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Benito Pérez Galdós / la fontana de oro


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Elías estudió en Alcalá cánones y teología. Durante sus estudios, en que mostró grande aplicación, los maestros no cesaron de poner en las mismas nubes al que tanto honraba la ilustre estirpe de los Orejones. Unos esperaban en él un Luis Vives, otros un Escobar, cuál un Sánchez, cuál un Vázquez ó un Arias Montano. Y efectivamente, el joven era aplicado. Pasábase las noches en vela, devorando á Eusebio, á Cavalario y á Grotius. Atarugábase con enormes raciones diarias del libro De locis teologices, y cuando iba á clase descollaba entre todos. Entonces principiaron á marcarse los rasgos fundamentales de su carácter, el cual consistía en orgullo muy grande, unido á gran sequedad de trato y á rigidez de maneras, por lo cual sus compañeros no le tenían ningún cariño.

Pero su reputación de sabio era general. Fué á su pueblo, y al entrar en él lo primero que vió fué la venerable efigie de don Pablo Bragas, que le saludó con un pomposo arqueo de cintura. Junto á él estaban el alcalde, el cura y lo más notable de Ateca, incluso el herrador. Bragas sacó un papel del bolsillo y leyó un discurso, mitad en latín y mitad en castellano, que aplaudieron todos menos el obsequiado. En la casa le esperaban la señora Nicolasa, que se estaba poniendo vieja, y Orejón senior, que se conservaba muy fuerte. Su pequeña hermana era ya una muchacha; pero la pobre más fama tenía de traviesa que de sabía. Hubo una pequeña fiestecilla de confianza con abundancia de bollos, de los cuales la mitad (sea dicho en honor de la imparcialidad) fueron consumidos por don Pablo Bragas.

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  • Rita

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En el pueblo continuó Elías consagrado al estudio. Su sequedad aumentó, y se determinó más su orgullo; pero los padres no notaban tal cosa, y estaban amartelados con el joven. Si alguna vez los ofendía momentáneamente la rigidez de su trato, contentábanse luego con oír de boca de Bragas un panegírico, cuyo epílogo era siempre tazón de chocolate ó magra de gran calibre.

Elías tenía treinta años cuando marchó á la Corte. No sabemos si él, al tomar esta determinación, soñó con adquirir la gloria que los astros, por boca de un sabio, habían anunciado. El, sin duda, tenía dispuesto algún plan. Al llegar á Madrid trabó relaciones muy íntimas con los Padres del convento de Trinitarios, que eran sabios como unos templos. Hizo asimismo estrechas relaciones con un señor de la nobleza perteneciente á la casa ilustre de los Porreños y Venegas, marqueses de la Jarandilla; y tomó tal afición á esta familia, que la sirvió fielmente en la prosperidad, y fué su mayordomo, aun después de la ruina de la casa, acontecida al fin de la guerra. Al estallar ésta en 1808, Elías dejó sus costumbres sedentarias, sus Pandectas, su Digesto y sus Dacretales, para militar en las filas de Echevarri y el Empecinado; hizo con el primero toda la campaña de Navarra, y organizó una porción de somatenes en Castilla al pasar Napoleón de vuelta de Madrid.

Concluida la guerra, pasó por su pueblo: su padre había muerto; su hermana era ya mujer y se había casado con un pariente labrador; su madre estaba tullida y enferma. Bragas había perdido su buen humor y su afición á los astros; pero no su amor á Elisico, ni el convencimiento profundo de que dos naciones se unirían contra él, y que él las vencería á las dos.

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En Ateca supo el incremento que tomaba el partido constitucional y el entusiasmo con que en toda la Península era mirada la Asamblea de Cádiz. Advirtamos que Elías detestaba de muerte á los constitucionales. Aquel hombre, que desde que tuvo uso de razón no vivió sino con la inteligencia, ni en su juventud experimentó los naturales sentimientos de amistad y afecto, estaba á los cuarenta años enardecido con una fuerte y violentísima pasión. Esta pasión era el amor al despotismo, el odio á toda tolerancia, á toda libertad; era un realista furibundo, atroz, y su fanatismo llegaba hasta hacerle capaz de la mayor abnegación, del sacrificio, del martirio. Su carácter era apasionado por naturaleza, aunque los asiduos estudios le habían comprimido y desfigurado. Pero al llegar á aquella época, en que era imposible á todo español apartar la vista del gran problema que se trataba de resolver, la escondida vehemencia de sentimientos de Elías se manifestó, y no en forma de amor, ni de avaricia, ni de ambición: se manifestó en forma de pasión política, de adhesión frenética á un sistema y odio profundo al contrario.

Como consecuencia de esta evolución de su carácter, se desarrollaron en él una fuerza de voluntad y una energía tales, que le hubieran llevado á los más grandes hechos, á tener ocasión para ello. Su inteligencia, que era muy perspicaz y cultivada del modo que hemos dicho, prestaba más fuerza á aquel sentimiento exagerado; y el consorcio extraño de sus facultades intelectuales con su gran pasión, unido á su trato indomable, hacía de él uno de esos seres monstruosos, que la observación superficial califica ligeramente de este modo: un loco.

Hundido el sistema constitucional en 1814, Elías fué feliz; pero no por eso vivió tranquilo, porque comenzó á tomar parte en la vida activa de la política, que es en todas ocasiones una vida poco agradable. Trabó amistad con el duque de Alagón, individuo de la odiosa camarilla; entraba en los conciliábulos de Palacio, y se honró con la amistad de aquel príncipe que deshonró á su patria. Entonces tomaba parte en los sordos manejos de aquella corte infame.

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  • 2 Monate später...

Pero vino el año 20, y nuestro personaje entró en el período de rabia crónica, de desorden moral y frenética tenacidad en que le hemos conocido. Ya sabemos poco más ó menos cómo vivía: su actividad había redoblado, y conspiraba con una constancia de que no se ha visto ejemplo. En relaciones secretas con la corte, procuraba organizar una reacción, y todos los medios se adoptaban si conducían al fin deseado. Iba á los clubs, atizaba alborotos, frecuentaba las reuniones de realistas y aun de los liberales. Todo lo averiguaba y lo aprovechaba todo. Pero ya sonaban públicamente algunas acusaciones contra él; ya se decía que había pertenecido á la camarilla: ya se le indicaba como conspirador, y más de una vez se vió amenazado por gentes que pretendían conocerle ó le conocían en efecto.

Todos los que le conocían de vista en los círculos patrióticos le llamaban Coletilla, apodo elaborado en la barbería de Calleja, algunos días después del famoso aditamento que puso el Rey al discurso de la Corona. Aquel apéndice literario, que tan mal efecto produjo, era designado en el pueblo con la palabra Coletilla. La idea de que Elías era amigo del Rey, unió en la mente del pueblo la persona del fanático y aquella palabra: los nombres que el pueblo graba en la frente de un individuo con su sello de fuego, no se borran nunca. Así es que Elías se llamaba así, para todo el mundo.

Sus pocos amigos únicamente se cuidaban bien de nombrarle así.

Concluiremos consagrando un recuerdo á uno de los principales héroes de este capítulo. Nuestro amigo don Pablo Bragas murió en Ateca á los noventa y un años de edad, de calenturas gástricas, debidas al doble efecto de un hartazgo de salpicón y de un constipado que cogió examinando la conjunción de Arcturus con Marte en una noche de Enero.

Desde entonces la astronomía está en Ateca en lastimosa decadencia.

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  • 3 Wochen später...

CAPÍTULO V

La compañera de Coletilla.

En Diciembre de 1808 militaba Elías, como hemos dicho, en una partida que había levantado en Segovia el Empecinado. Tuvieron varios encuentros con los franceses, hasta que Soult, que salió en persecución de Moore, encontró á los guerrilleros y les hizo retroceder hacia Valladolid; de allí siguieron avanzando hacia el Norte y llegaron hasta Astorga. Elías se quedó en Sahagún con unos cuantos hombres, dispuestos á organizar allí una partida considerable que hostilizara á Ney en su salida de Galicia.

En Sahagún había un coronel segoviano que, habiéndose casado allí, vivía retirado del servicio militar. Era hombre de elevado carácter, de mucho corazón y de bien cultivada inteligencia; había sido muy rico, pero deparóle el cielo ó el infierno una esposa que ni de encargo hubiera salido tan díscola, intratable y antojadiza. El pobre militar hacía cuanto era imaginable para dominar el carácter de aquel basilisco, en quien parecían haberse reunido todas las malas cualidades que la naturaleza suele emplear en la elaboración de las mujeres. Empezó por hacerse excesivamente devota, y tal era su mojigatería, que abandonaba á su marido y su casa para pasarse todo el santo día entre monjas, padres graves, cofrades, penitentes, sin ocuparse más que de rosarios, escapularios, letanías, horas, antífona y cabildeos. Vivía entre el confesonario, el locutorio, la celda y la sacristía, hecha un santo de palo, con el cuello torcido, la mirada en el suelo, avinagrado el gesto, y la voz siempre clueca y comprimida.

Bearbeitet von Rita
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  • 2 Wochen später...

En los pocos momentos que pasaba en su casa era intratable. En todo cuanto decía su pobre marido encontraba ella pensamientos pecaminosos; todas las acciones de él eran mundanas: le quemaba los libros, le sacaba el dinero para obras pías, le llenaba la casa de padres misioneros, teatinos y premostratenses; y en cuanto se hablaba do conciencia y de pecados, empezaba á mentar los de todo el mundo, sacando á la publicidad de una tertulia frailuna la vida y milagros del vecindario, para condenarla como escandalosa y corruptora de las buenas costumbres. En tocando á este punto le daban arrebatos de santa cólera, y entonces no se la podía aguantar.

Pero de repente la insoportable beata se volvió del revés; el fondo de su carácter era una volubilidad extremada. Cambiando repentinamente, adoptó un género de vida muy mundano: se salía de capa y se andaba por esos mundos dando zancajos con el pretexto de que tenía una fuerte afección moral y necesitaba distracción. Acompañábala algún militar joven ó algún abate verde. Su marido, viendo que era imposible detenerla en casa, tuvo que consentir en aquella vida voladera; que si bien le costaba una parte de su fortuna, le libraba por algún tiempo de las impertinencias de aquel demonio.

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La tercera metamorfosis de doña Clara fué peor. Le dió por ponerse enferma, y entonces no había malestar, ni dolencia, ni afección crónica, ni ataque agudo que no viniera á afligir su cuerpo. Agotó todos los ungüentos, específicos y tisanas; puso sobre un pie á todos los boticarios, curanderos, médicos y protomédicos, y visitó todos los baños minerales de España, desde Ledesma á Paracuellos, desde Lanjarón á Fitero. Lo único que parecía aliviarla era el circunstanciado relato de sus males que hacía á todos los teatinos, franciscanos, mínimos y premostratenses, con quienes volvió á entibiar místicas relaciones.

Chacón, su pobre esposo, cogía el cielo con las manos, y aun llegó á aplicarle el eficaz cauterio de unos cuantos palos, que no produjeron otro efecto que recrudecer la feroz impertinencia de aquel enemigo.

Al mismo tiempo la fortuna del matrimonio tocaba á su término, y el desventurado marido temblaba al considerar qué sería en lo porvenir de su pobre hija, entonces de cinco años de edad. La devota, la enferma había tenido, antes de ser enferma y devota, una niña que se llamaba Clara, como ella, único fruto de aquel malaventurado matrimonio.

Doña Clara se curó cuando lo tuvo por conveniente, y se entregó de nuevo á las cosas de la Iglesia, tomándolo tan á pechos que no había día en que no se mortificase con disciplinazos, que se oían desde la calle. Estábase de rodillas y en cruz una hora seguida; cuando empezaba á contar los éxtasis que le daban y las visiones que tenía, era el cuento de las cabras de Sancho. El esposo pedía á Dios que le librara de aquel infierno vivo. Doña Clara no amaba á su hija ni á su esposo, y éste que la había amado mucho, concluyó por aborrecerla.

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  • 2 Wochen später...

Al fin la Chacona (así la llamaban en el pueblo) dejó otra vez la vida devota, y de la noche á la mañana se marchó á Portugal á tomar aires. Felizmente Dios la iluminó, y de Portugal se fué al Brasil con unos misioneros. No se supo más de ella. El pundonoroso y leal esposo respiró: estaba libre, pero pobre, enteramente pobre sin otra cosa que un sueldo mezquino; tranquilo en cuanto á lo presente, pero inquieto siempre que pensaba en aquella niña infeliz que iba á quedar en la miseria.

En la mitad de Diciembre de 1808 todo el pueblo de Sahagún salió al camino real lleno de curiosidad. El emperador Napoleón I pasaba por allí para dirigirse á Astorga en persecución de los ingleses. Llegó al pueblo, descansó dos horas, y siguió su camino, seguido de una gran parte del ejército que ocupaba á España. Cuando los franceses, guiados por Napoleón, estuvieron lejos, Sahagún se atumultuó; tomaron las armas todos los jóvenes, y mandados por Elías y el cura de Carrión, se disponían á pelear con unos regimientos franceses, que al día siguiente habían de pasar por allí para unirse al cuerpo del ejército.

Aquella tarde Chacón abrazaba y besaba tiernamente á su hija, que, al ver llorar á su padre, lloraba también sin saber porqué. El coronel tenía un proyecto, el único que podía darle alguna esperanza de asegurar en lo futuro el bienestar de Clara. Había resuelto entrar en campaña, avanzar en su carrera y seguir á la nación en aquella crisis, seguro de que le pagaría sus servicios. Escribió al Empecinado pidiéndole órdenes, y éste le contestó que se pusiera al frente de los 500 hombres de Sahagún, y procurase batir á los regimientos franceses que iban á unirse con Napoleón en Astorga. El bravo militar, aclamado jefe de la partida que Elías y el cura de Carrión organizaron, salió aquella noche, dejando á su hija en poder de dos antiguas criadas. Situáronse á un cuarto de legua del pueblo, y al amanecer del siguiente día se vieron brillar á lo lejos las bayonetas de los franceses. La guerrilla les hostilizó con fuegos esparcidos: al principio, los franceses vacilaron con la sorpresa; mas repuestos un poco, atacaron á los nuestros. El combate fué encarnizado. Elías y Chacón se miraron con angustia. "¡Son tres veces mas que nosotros!-dijo Chacón;-pero no importa: ¡adelante!"

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Retrocedieron hasta la entrada del pueblo: allí la lucha fué horrible. Desde las ventanas, desde las esquinas disparaban los paisanos contra el enemigo, cuyas filas se diezmaban. El coronel mandaba á los suyos con un denuedo sin ejemplo. A la partida unióse al fin el resto del pueblo. Un esfuerzo más, y los franceses eran vencidos. Este esfuerzo se hizo: costó muchas vidas; pero los franceses, no queriendo perder más gente, emprendieron la retirada hacia Valencia de Don Juan.

El pueblo todo les siguió, con Chacón á la cabeza; pero aún no había andado éste veinte pasos, cuando fué herido por una bala: dió un grito y cayó bañado en su sangre. Las mujeres le rodearon, llorando todas al verle herido; él dijo algunas palabras, volvieron los suyos, y entre cuatro le llevaron á su casa. Antes de llegar á ella ya estaba muerto.

Reinaba en el pueblo la consternación, porque habían perecido muchos hijos y muchos maridos; las madres y las esposas gritaban por las calles con amargos y dolorosos lamentos. Delante de la puerta de la casa de Chacón había un grupo de mujeres silenciosas que contemplaban el cadáver del coronel, teñido en sangre, con la frente partida y destrozado el pecho. Algunos niños, en quienes podía más la curiosidad que el miedo, se habían acercado hasta tocarle los dedos, las espuelas y el cinturón.

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Nadie hablaba en aquella escena, y sólo la pobre Clarita, consternada al ver que todos la miraban llorando, comenzó á llamar con fuertes voces á su padre, cuya muerte no comprendía.

-Qué niña es ésta?-preguntó Elías.

-Es su hija,-contestó una mujer que la tenía abrazada.

-¿Y no tiene madre?-

-No, señor,-

-¿Y qué vamos á hacer de ella?-dijo Elías mirando al cura de Carrión y á los demás cabecillas del tumulto.

Todos se encogieron de hombros y besaron á Clara.

-Nosotros nos quedaremos con ella,-dijeron las dos mujeres que habían servido al coronel cuando era rico.

-No-dijo Elías:-yo la recojo. Me la llevaré conmigo, la educaré.-

Las mujeres aquellas eran muy pobres. Gran cariño les inspiraba Clarita; pero al tenerla á su lado la condenaban á ser pobre como ellas para toda la vida. Consideraban á don Elías como persona de posición y carácter, y no dudaron, por lo tanto, en dejarle la niña.

Permaneció, sin embargo, en Sahagún hasta 1812, época en que el realista dejó las armas y se retiró á Madrid. Entonces le acompañó Clara, que no pudo separarse de sus pobres amigas sin llorar mucho, ni pudo acostumbrarse tampoco á mirar cara á cara á su protector, porque le daba mucho miedo.

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  • 1 Monat später...

Grande fué su tristeza cuando al despertar en un hermoso día de Mayo se encontró entre las obscuras paredes de la casa que conocemos en la calle de Válgame Dios; y esta tristeza aumentó cuando la llevaron al convento-colegio de ciertas hermanas de una Orden famosa, que enseñaban á las niñas del barrio lo poquito que sabían. Tenía la escuela todo lo sombrío del convento, sin tener su claustro melancólico y su dulce paz. Dirigíanla unas cuantas viejas, entre quienes descollaba por su displicencia, fealdad y decrepitud una tal madre Angustias, que usaba una caña muy larga para castigar á las niñas, y unas antiparras verdes, que más que para verlas mejor, le servían para que las pobrecillas no conocieran cuándo las miraba.

Las niñas se levantaban muy temprano, y rezaban; almorzaban unas sopas de ajos, en que solía nadar tal cual garbanzo de la víspera, y después pasaban al estudio, que era ejercicio de lectura, en el cual desempeñaba el principal papel la caña de doña Angustias. Trazaban luego, por espacio de dos horas, sendos garabatos en un papel rayado; y después de contestar de memoria á las preguntas de un catecismo, cosían tres horas largas, hasta que llegaba la del juego. El recreo tenía lugar en un patio obscuro y hediondo, cuya vegetación consistía en un pobre clavel amarillento y tísico que crecía en un puchero inservible, erigido en tiesto de flores. Las niñas jugaban un rato en aquella pocilga, hasta que la madre Angustias sonaba desde su cuarto una siniestra campanilla, que reunía en torno á su caña á los tristes ángeles del muladar.

Después de comer llevaba el rosario la madre Brígida, por no poder hacerlo la madre Angustias, á causa del asma que la afligía, entrecortándole la voz. Aquel rosario era interminable, porque detrás de sus infinitos paternóster venían las letanías, llagas, misterios, jaculatorias, oraciones, gozos y endechas místicas. La noche las sorprendía en aquel devoto ejercicio, y era muy común que alguna de las chiquillas, rendida bajo el peso moral de tan monótono y cansado rezo, bostezara tres veces y se durmiera al fin benditamente. Parapetada detrás de sus antiparras, la madre Angustias observaba los bostezos y acariciaba su caña dictatorial sin decir palabra á la culpable, esperando á que se durmiera, y entonces ¡ira de Dios! le sacudía un cañazo, seguido de una retahila de insinuaciones coléricas. Las otras niñas, que no esperaban más que un motivo de distracción y entretenimiento, al ver la triste figura que hacía su compañera al despertar bruscamente, soltaban la risa, se interrumpía el rezo, gruñía la madre Brígida, cacareaba la madre Angustias, y llovían los cañazos á diestra y siniestra. Al anochecer continuaban las lecciones y el catecismo. La madre Angustias les decía: "Ahora el ca … ca … tecismo. Madre Brí … Brí … Brígida, la que no lo sepa, al ca … ca … caramanchón."

Y se marchaba á acostar, porque padecía de ciertos ahoguillos, y tenía que ponerse todas las noches paños calientes en el estómago.

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Clarita y otras niñas de la escuela creían á pie juntillas que la madre Angustias no tenía ojos, y que todas sus facultades ópticas residían en aquellos dos temibles vidrios verdes, engastados en una armazón rancia y enmohecida; y acontecía que para imitarla cortaban dos redondeles de papel verde del forro del catecismo y se lo pegaban con saliva en los ojos, con lo cual se morían de risa. Como no podían ver gota con aquellos parches, sorprendiólas un día la madre Petronila, que era un vinagre, y después de darles muchos coscorrones, las condenó á no comer ni jugar aquel día, ¡Qué horas pasaron las pobres!

Otra vez se hallaban todas en el patio, y ocurriósele á un pajarito muy flaco meterse allí por el tejado y posarse, después de chocar en los muros, en el entristecido clavel. ¡Qué algazara se armó! Aquél fué el mayor acontecimiento del año. Con pañuelos, con mantos, con cuanto hallaron á mano, le persiguieron hasta cogerle; atáronle un hilo en una de las patas, y Clara le guardó muy bien en un cajoncillo donde tenía la costura. A escondidas le echaban de comer por las noches; pero el animalito enflaquecía y se ponía más triste cada vez. Una noche, en el momento en que el rezo iba á principiar, Clara tenía abierto el costurero, y fingiendo arreglar dentro de él alguna cosa, se ocupaba en abrirle la boca al pajarito y meterle á la fuerza unas migajas de pan que había guardado en el bolsillo, cuando de repente alzó el vuelo el animal, revoloteó por la habitación con el hilo atado en la pata, y fué á pararse ¿dónde creeréis? en la misma cabeza de doña Angustias, que al verse profanada de aquel modo, tomó tal cólera, que el asma le ahogó la voz y estuvo gesticulando en silencio diez minutos, roja como un tomate. Clara se quedó yerta de miedo.

"Cla … Cla … Cla … rita-exclamó la madre Angustias ciega de furor.-¡Niña mal … mal criada! ¡Qué desaca … ca … cato es éste? Esta noche al ca … ca … caramanchón."

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Clara fué condenada aquella noche á dormir en el caramanchón, última pena que sólo se aplicaba muy de tarde en tarde á los más negros y raros delitos. Doña Angustias continuó en su cacareo hasta que vió cumplida la terrible orden; y á la hora en que acostumbraban á recogerse, Clara fué llevada al presidio, que era un desván obscuro, fétido y pavoroso. La pobrecilla no cabía en sí de miedo al verse sola en aquel tugurio, entre mil objetos cuya forma no podía apreciar, tendida en un miserable jergón y expuesta al aire colado, que por una ventanilla entraba. En su desvelo, sintió las pisadas de los ratones que en aquellos climas vivían; pisadas que en sus oídos resonaban como si fueran producidas por los pies de un ejército de gigantes. Se encogió, se envolvió toda en su manta, escondiendo los pies, las manos y la cabeza; pero las ratas corrían por encima, y saltaban, iban y venían con una algarabía espantosa. También contribuyó á aumentar el pavor de la niña una disputa que en el tejado vecino se trabó entre dos gatos bullangueros que lanzaban maullidos lúgubres y desentonados. La pobre no pudo dormir, y el día la encontró hecha un ovillo, empapada en sudor frío y temblando de miedo.

Entre estos sucesos extraordinarios y la diaria tarea del estudio y la costura, aterrada siempre por la fascinación terrible de los espejuelos de la madre Angustias, pasó Clara cuatro años, hasta que, cumplidos los once, vino Elías por ella y se la llevó á su casa.

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El realista no sabía al principio qué hacer de aquella niña: ocurrióle hacerla monja; pero impulsado por un repentino egoísmo, resolvió conservarla á su lado. Era solo: su casa necesitaba una mujer. ¿Quién mejor que Clara? Su inteligencia no estaba bien cultivada, pues no sabía sino leer, escribir y hacer algunas cuentas; pero, en cambio, cosía muy bien y entendía de toda clase de labores.

La hija de la Chacona creció en casa de Coletilla, y fué mujer. Creció sin juegos, sin amables compañeras, sin alegrías, sin esas saludables y útiles expansiones que conducen felizmente de la niñez á la juventud. Elías no la trataba mal, pero tampoco era muy cariñoso son ella.

Los domingos la solía llevar á la Florida ó á la Virgen del Puerto; una vez la llevó al teatro, y Clara creyó que era verdad lo que estaban representando. Los paseos dominicales cesaron cuando Elías tuvo ocupaciones y preocupaciones que le apartaban de su casa: entonces ella se limitó á oír misa muy de mañana en las monjas de Góngora, y en esta expedición lo acompañaba, una criada alcarreña llamada Pascuala, que Coletilla había tomado á su servicio.

Este encierro perpetuo hubiera agriado y pervertido tal vez otro carácter menos dulce y bondadoso que el de Clara, la cual llegó á creer que aquella vida era cosa muy natural, y que no debía aspirar á otra cosa; así es que vivía tranquila, melancólicamente feliz, y á veces alegre. Y, sin embargo, semanas enteras pasaban sin que una persona extraña penetrara en la casa del fanático. Parecía que toda la sociedad quería huir de aquella jaula en que estaba encerrado su mayor enemigo.

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Sólo una excepción existía en aquel aislamiento normal. Ya hemos dicho que don Elías fué amigo y servidor de una antigua é ilustre casa. Después de la ruina de los Porreños y Venegas, sólo quedaron tres individuos, tres dueñas venerables que conservaron relaciones amistosas con el realista. Muy de tarde en tarde iban á visitarle. Tenían un trato seco; eran intolerantes, rígidas, orgullosas. Nunca hablaban á Clara sino con palabras solemnes, que daban tristeza y abatían el ánimo. No podían prescindir de la etiqueta, ni aun delante de una pobre muchacha y eran tan ceremoniosas y tiesas, que Clara les llegó á tomar antipatía, porque siempre que iban á la casa dejaban allí una sombra de tristeza que duraba mucho tiempo en el alma de la huérfana.

En los últimos años, Coletilla entraba, como hemos dicho, en el período álgido de su frenesí político; la cólera era su estado normal, y era cosa imposible que en su fanáticas obsesiones pudiera aquella alma irascible tener cariños y finezas para la pobre compañera que tanto las necesitaba. Por el contrario, mostrábase muy duro con ella; se estaba sin hablarle semanas enteras; otras veces la reprendía con acrimonia y sin motivo: la llamaba frívola y casquivana. Un día, al ver que la desventurada se había peinado con menos sencillez que de ordinario, y se había vestido, reformando un poco su natural elegancia con el poderoso instinto de la moda, que las mujeres más apartadas del mundo poseen, la riñó, repitiéndole muchas veces esta frase que le costó lágrimas á la infeliz: "Clara, te has echado á perder."

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  • 2 Wochen später...

Otras veces le daba al viejo por vigilarla, y le prohibía asomarse al balcón y abrir la puerta, es decir, la abandonaba ó la martirizaba, según el estado de aquel espíritu perturbador y cruel.

Clara se puso mala; se iba agostando con lentitud como el clavel que crecía difícilmente en el patio de la escuela. Su melancolía creció, se puso descolorida y extenuada, y llegó á hacer temer graves peligros para su salud. Coletilla no pudo permanecer indiferente á la enfermedad de su protegida, y trajo un médico el cual expresó su dictamen muy brevemente, diciendo: "Si usted no manda á esta chica al campo se muere antes de un mes."

El realista pensó que la muerte de aquella muchacha sería un contratiempo. Recordó que su hermana vivía en Ateca con su familia, y formó su plan.

Escribió dos letras y algunos días después Clara entraba en el pueblo con el corazón rebosando de alegría.

Benéfica reacción se verificó en su salud, y su espíritu, tanto tiempo abatido por el fastidio y el encierro, se reanimó con el pleno goce de la Naturaleza y el trato de personas alegres que la atendían y la amaban. Aquellos días fueron una segunda vida para la desdichada mártir, porque se regeneró materialmente, adquiriendo lozanía, frescura y vigor: sus ojos, acostumbrados á la obscuridad de cuatro paredes, recorrían ya un largo horizonte: sus pasos la llevaban á grandes distancias: su voz era escuchada por amigas joviales y francas, por jóvenes sencillos, por viejos cariñosos; su alegría era comprendida y compartida por otros; sus inocentes deseos satisfechos; conocía la amistad, la vida familiar, la confianza; gozaba de un cielo hermoso, de un aire puro, de un bienestar sobrio y tranquilo, de felices y no monótonos días, de sosegadas y apacibles noches.

Pero durante la permanencia de Clara en Ateca pasaron cosas que influyeron poderosamente en el resto de su vida. Vamos á referirlas, porque de ellas se deriva casi toda esta historia; y por tan importantes y graves, las dejamos para el capítulo siguiente, donde las verá el lector, si está decidido á no abandonarnos.

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Capítulo VI

El sobrino de Coletilla.

Marta, la hermana de Elías, había quedado viuda con un hijo llamado Lázaro, que después de estudiar Humanidades en Tudela, pasó á la Universidad de Zaragoza. Era éste un mozo como de veintitrés á veinticinco años, de agradable presencia, de ingenio muy precoz, de imaginación viva, de palabra fácil y difusa, muy impresionable y vehemente, y de recto y noble corazón.

Las nuevas ideas, que entonces conmovían profundamente el corazón de la juventud, habían hallado en el joven Lázaro un creyente decidido. Era uno de los que, brotados en el tumulto de un aula de Filosofía militaban con pasión generosa en las filas de los propagadores políticos, entonces tan necesarios.

Sucedió que los estudiantes zaragozanos trabaron una pendencia con los socios de cierto club político; el asunto tomó proporciones, intervino la autoridad universitaria, y Lázaro se vió obligado á salir de Zaragoza, perdiendo curso. Esto pasaba en los días en que, destituido Riego del mando de capitán general de Aragón, hubo en aquella ciudad tumultos y manifestaciones, que el Gobierno quiso reprimir. Lázaro, que estaba á punto de concluir la carrera, conoció la gravedad de su situación y el disgusto que tendrían su madre y su abuelo, á quienes amaba mucho. Quiso reclamar, pero fué inútil, y tuvo que retirarse á su pueblo, triste, avergonzado y lleno de dudas y temores.

Pero al entrar en su casa, agitado por la zozobra y los remordimientos, vió en compañía de su madre á una persona desconocida que desde el primer momento le produjo una secreta impresión de alegría, imponiéndole, sin saber por qué, consuelo y esperanza. Confesó lo que le pasaba, sin disminuir la gravedad del caso, por lo cual don Fermín, su abuelo paterno, se puso serio y quiso enfadarse, y su madre lloró un poco. Pero la persona desconocida, que parecía estar allí para alegrar la casa, disipó la cólera del primero y secó las lágrimas de la segunda, mientras Lázaro, con la cabeza baja y humedecidos los ojos, permanecía inmóvil delante de sus jueces y de su defensor sin decir palabra, aunque á la verdad no era preciso, porque la joven le defendía muy bien sin desplegar gran elocuencia, ni emplear otros recursos que su claro y natural sentido, su acrisolado y generoso sentimiento.

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El pobre Lázaro estaba tan turbado, que se le figuraba que aquella persona era una aparición, un ser enviado del cielo para ampararle en aquellos apurados momentos. Esperaba verla desaparecer al concluir su misión, y la miraba con ese estupor silencioso que causa lo sobrenatural y desconocido. No tenía antecedentes de aquella joven, ni había sospechado que existiera y se encontrara allí. Pero la imagen no se desvanecía, y, por el contrario, continuaba viéndola adornada con todos los encantos físicos y morales que pueden poseer los ángeles de este mundo.

No se habló más del asunto. Lázaro fué perdonado, pero no salió de sus confusiones. Explicáronle quién era Clara y por qué estaba allí; más no por eso pudo dominar el estudiante la respetuosa y fuerte sorpresa que le había producido.

Estuvo encogido y como asombrado todo el día, y temblóle la voz cuando quiso hablar con ella, y se calló al fin por temor de decir mil disparates. Al día siguiente despertó con una alegría exaltada, á la que sucedía bruscamente una tristeza sin igual. Su aturdimiento tomaba fases muy diversas tan pronto se veía atacado de un apetito insaciable de verbosidad que no podía contener; tan pronto hacía esfuerzos inauditos para pronunciar una palabra, sin llegar á conseguirlo. Era un polaticómano ferviente, y en Zaragoza se había distinguido por sus elocuentes arengas en los clubs, que le habían dado mucha celebridad; en sus conversaciones privadas se expresaba también con mucho entusiasmo y corrección pero esta vez de todo hablaba menos de política. Parecía que no existían ya para él ni la revolución francesa, ni el Emilio, de Rousseau, ni las Carta de Talleyrand, ni el Diccionario, de Voltaire. Se había olvidado de todo esto, y sólo pensaba en la fórmula más expresiva y exacta para decirle á Clara que la había visto en sueños aquella noche. Recurrió al sistema de las circunlocuciones, pensó después en decirlo á secas y sin ambajes, acordóse de que las alegorías se habían inventado para aquel caso, y probó todos los medios sin lograr con ninguno su objeto.

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Pasaron dos ó tres días sin que hallara un modo de ser explícito. Cuando estaba solo, sí; entonces hablaba, hablaba consigo mismo, y aun parecías entablar misteriosos diálogos con aquel hermoso espíritu, que encontraba siempre en todas partes, acompañándole en sus soledades é insomnios; espíritu lleno de luz y con formas de mujer, que brotaba del seno mismo de la noche para mirarle inmóvil, callado y sereno. Delante de esta sombra era Lázaro muy elocuente, y siempre acertaba á expresar lo que sentía; y sentía tanto el pobre, que á veces le daba uno de esos accesos vehementes, en que el organismo se conmueve todo, quebrantado y oprimido por la enorme expansión del espíritu. Salía de la casa por no hallarse bien en ella, y volvía á entrar por no hallarse bien fuera. Por fin, había logrado formular un diálogo con Clara. La primera vez que pudo hablar con ella un cuarto de hora seguido, se mostró muy enojado. ¿Enojado? ¿Porqué? Después empezó á darle las gracias. ¿Las gracias? ¿Por qué? Después le pidió perdón. ¿Perdón? ¿De qué? Y acto continuo le dijo que se iba á volver loco. ¿Loco?… Su andar era errante. Se dirigía á todas partes, y no llegaba á ninguna; se hallaba siempre donde no quería estar. Pero á pesar de estas evoluciones de ciego, acontecía que si Clara iba á alguna parte, ¡qué casualidad! encontraba en ella á Lázaro que la esperaba.

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El alma de la muchacha no estaba sujeta á estas extrañas perturbaciones. Siempre sensible y feliz en su serenidad inocente, se dejaba llevar por la corriente de una vida sin agitación ni contratiempos. En su sitio propio, para dar paz al ánimo y descanso á la fantasía, vivía sin sentirlo digámoslo así; y si alguna vez la entristecía algún pensamiento, era el pensamiento de volver á la calle de Válgame Dios. La amistad, casi desconocida por ella, fué entonces causa de que adquiriera esa sutil delicadeza, que caracteriza los afectos femeninos, y esa fluidez de ingenio que tanto los embellece y adorna.

Había en el pueblo otra joven de la misma edad é idéntico carácter, llamada Ana, hija de un rico labrador. Ana y Clara se hicieron íntimas amigas en pocos días de trato. Ibanse todas las tardes á una huerta perteneciente al padre de Ana, y allí, entretenidas con sus labores, se pasaban conversando largas horas. En esta comunicación de las dos jóvenes, Clara se desarrollaba moralmente con una rapidez desconocida. Para quien había pasado su juventud en compañía de un viejo excéntrico é insociable, aquellas franquezas inocentes y el cambio simultáneo de pensamientos, comunicados sin disimulo y en toda su hermosa sencillez natural, realizaron en el alma de la huérfana una revelación de sí misma, que fijó y fortaleció más su bello carácter.

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Cuando las dos amigas iban á la huerta, la maldita casualidad hacía que Lázaro pasara por la entrada precisamente en el mismo momento en que ellas llegaban. La conversación empezaba todas las tardes á las cuatro, y duraba basta el anochecer. Ni un solo día en todo el tiempo que pasó Clara en Ateca dejaron de ir á la huerta las dos muchachas, y ni un solo día dejó Lázaro de encontrarlas allí por casualidad. En aquellas conversaciones, que eran cada vez más íntimas, se notaba algunas veces que, por efecto de los accidentes del diálogo escénico, Ana callaba ó hablaba aparte en voz baja, mientras el bueno del estudiante y la picara Clara charlaban muy quedito y muy juntos el uno del otro. La cara, angustiosa á veces, á veces pálida, ya animada, ya triste, del joven, anunciaba que el tema del coloquio era muy interesante, ¿Qué decían? De pronto unas largas pausas, en que uno y otro se quedaban mirando á la tierra un buen rato, permitían á Ana alguna alusión ingeniosa, cuya gracia alababa y reía ella sola. Clara y Lázaro parecía que no estaban para risa. Callaban, hasta que un monosílabo aquí, un gesto allá, volvían á estimular de nuevo la conversación. A veces él se ponía á meditar como recapacitando lo que iba á decir; y él, que tan buena memoria tenía, se encontraba con que se le habían olvidado (¡otra casualidad!) los admirables trozos de elocuencia que tenía preparados. ¿Hablaban del pasado, del presente, del porvenir? ¿Trazaban un plan, planteaban un proyecto? Es probable que nada de esto fuera objeto de aquellos íntimos debates: no hacían sus voces otra cosa que expresar mil inquietudes interiores, pintar ciertas turbaciones del espíritu, formular preguntas intensamente apasionadas, cuyas réplicas aumentaban la pasión; confesar secretos, cuya profundidad crecía al ser confesados; hacer juramentos, manifestar ciertas dudas, cuya resolución daba origen á otras mil dudas; pedir explicaciones de misterios, que engendran misterios sin fin; explicar lo inexplicable, medir lo infinito, agotar lo inagotable.

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A veces interrumpía Ana estas comunicaciones impenetrables, diciendo:

-Pero, mujer, ¿no ves cómo va ese bordado? ¿En qué estás pensando?-

En efecto; Clara, que estaba bordando sobre cañamazo, con lanas de colores, una cabecita de ángel rodeada por una guirnalda de flores, le había hecho los ojos de estambre rojo y los labios con estambre negro; las flores tenían todos los colores tan trastornados, que no se sabía lo que aquello era. Al oír la observación de su amiga, Clara se puso del color de los ojos del ángel.

Veinte y treinta días se pasan muy pronto cuando hay citas cuotidianas en una huerta, diálogos anhelantes, dudas no resueltas, preguntas mal contestadas y angelitos bordados con los labios negros. Así es que llegó un día en que Lázaro se puso á jurar por todos los santos del cielo que no permitía que Clara se fuera de allí. Se ponía fastidioso al tocar este punto; repetía la misma cosa infinitas veces, y á lo mejor empezaba á relatar un sueño que había tenido la noche anterior, del cual sueño se desprendía la imposibilidad absoluta de que él y Clara se pudieran separar. Ella se ponía muy pensativa y no decía palabra en media hora; los pobres chicos miraban al cielo alternativamente, como si en el cielo se hallara escrita la solución de aquel problema.

Se separaban. Clara depositaba sus amarguras en el seno de su amiga Ana. Lázaro confiaba á las profundidades de la noche el gran vértigo que sentía dentro de sí; no dormía, porque una serie interminable y rapidísima de razonamientos confusos, mezclados con imágenes vagamente percibidas, le sostenían en vigilia invencible y dolorosa. El día volvía á darles esperanza, la tarde venía á unirlos, el anochecer volvía á entristecerlos. Así se acercaba el día funesto.

Cuando se teme de ese modo la llegada de un día que nos ha de traer algo malo, la imaginación tiene como una extraordinaria fuerza de odio, con la cual personifica ese día que se detesta; la imaginación ve acercarse este día, y lo ve en figura de no sé qué monstruo amenazador que avanza con la mano alzada y la mirada llena de ira. Hay días en que el sol no debiera salir.

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Pero el designado para la vuelta de Clara á Madrid el sol, ¡qué crueldad! salió. Sus primeros rayos llevaron la desolación al alma de los dos jóvenes, amenazados de una separación. Parece que cuando se verifica una separación de esa clase, cuando se disuelve y destruye esa unidad misteriosa y fundamental de la vida humana, unidad constituida por la totalidad complementaria de dos individuos, parece, decimos, que debía ocurrir un cataclismo en la Naturaleza; pero eso que llamamos comúnmente los elementos, es ciego é insensible. Se hunde un continente y se chocan dos océanos por la más insignificante de esas causas mecánicas que nacen en el centro de la materia; pero nada sucede, nada se mueve en la inerte y ciega máquina del mundo, cuando se altera el grande, el inmenso equilibrio de los corazones.

Aquella mañana sintió Lázaro un dolor desconocido. Avanzaba el día: el estudiante fué á casa de Ana y la encontró llorando; se asustó de verla llorar; volvió á su casa, quiso entrar en el cuarto donde Clara hacía los preparativos de su viaje, pero se tuvo miedo á si mismo. La vió salir después pálida y con los ojos cansados de llorar. Al ver que se despedía de su madre y de su abuelo, Lázaro corrió fuera por temor de que intentara también despedirse de él. Salió y anduvo á prisa mucho tiempo; salió del pueblo y se internó en el camino, lejos, muy lejos del pueblo. De pronto sintió el ruido da la diligencia, que se acercaba. El joven se detuvo, retrocedió; la diligencia pasó rápidamente. Allí iba la huérfana desolada, con el rostro oculto entre las manos. Las demás personas que iban con ella se reían de verla así. Lázaro la nombró, la llamó dando un fuerte grito, y sin darse cuenta de ello corrió tras el coche larguísimo trecho, hasta que el cansancio le obligó á detenerse. La diligencia desapareció.

Regresó al pueblo ya entrada la noche: al pasar por la huerta notó que unos pájaros que acostumbraban dormir allí formaban diabólica algazara con sus cantos disparatados y su inquieto aleteo. Apresuró el paso para no oír aquello y entró en su casa. Su madre y su abuelo estaban muy pensativos y melancólicos; ni les habló ni le hablaron. Quedóse solo; se encerró y quiso leer un libro; quiso dormir, y quiso arrancarse de la mente una como corona de hierro inflamado que se la quemaba y oprimía; pero era imposible. Aquello era una irradiación, que, á ser visible, hubiera parecido una aureola. En su fiebre se quedó aletargado, y en su letargo le pareció que de su cabeza brotaban llamas vivísimas que no podía sofocar, y que sus sesos hervían como un metal derretido.

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  • 2 Wochen später...
Capítulo VII

La voz interior.

Aquel muchacho era sumamente impresionable, nervioso, de temperamento ideal, dispuesto á vivir siempre de lo imaginario. Nadie le igualaba en forjar incidentes venideros, enlazándolos para hacer con ellos una vida muy dramática y muy interesante; trabajaba involuntariamente con el pensamiento en la elaboración de estas acciones futuras; y siempre tenía ante la imaginación aquella gran perspectiva de hechos en que desempeñaba la principal parte una sola figura, él solo, Lázaro. Esta visión perpetua, fenómeno propio de la juventud, tenía en él proporciones extraordinarias; su fantasía tenía una poderosa fuerza conceptiva, y puede asegurarse que esta gran facultad era para él un enemigo implacable, un demonio atormentador.

Con este carácter, fácil era que brotaran en él todas las grandes pasiones expansivas, y que crecieran hasta llevarle á la exaltación. En épocas como aquella, la política, el proselitismo, el espíritu de secta engendraba grandes pasiones. El heroísmo cívico, la abnegación y esa tenacidad catoniana que brillan en algunos personajes de todas las revoluciones, la venalidad solapada, la traición, la sanguinaria crueldad y el encono vengativo que se han visto en otros, provienen de la pasión política. Lázaro tuvo esta pasión: sintió en sí el ardor del patriotismo, creyóse llamado á ser apóstol de las nuevas ideas, y con ardiente fe y noble sentimiento las abrazó.

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¿Pero existen estas resoluciones inquebrantables sin mezcla de egoísmo? Egoísmo sublime, pero egoísmo al fin. Lázaro tenía ambición. ¿Pero qué clase de ambición? Esa que no se dirige sino al enaltecimiento moral del individuo, que sólo aspira á un premio muy sencillo, á la simple gratitud. Pero la gratitud de la humanidad ó de un pueblo es la cosa de más valor que hay en la tierra. El que es digno de ella la tendrá, porque un hombre puede ser ingrato; pero un pueblo en la serie de la historia, jamás. En una vida cabe el error; pero en las cien generaciones de un pueblo, que se analizan unas á otras, no cabe el error, y el que ha merecido esa gratitud la tiene sin remedio, aunque sea tarde.

Lázaro aspiraba á la gloria; quería satisfacer una vanidad: cada hombre tiene su vanidad. La del joven aragonés consistía en cumplir una gran misión, en realizar alguna empresa gigantesca. Cuál era esta misión, es cosa que no sabía á punto fijo. Los jóvenes como aquél no gustan de concretar las cosas porque temen la realidad; creen demasiado en la predestinación, y engañados por la brillantez del sueño, piensan que los sucesos han de venir á buscarlos, en vez de buscar ellos á los sucesos.

Después que se retiró de Zaragoza y fué á Ateca, una figura iba perpetuamente unida á la suya en aquellas escenas futuras. ¡Insensato! ¿Qué piensas hacer de ella? Una reina. ¿De dónde? Será simplemente la mujer de un gran hombre. Menos tal vez: la mujer de un hombre obscuro… Concluía por concretar el objeto de todas sus quimeras á un retiro pacífico, á un matrimonio feliz.

Pero era preciso meditar, trazar un plan, ver la manera más fácil de unirse á ella.

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