referirles.

Aquí el narrador se detiene unos instantes. Reina el silencio. Las sartenes de los hornillos cesaron de chirriar. No se oye más rumor que el sordo ronquido de la enorme olla de hierro que pende de las caramilleras, y empieza su hervor. El mozalbete del cuévano no aparta su vista de los labios del músico como si espiase el surgir de las palabras.

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El músico prosigue su relato de esta suerte:

-Hoy cumplen años de mi historia. Refila de Navata había ido a tocar en las danzas de la fiesta de hoy en un pueblo comarcano. Cuando hubo terminado, al cerrar la noche, emprendió solito el camino de su casa. Él mismo me lo contó más adelante. Con la tenora metida en la bolsa de cuero y sujeta a la espalda, tras, tras, descendía de la montaña, tomando cuantos atajos encontraba. Pero a no tardar, aunque las piernas de Refila seguían triscando por los senderuchos, sus pensamientos andaban lejos, lejos… se habían desprendido ya de la tierra. Lo había conmovido una inspiración, y componía allá en sus adentros. Nadie puede imaginar, si no lo ha experimentado alguna vez, de qué modo las inspiraciones arrebatan el alma de un artista.

Aquí todos los músicos balancearon la cabeza en señal de aprobación, y el narrador continuó diciendo:

-Pasaba el tiempo, y Refila, distraído, hechizado, no tenía la menor idea de que transcurriese. Y andando, andando, al fin tropezó con una cepa desarraigada. Entonces volvió en sí… esto es, salió de su preocupación… y como desvelándose empezó a mirar a una y otra parte. Mira acá, mira acullá… Señor, se había perdido en mitad del bosque, ante unos barrancos muy hondos que infundían pavor al hombre de más denuedo. La noche había cerrado totalmente. La luna era casi nueva. Apenas se divisaba en la diafanidad del cielo algo así como una pequeña sombra más clara y azulada que el fondo del cielo, ribeteada por un blanco hilillo de luz. Los senderos… ya lo imaginan… se borraban a cuatro pasos de distancia. Refila estaba desorientado por completo. Y he aquí, muchachos, que mientras él examinaba crestas y vertientes de montañas, buscando algún detalle conocido, llegó a su oído, en una racha suave, algo así como una música singular y embelesadora. Era una música que apenas se oía, fina, finísima, casi desmayada en el aura. Sonaba como un zumbido de abejas que acercándose ahora, alejándose presto, aumentaba o disminuía, aunque siempre débil, confusa… ¿Qué iba a ser aquello, qué iba a ser?… Al principio, Refila se creyó juguete de una ilusión; que le zumbaban las orejas… que una expansión de la sangre murmuraba las armonías soñadas durante la marcha. Pero ¡quiá!… no tardó en venir el desengaño. Aquella música no se parecía a nada que él hubiese nunca imaginado u oído. Era un nuevo aire de sardana apacible, melancólico… que se apoderaba del corazón despertando en él las más dulces ilusiones de la vida pasada. Llevaba al alma un recuerdo parecido al del placentero son de los primeros besos de amor, pero al mismo tiempo despertaba una tristeza honda, muy honda, ¡Jesús mío! Lástima que por la obscuridad no se pudiese escribir media palabra, de lo contrario, Refila hubiese apuntado las maravillas que llegaban a su oído. Sólo podía escuchar, eso sí… y para lograrlo mejor, poquito a poco echó a andar hacia el paraje de donde parecía llegar el zumbido armonioso.

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Calló el músico por breve espacio, suspirando. La mesonera y las sirvientas habían vuelto la espalda a los hornillos y atendían boquiabiertos, con ojos amilanados. No se oía a nadie ni respirar. Solamente se distinguía el sordo roncar de la olla enorme de hierro que hervía colgada de las caramilleras. Al cabo de escaso tiempo el narrador continuó su relato del modo siguiente:

-Refila de Navata no se acordaba de su casa ni de su familia, ni del camino perdido. No le movía más anhelo que el de impregnarse de aquella finísima corriente de armonía, cuyo rastro andaba siguiendo. Refila era músico en cuerpo y alma. Al sortear un avance de la sierra divisó en una hondonada brumosa un lugarcillo lejano, que parecía dorado a la luz de la celistía. Se encaminó hacia allá… A medida que avanzaba, los sones seductores se oían más claros, menos inciertos… ¡Adelante!… Chocó de pronto con una pared revestida de hiedra, una pared muy baja… tras la cual se extendía una salceda compacta y frondosa. Surgía de allí una húmeda vaharada; así, como de tierra agitada o regada poco ha. ¡Pardiez!, allí se danzaba. Refila oía las pisadas de la gente, unas pisadas continuas, acompasadas… dóciles al aire musical. Era indudable; a la sombra de aquellos árboles, se danzaba la sardana sin más luz que la de las estrellas. Costaba algún esfuerzo reparar en los danzantes, pero a medida que la vista se enseñoreaba de las tinieblas, se notaba confusamente su vaivén, el rodar incesante y los saltos. Era gente angulosa y deplorable. Sus pies daban en el suelo con crujido áspero, seco. Algunos llevaban los pliegues de la ropa tachonados de una tierra que con el movimiento se iba desprendiendo y caía con rumores tenues de llovizna. Refila se estremeció de pies a cabeza, comprendiéndolo todo. El recinto era un cementerio. Los sauces, las plazuelas orilladas por rosales en flor, las cruces medio derruidas que en medio de ellas se divisaban, algunos hoyos que parecían cavados recientemente… todo explicaba la verdad del caso. Era noche de ánimas y los danzantes serían unos buenos difuntos ampurdaneses que, con permiso divino, se holgaban bailando la sardana, el baile de sus dulces recuerdos. Los músicos, encaramados sobre una antigua tumba, aterciopelada por el musgo, tocaban sus tenoras y caramillos con apagado aliento que no llegaba jamás a hinchar sus mejillas hundidas. ¡Y con qué finura y exquisitez seguían tocando! Su música era suave, embelesadora… se apoderaba del corazón, despertaba en él las ilusiones de la vida pasada, pero al mismo tiempo derramaba una congoja muy lastimera. ¡Jesús mío! Refila no se cansaba de escuchar. A pesar del miedo que sentía, el pobrecillo no hubiera sabido arrancarse a aquel deleite. Y entretanto la sardana se acercaba hacia el lugar en que se hallaba y los cuerpos glaciales de los bailarines exhalaban un cierzo sepulcral, un airecillo cortante que los rosales experimentaban desde muy lejos. ¡Vaya si hería a los rosales!… Se hubiera dicho que pasaba por sus ramillas algo parecido a una pavura, y las rosas súbitamente se dilataban, se desfloraban, dejando caer doquiera sus hojas diminutas. Refila sentía también aquel frío en la cabeza, en el pecho y en la médula de los huesos… y no tenía ya fuerzas para huir, y sus piernas se doblaban, y sus párpados cerrábanse con sueño invencible, despótico como el de la muerte. ¡Pobre Refila de Navata! Cayó, cayó sin sentido al pie de la cerca… y ¡líbrenos Dios de un sueño parecido al suyo!

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Aquí el narrador calla suspirando, inclinando sobre el pecho la cabeza meditabunda. Se oye, al mismo tiempo, el canto lejano de un gallo, cual una queja prolongada y misteriosa. Todos se estremecen. El mozalbete del cuévano vuelve el rostro, pálido y azorado; creyó sentir un aliento frío que le escarolaba los pelos del cogote. Tras una larga pausa, el músico suspira de nuevo, y dice:

-¡Mundo, mundo, albergue de sandios! ¿Saben lo que la gente supuso cuando Refila contó lo que le había ocurrido? Pues nada… que el relente de otoño le había atacado el cerebro, y había deshojado las rosas. Y los médicos que lo visitaron… -porque desde entonces acá siempre estuvo enfermo, flaco, abatido, sin colores- ¿saben lo que dijeron? Que sí, que había perdido el seso, y que sus relatos no eran más que engendros y fantasías.

-Y a usted, ¿qué le parece? -pregunta el mozalbete del cuévano con voz ansiosa y apagada.

-Yo creo que Refila es más sabio que nosotros y que todo el protomedicato -responde el músico sentenciosamente.

Todo el mundo hace un gesto de aprobación. A aquellos ampurdaneses no les parece raro que los difuntos, por regaladas que estén sus almas en el cielo y por helados que deban de hallar sus cuerpos bajo la tierra, quieran, con el divino permiso, holgarse una vez al año danzando la sardana, el baile de sus dulces recuerdos, la danza sagrada de la tierra.

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Una tarde en el mar

un cuento de

Joaquim Ruyra

¡Vaya una tarde espléndida! ¡Qué cielo tan azul, y qué revoltijo de golondrinas y vencejos alegraba los aires! Ah, ¡quién como ellos tuviese alas para derramarse libremente por el espacio, lejos, muy lejos, más arriba de montes y llanuras! Era triste lance verse obligado al encierro de un aula penosa, que henchían las vaharadas del resistero y la gente menuda. Ea, enojaba tener que ir a la escuela; colgar de un banco, a guisa de inútiles instrumentos, las piernas que anhelaban corretear; verse uno obligado a arrastrar por los signos de un libro la imaginación que se sentía atraída por los chillidos de las golondrinas, por el cuchicheo del viento, por cada brizna de hierba, por cada hoja de árbol. Era triste cosa, ¿pero qué remedio? Uno se hallaba constreñido al cumplimiento del deber. Y yo me encaminaba hacia allá perezosamente, cabizbajo, doliéndome en el alma… A cada paso me detenía suspirando. ¡Dios mío, cuánta agalla habría en el robledal! Moras y endrinas ya maduras. Si yo hiciese novillos…

Encontrábame ya a la vista de la escuela cuando una voz conocida me estremeció de pies a cabeza. Aquella voz era la de Volivarda, un muchacho pescador, que me llamaba con un dilatado ¡eeep! desde la profundidad de una calleja.

Valiente sorpresa; toma, ¿quién pensara en él? Inmediatamente mi cara se puso risueña, y cruzó por mi fantasía la visión del mar y de la costa pintoresca. ¡Volivarda y yo habíamos nadado juntos con tanta frecuencia, habíamos gozado tanto pescando pulpos y cangrejos en la roca!…

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-¿A dónde vas, Volivarda? Acércate hombre, y echaremos un párrafo. Pronto, que he de ir a la escuela.

-¡Válgate Dios por amargura! Cuidado que me pondría yo fosco como tratasen de encerrarme entre aquellas paredes. ¿Y tú vas todos los días? Concho, hay novillos hoy. Vente conmigo. Vararemos el esquife de Valencia. Valencia quiere que abarrotemos un cubo de erizos de mar. Erizos de mar, ¡nada más llano! De cabo a rabo conozco yo una garganta donde los hay más espesos que los pelos de la cabeza. En un santiamén disponemos nuestra provisión y nos queda todo el resto de la tarde para pescar con volantín… con un volantín de seis anzuelos que nos va a traer Canario; no has visto en tu vida primor semejante. Mira, yo vengo de coger caracolillos para los cebos. He abarrotado una nasa; los encontré aquí cerquita en los hinojos de Camperdut. ¡Concho, no eres hombre si no haces novillos!

Yo, rascándome la cabeza, pensativo, atendía. El corazón latía en mi pecho como una mariposa dentro de un puño infantil. ¡Vaya si me tentaba la proposición!

-En casa cenamos a las ocho -murmuré.

-A las siete y media estaremos en tierra -contestó Volivarda, y leyendo la desconfianza de mi mirada, añadió, besándose el dedo gordo, cruzado sobre el índice-: ¡Fatal como la muerte!

En esto, las manos de alguno que se me había acercado por detrás, me cerraron los ojos, y al mismo tiempo un aliento caluroso me humedeció la nuca. Volvime de repente y me encontré rasando la famosa nariz que resplandecía en la caraza risueña de Payús, un chico rebolludo, gordo, grasiento. Ya antes de encararme con él habíale sospechado autor de la sorpresa, por el tufo de alquitrán y arenques podridos que exhalaba constantemente. ¡Qué feo era el arrapiezo! Tenía las mejillas hinchadas, la nariz hundida, y los párpados tan frondosos y lacios que para mirar le era forzoso echar atrás la cabeza, a guisa del que jugando a la gallina ciega quiere mirar por debajo del pañuelo.

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Arrollome el brazo a la cintura y me dijo:

-Vendrás a la embarcación, ¿verdad? ¡Concho, lo que nos divertiremos!

En tanto, el otro lobato del mar, Volivarda -éste era alto, enjuto, de color centenoso, carilargo, y de cabellos enmarañados cuyos rubios mechones rebosaban por los dobles y agujeros de la pequeña barretina- tiraba de mi ropa, acariciándome la cerviz.

¿Qué partido habría yo de tomar? ¿Qué santo hubiera resistido? Vaya, lo que es mi virtud no contaba con entereza bastante para hollar tanto halago.

Mientras cruzábamos el pueblo, no las tenía todas conmigo; la conciencia me hurgaba un poco, y me parecía a cada instante que mi padre había de surgir por escotillón; pero a la vista de la playa, de la embarcación y del mar, huyeron escrúpulos y temores como lechuzas acosadas por la luz del día. ¡Viva la libertad, bendito el alborozo! Íbamos a viajar, a visitar calas recónditas, pescaríamos tal vez bichos inauditos, veríamos los bancos vivientes donde se crían las conchas de mil colores que adornan la playa, encontraríamos… ¡quién sabe las maravillas que íbamos a encontrar!

-Ea, gente menuda que el tiempo estará de perlas -nos dijo Valencia-. Miren cuán alegre está la vieja azul que eternamente luce su mantellina de plata. Bien se compone y atavía la muy presumida. Gruñe como un can porque le es ya dificilillo roer las peñas, y la arena le daña las encías, pero no medita cosa mala. Los va a mecer en su seno como una dulce abuela. Ea, chiquitines; el viento y la corriente les ahorrarán la mitad del trabajo, y al regresar, habrá cesado el viento garbino.

Canario estaba allí aguardándonos. De bruces ante el esquife, ensebaba los palos, y me saludó con sonrisa de simpatía.

Los viejos marineros, que tomaban el fresco al pie de las rocas, a la sombra de las pitas azuladas, nos contemplaban con beatitud, hablándose lentamente, y señalándonos con el tubo de las pipas. Las mujeres que reparaban las redes, levantando sus cabezas, gritaban en broma:

-Por Dios, no vayan a agotar los pececitos de los mares. Que vuelvan arrastrando un delfín.

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Nosotros no respondíamos; no podía detenernos chirigota más o menos; nos absorbían nuestros quehaceres. Pasábamos revista a la embarcación, sumamente atareados.

-¿Cerraron el agujerete de desagüe?

-¿Qué fue del balde?

-No comparece la caña del timón.

-Valencia, ojo; que a los primeros vaivenes, adiós, estrovo de mis amores.

¡Qué algarabía! Valencia nos iba mostrando cuanto le pedíamos, respondía a las advertencias, y reía como si le hiciesen cosquillas.

Un muchacho que acababa de zambullirse desde una roca que se erguía dentro del mar, se nos acercó, nadando con grandes aspavientos.

-¿Me admites, Volivarda? -gritó con los ojos cerrados, después de escupir el agua que sus cabellos escurrían y se le metía en la boca.

-¡Arriba! -le contestó Volivarda lacónicamente.

El nadador salió a la arena sin tardanza; sus dientes crujían, temblaba y resollaba. Frotando algunas veces la espalda con la mano sacudió cuanto pudo el agua que le rodaba por los brazos y piernas, se echó sobre las carnes una camisa y unos pantalones de pana, sujetados por encima de los hombros con unos cordeles a guisa de tirantes, y estuvo ya dispuesto para la marcha. Nosotros habíamos empezado a varar, pero él anduvo con tal presteza que apenas botábamos al agua nuestro esquife, se agarró a la popa, saltó al interior de la embarcación, apoderase de un palo y remó antes que los demás.

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Entonces bogamos de firme; nos íbamos mar adentro con soberano empuje. Avanzábamos con cuatro remos, y Canario se encargaba del timón. ¡Qué brío! ¡Qué entusiasmo! ¡Qué delicia para mejillas y frente, el aura salpicada por las ondas bulliciosas! Un leve garbino, fresco, delicioso, riente, volaba con anchura sobre el mar extenso, rizando las olas sin enfurecerlas. Todo era vida y movimiento. Las aguas corrían por todas partes, rodaban, saltaban y tintineaban empujadas por una amable embriaguez. Ufanábanse, luciendo verdes, delicadas, diáfanas cresterías que con el ventoleo se sutilizaban hasta deshacerse en coqueterías de espuma. Acá iban amorosamente unas en pos de otras, besándose con inclinaciones lánguidas y graciosas al allegarse; allá se abrían regaladamente como una boca que echa a reír. Venían, parecidas a una hueste de chiquillos curiosos, a tentar y golpear la cáscara del esquife, a pasar por debajo de él, a empujarlo o a deslomarse desatentadamente en la rueda de proa.

-¡Sube de un salto,
sube muy alto!

entonaba Canario loco de placer.

Uno no podía mirar las aguas, en dirección de la tierra, hacia donde resplandecía el sol, sin verse obligado a cerrar los párpados invadidos de lágrimas. Allí el mar fulguraba con relámpagos de oro y azogue, y parecía deshacerse en chorros de vidrio bufado; y hacia la cala, en el albergue ponentino, amarilleaba como una extensa luna aceitosa.

Un atún que de un salto se echó arriba entre una zalagarda de espumas, y a pocos metros de nuestra barca, nos hizo permanecer boquiabiertos, inmóviles.

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-¡Hijos, cuidado si estaba orondo! -exclamamos todos.

Y quedamos algún tiempo en acecho, espiando el regreso del atún, pero un fuerte rugido de viento nos arrancó a la contemplación.

-¡Vira, vira! -gritó Volivarda. Todo el mundo a coger los remos, y a luchar de firme. El viento nos arroja a los bancos. ¡Pardiez, y cómo ladran los condenados!

Efectivamente, distraídos, habíamos abandonado el esquife a una corriente que nos llevaba en dirección peligrosa, hacia el extremo de una rocas que era preciso sortear si queríamos alcanzar el rumbo de levante. Nos hallábamos rodeados de bancos cuyos recios hombros ostentábanse doquiera cuando era sorbida el agua que los rodeaba, y se cubrían de espumas y borbotones cuando regresaban las olas. El estrépito que causaban era terrible, porque se multiplicaba al regolfar en las oquedades de las peñas, donde el viento alborotaba también espantosamente. Y, a pesar de todo, el tiempo era bueno, pero al oír aquellos fragores costaba algún trabajo creer que no se había desencadenado un temporal. Lo cierto es que andábamos atarantados; unos bogaban, otros ciaban y la embarcación giraba como presa de un remolino, a riesgo de que se dañase el esquife, dando contra alguna superficie roquera. Por fortuna, Volivarda se mantuvo sereno y nos tranquilizó.

-¿Qué los aturde, gallinas? ¿Saben nadar o no?

Así dijo, y señalando el punto a donde habíamos de encaminarnos, gritó:

-Hacia el estrecho, Canario. Y ustedes, cierren los ojos, y boguen hasta echar los bofes. Aquí no gobierna más que el timonel.

Apenas estuvimos concordes, salvamos el peligro en un instante, dejando atrás los bancos vocingleros.

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Entramos al cabo en un abrigadero confortable donde la marejada era casi insensible, y se respiraba un aire suave que olía agradablemente a marisco. Allí descansamos brevemente, y empezamos la pesca. Volivarda se apoderó del famoso volantín de Canario, dotole del cebo de los caracolillos que antes nosotros habíamos quebrado, e inmediatamente lo dejó caer en el mar hasta que el plomo casi rozó las hierbas filamentosas que cunden en el lecho del mar. Fue aquel un instante sensacional. ¡Con qué afán nos inclinamos todos ansiosos de ver los peces que incurrían en la tentación!

El agua estaba purísima, empapada de una luz verdosa que permitía distinguir aún las briznas más tenues de la hierba negruzca que alfombraba el suelo marino.

No tardó Payús en apretarme el brazo, diciendo:

-¡Ahora, ahora!

Y entonces, del mismo modo que surge alrededor del viandante al atravesar la ciénaga una nube de moscas y libélulas, antes ocultas en medio de los juncos y las ovas, vi surgir de entre los tallos submarinos un sin fin de pececillos multicolores que bullían y se levantaban en torno al volantín. Pululaban, deslizábanse, subían, bajaban, y daban de boca en el cebo, precipitándose con rudas embestidas hacia allá, y disputándose los pedacitos que lograban arrancar al anzuelo.

-Vive Dios, no puede uno contarlos -exclamaba Canario.

Pero Volivarda, malhumorado, decía:

-Esto es morralla y menudencia… No vamos a alcanzar ni una pieza. Aquí no están más que los chiquitines, y nosotros hemos de ir en busca de los cabezas de familia.

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Siguiendo los consejos de Volivarda, de vez en cuando, remábamos un poco para cambiar de sitio. Payús se impacientaba.

-¿Por qué diablo merecimos la mala estrella? -murmuraba sin poder sosegarse, y de pronto exclamó-: ¡Ya lo sé, pardiez! ¡Pues si no me he santiguado hoy!

Mojó los dedos, sumergiéndolos en el mar, como si los introdujera en la pica de agua bendita y se santiguó devotamente.

-¡A ver si rompemos el conjuro, concho!

Habíamos llegado a un paraje soleado, y súbitamente vi proyectarse sobre el fondo marino, borrando la malla de hilos luminosos que el sol extendía, la sombra gigantesca de dos peces que pasaban como dos centellas. Sobresalteme, pero ni espacio tuve para advertir a mis amigos que miraran. Ya Volivarda había levantado rápidamente el arreo de pescar avalorado por dos largas joliolas que se agitaban revolviendo por todos lados los colorines de su cuerpo, tan frescos e intensos que parecía que uno hubiese de mancharse la mano al cogerlas. ¡Dos joliolas! ¡Con qué chillidos las saludamos! No creo haber gozado jamás una alegría más pura.

-Ya está deshecho el conjuro -afirmó Payús-. No pierdas un momento, Volivarda, que esta es buenísima sazón, y bien se ve que el pez se concome de apetito.

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Cierto que aprovechamos la hora. ¡Cuánta joliola de tonos vivísimos, cuánto serrano manchado de oro y púrpura, cuánto estudiante revestido de escama negra, cuánto tordo, cuánta vaca serrana… imposible fuera enumerarlos…! Hasta nos apoderamos de un peje diablo, pequeño monstruo de venenoso pellizco; mirámosle con terror, y aún habiéndolo matado a puro baldazo, dionos mil molestias para despegarlo del anzuelo.

-Alerta -advirtió Volivarda-. Este es un pez maldito. Hendidas trae dos agujas de hechicera que ni con la muerte pierden el veneno. Hay que cortarlas con un cuchillo y arrojarlas. ¡Líbrenos Dios de poner el pie encima de tales pinchos!

-Por asqueroso y maldito que sea este pez -interrumpió Canario batiendo palmas- no querría yo jamás otra maldición que la suya en mi plato de sopa. Ni el pejesapo lo vence.

-¡Sin duda! -exclamamos todos, aprobando el dicho. Payús se lamió la punta de los dedos como si ya únicamente la imaginación se la hubiese puesto sabrosa.

Nos ensimismaba nuestra labor. No nos dábamos cuenta del aire, del sol ni del transcurso del tiempo. A no ser por una rencilla que agitó Payús y que obligó a Volivarda a buscar en el cielo argumentos de paz, tal vez la noche nos hubiera sorprendido pescando, tan ilusionados estábamos.

Por fortuna, Payús nos obsequió con su rabieta.

-Quiero intentar una calada, concho -exclamó-. Voy a probar fortuna.

Canario se opuso resueltamente.

-Eres demasiado torpe, chiquillo -le dijo-. Me enrocarías el volantín.

Payús se enojó. Levantose, echó la cabeza atrás poniendo en prensa las opulencias carnales de su enorme cogote, y permaneció algún tiempo mirando de hito en hito por las hendiduras de sus ojos, siempre semicerrados, a Canario.

-¿Lo dices en serio, cara de viernes? -preguntó después de un largo silencio-. ¿Crees haberme alquilado para mulo de carga? ¡Daca el sueldo que me pagas! Toda la tarde he echado los bofes remando sin cesar y ¿no he de divertirme ahora una miaja como una persona decente?

-No, no pescarás con mis arreos -contestó Canario apoderándose del volantín y ocultándoselo entre pierna y pierna.

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Canario era un chiquillo pequeñín, menguado, de un rubio muy claro, ojos azulados, algo bizco; no las tenía todas consigo, y las lágrimas iban a bordear sus pestañas, pero bien se conocía que estaba resuelto a no ceder.

Payús se encolerizaba cada vez más.

-Renacuajo de playa, cabeza de borras… granito de arena -le decía con aire despectivo-. ¿Conmigo quieres pelearte? ¿No ves que al primer topetón voy a hundirte las costillas como si me las hubiere con garbitanas podridas? ¿Que no he de pescar?… ¿No? Pues ello ha de ser, de grado o por fuerza; y mucho cuidado, no sea que los peces se pongan colorados por obra y gracia de la sangre que uno está dispuesto a derramar, ¿oyes? ¡Daca el avío, o te deshago!

Ya enarbolaba los puños; mas Volivarda le tiró de la blusa, obligole a sentarse en un banco, y riendo y echando la cosa a broma, le dijo:

-Siéntate, siéntate, abejaruco rapaz. Ea, toma una cigarra, y cállate. ¿Por qué pierdes los estribos, ansarón? Se te ocurrió demasiado tarde la idea de echar tu cuarto a espadas. Mira dónde para el sol. Si no vamos enseguida a los erizos de mar, nos veremos obligados a encender el farolillo.

Todos miramos entonces a nuestro alrededor. Virgen santísima, ¡lo que nos habíamos entretenido! ¡Había pasado la mar de tiempo! Ya la sombra de las montañas se extendía muchísimo por el agua. El garbino había cesado. La llama que le servía a Payús para encender el cigarro no oscilaba lo más mínimo, y el fósforo ardía hasta que, arrojado al agua, se apagó crepitando.

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El oleaje se había sosegado, borrado, extinguido… Calma chicha. ¡Y qué silencio! El tono blanquizco que adquiere el agua muerta de las ensenadas dilatábase por el mar como una capa invasora, y en la lisa capa charolada las peñas se reflejaban serenamente, pues ya la resaca había cesado de combatirlas; de las hierbas impregnadas de agua todavía se desprendían gotas musicales. Descendía de las montañas vecinas el perfume de los cantuesos y las florecillas del bosque, que exhalaban un aroma más intenso al recibir los frescores de la noche que cierra. El sol, que estaba a la sazón a la otra parte de una neblina de color de herrumbre, dejaba caer desde allí, a modo de rubias pestañas de un ojo que va cerrándose, el fleco de sus rayos que cubría todo el Montseny. El cielo empezaba a tomar un tono verdinoso. ¡Qué inmovilidad! ¡Qué silencio! Desmayaba la tarde lentamente con sonrisa de paz, con un dejo de agradable pereza que se adueñaba de los espacios sin fin.

Nos veíamos ya obligados a acudir a la tarea que nos encomendara el dueño de la embarcación. Cogimos otra vez los remos, y a levante. El esquife se deslizaba por la aceitosa llanura del mar, como un pedazo de jabón mojado por encima de un vidrio. Con poquísimo esfuerzo lo conducimos al paraje en que debíamos atracar, y luego de amarrarlo por el cabo de la cuerda a un tosco pilarcillo roquero, desembarcamos todos.

-Allí está la garganta donde se hallan los erizos -dijo Volivarda indicándonos la boca de una caverna en la cual de vez en cuando el mar, hinchándose poco a poco, se engolfaba como si le sorbieran, con un murmullo parecido al de una deglución gigantea.

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Nos acercamos allí; efectivamente, no sería forzoso volvernos de vacío. La peña submarina desaparecía materialmente bajo los bichos, muy densos y apretados, erizados de púas; dando en miniatura el aspecto que presentaría, acumulado en las honduras de un valle, un negro ejército provisto de picas.

La tarea se llevaba a cabo fácilmente. Con un arpón de tres ganchos, Volivarda rastrilló la peña, y cedían inmediatamente núcleos de punzantes mariscos. Payús recibía los erizos de mar en un salabrillo y los demás muchachos y yo los recogíamos con las manos del arpón y del salabrillo para comprimirlos en el cubo.

Alguna vez, al arrojar los que nos parecían demasiado chicos, se abría alguno, y el jugo y la colorada pulpilla se escurrían hacia el mar, atrayendo unos animalitos parecidos a langostines verduzcos y pequeñísimos que aparecían como una nube, y como una nube se desvanecían apenas terminaban el ágape que los reuniera.

-Esto es pulgón marino -me dijo Canario-. Los tales son más pequeños que los mosquitos, pero abundan más que la arena en la playa. Si se arrojan a las piezas o a los palangrones devoran el pescado con tanto frenesí que al poco tiempo no ve uno más que la pura espina. Y a ninguno temen. Verás… extiende la pierna a donde se hallaren, y te pellizcan enseguida. ¡Ojalá se consumiese toda su estirpe condenada!

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Terminados nuestros quehaceres, nos entretuvimos buscando almejas. ¡Teníamos un hambre!… Pues señor, harto fue reunir cuatro almejillas y una cebolla que Volivarda poseía; y todo nos lo repartimos con excelente fraternidad, y no hubo más aderezo posible que espolvorearlo con sal que procedente de las grandes resacas, había cristalizado en el fondo de las rocas mayores. El yantar fue conciso, pero nos supo a gloria.

Me parece que estoy aún en las peñas rodeado de los chicos. Veo a Payús tendido de cara al suelo, y abrazado a medias con Canario, sin recordar que no hacía una hora que intentaba trucidarle. Veo a Volivarda y al otro muchacho sentados en lo alto de una roca; sus piernas colgaban sobre mi cabeza. Oigo a lo lejos el toque de oración, el son de esquila de los rebaños que bajan de los picos enhiestos, y el canto de los grillos que suena acompasadamente como el alma diminuta de un gran reloj: cri, cri, cri… Y el día va muriendo, muriendo… El horizonte se amorata; tenues velos ascienden lentamente por él, y el mar, liso como un cristal, destaca luminoso en el horizonte, bañado de una finísima palidez dorada, sólo comparable a la de la luna cuando se va a poner.

¿Será preciso que llegue al trágico desenlace y que les informe que los míos descubrieron la travesura, y que me condenaron a irme en ayunas a la cama, a pesar del hambre que me despedazaba las entrañas?

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Visión agorera

un cuento de

Joaquim Ruyra

No puedo imaginar qué hora sería, ni asegurara encontrarme en noche o madrugada, pero se me antojaba que me había levantado poco tiempo ha. Una modorra singular, pesada, morbosa, entorpecía mi cerebro. Al mismo tiempo experimentaba yo algún disgusto muy hondo, alguna pena abrumadora, más érame imposible recordar sus causas. Nada, ni un mezquino detalle estaba presente en mi memoria. En vano me esforzaba en escudriñar las obscuridades de mi imaginación, buscando alguna remembranza aun no totalmente evaporada. Fue inútil. Sólo alcanzaba aumentar mi frenesí, mi honda amargura.

El día estaba triste. Abovedaba el cielo un nubarrón gris obscuro, que transmitía avaramente una claridad mortecina.

Me vino la sospecha de que estaría nevando y para cerciorarme salí a la ventana, y derramé al exterior la mirada de mis ojos turbios. Largo rato hube de parpadear antes de convencerme de que no había nieve por ninguna parte. Mis percepciones eran sordas y penosas. Permanecí allá, contemplando la negrura de las selvas que se extendían delante de mí, y dije a mis adentros: «Son los bosques de Montnegre... ¡Ah! ¡me encuentro en el más!» Y como si no estuviese muy seguro repetí en voz alta: «Sí, sí... me encuentro en el más Sábat».

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Imaginando que tal vez la soledad me impresionaba, anduve en busca de seres humanos. Entré en la cocina; una cocina espaciosa, negra, ahumada, de piso agreste y altísimo techo de cañas tiznadas. Allí, bajo el ancho vuelo acampanado del hogar, vi sentados en el banco al masovero* y la masovera, con los brazos doblados sobre el pecho sin decir palabra, graves, cabizbajos y devorados por yerta amarillez. Por el movimiento casi imperceptible de sus labios comprendí que rezaban. ¿Sería huella de lágrimas la claridad que serpenteaba por las facciones de la masovera? Allí cundía un desusado quebranto, que yo sentía también aunque no recordase el motivo.

Mientras examinaba aquella escena amilanado como no es decible, mis ojos dieron en el fondo de un pasadizo con la figura esbelta, grave y melancólica de mi madre. Etérea y blanquecina, la afable dama se me allegó, me abrazó y estampó en mi frente un dilatado beso. Sus labios eran finos como la morada lantanea mojada por el rocío de noviembre. Sus ojos grandes y serenos decían una tristeza incomprensible. Me eché a llorar en sus brazos... sin saber por qué.

-Imposible detenernos más -dijo a media voz. Y ambos salimos de casa, y anduvimos, anduvimos... Recuerdo que el aire estaba completamente inmóvil. Las hojas secas de chopos y carolinas caían aplomadas como pájaros muertos. ¿A dónde nos encaminábamos por la ribera de aquellos torrentes solitarios?

* masovero = labrador que, viviendo en masía ajena, cultiva las tierras anejas a cambio de una retribución o de una parte de los frutos.

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Se aproximaban las selvas. Entramos en una falda de montaña tenebrosa y poblada de enormes alcornoques, decrépitos y harapientos. Aquel viejo alcornocal era el de Montigalá, un bosque improductivo que no se había destinado al carboneo porque los transportes superaban en coste a la mercadería. A los árboles gigantescos, abandonados, se les dejaba que fuesen muriendo por sus pasos contados, y acaso hacía más de un siglo que estaban enfermos. Yo conocía muy bien el añejo alcornocal de Montigalá, lugar pavoroso donde jamás había oído el gorjeo de un ave ni el canto de un leñador. Allí el aire estaba siempre húmedo, impregnado de tufos de atmósfera cerrada y olores de moho semejantes a los que se perciben en un albergue de miserables.

Mi madre, distanciada algunos pasos de mí, caminaba silenciosa, bajando la vertiente de la montaña. Yo la seguía torpemente mirando con estremecimientos los arbolazos caducos que retorcían sobre mi cabeza sus ramas contrahechas, cubiertas de un musgo prolongado y blanco como el pelo de un viejo. Roídos muchos de ellos a nivel del suelo por los insectos, bocelados por la carcoma, heridos y descortezados a trechos; minados algunos por podredumbres que les convertían la médula en una masa amarilla y blanda, deshecha al menor roce en un serrín impalpable como el tabaco en polvo; abollados otros por tumores monstruosos que estallaban soltando hilillos acuosos que se extendían por el suelo a guisa de complicados riachuelos; éstos vaciados por cavidades espantosas; aquellos hendidos de arriba abajo y con la mitad de los pesados miembros abatida a sus pies; pero todos colosales, llagados, cubiertos de polvo y telarañas presentaban un grandioso aspecto, de desolación que aterraba. Diríase que Dios los había condenado a un espantoso sufrir, sin permitirles aliento ni gemido.

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¡Qué extenso, qué interminable me resultaba el alcornocal! Nunca me lo había parecido tanto; y la luz del día amenguaba como si la tarde desmayase más allá de las nubes. ¿Anochecía acaso? Yo tuve intención de hablar, de preguntar algo a mi madre, pero mi voluntad arrecida y sin tino no hallaba el resorte secreto que la pone en comunicación con los sentidos, y a pesar de mis esfuerzos, no surgía la voz en mi garganta contraída. ¡Qué angustia, Dios mío!

Mientras continuaba el descenso, vi allá a lo lejos, entre las malezas, a un hombre que bajaba con una maleta a cuestas. Esta visión me sugirió la idea de un viaje, de una ausencia penosa, de algo inevitable y desconsolador. ¡Pobre madrecita mía! ¿Sería ella quien partiese? ¿Y adónde?... ¿Aquella cabeza gris tan querida había de separarme del calor de mis besos? ¿Y por qué separarnos?... ¿Por qué?... Pesadamente, iba dando vueltas a estas preguntas en mi imaginación, y advertí a la sazón que nos acercábamos a la llanura brumosa y azulada; y mi madre apretó el paso, y yo también.

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No sé por cuáles senderos penetramos allá, pero lo cierto es que al cabo de algún tiempo nos hallábamos en mitad de la llanura y ante la estación de una vía de ferrocarril que se perdía en el infinito. En aquel mismo instante llegaba el tren haciendo trepidar el suelo. Entonces, mi madre me abrazó temblando, y de pronto, deslizándose de mis brazos, después de breve carrera se precipitó en un vagón. Yo quise entrar en pos de ella, pero ella miró con terror, y cerrando la portezuela de un golpe gritaba:

-¡No, no!

Quedé despavorido. El tren se puso en marcha, fueron desfilando los vagones delante de mí, y tras los cristales pasaron unas rígidas figuras, unas caras pálidas, unas narices azuladas, unos ojos vidriosos... Después, ¡soledad!, ¡soledad absoluta!... Sentí rodar una gota de escarcha a lo largo del espinazo, y me asaltó la idea de la muerte.

Esta idea clara, horripilante, me despertó. Todo aquello no había sido más que un sueño, pero me impresionó de tal manera que me apresuré a marchar del más donde la pesadilla me había sorprendido. Volví, pues, a la costa, a mi casa solariega, y (muchos creerán que lo digo para producir un efecto artístico, mas no es así) encontré a mi madre enferma y la vi morir a los pocos días. ¿El sueño habría sido una sugestión, una advertencia misteriosa? No sé, pero estoy convencido de que hoy, como en tiempo de Hamlet, el cielo y la tierra ocultan muchas cosas a la miopía de los sabios.

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