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Pío Baroja, El árbol de la ciencia


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Don Tomás tampoco se encontraba en el pueblo. El cochero fue explicando a Andrés lo ocurrido, mientras animaba al caballo con la fusta. Hacía una noche admirable; miles de estrellas resplandecían soberbias, y de cuando en cuando pasaba algún meteoro por el cielo. En pocos momentos, y dando algunos barquinazos en los hoyos de la carretera, llegaron al molino. Al detenerse el coche, el molinero se asomó a ver quién venía, y exclamó:

—¿Cómo? ¿No estaba don Tomás?

—No.

—¿Y a quién traes aquí?

—Al médico nuevo.

El molinero, iracundo, comenzó a insultar a los médicos. Era hombre rico y orgulloso, que se creía digno de todo.

—Me han llamado aquí para ver a una enferma —dijo Andrés fríamente—. ¿Tengo que verla o no? Porque si no, me vuelvo.

—Ya, ¡qué se va a hacer! Suba usted.

Andrés subió una escalera hasta el piso principal, y entró detrás del molinero en un cuarto en donde estaba una muchacha en la cama y su madre cuidándola. Andrés se acercó a la cama. El molinero siguió renegando.

—Bueno. Cállese usted —le dijo Andrés—, si quiere usted que reconozca a la enferma. El hombre se calló. La muchacha era hidrópica, tenía vómitos, disnea y ligeras convulsiones.

Andrés examinó a la enferma; su vientre hinchado parecía el de una rana, a la palpación se notaba claramente la fluctuación del líquido que llenaba el peritoneo.

—¿Qué? ¿Qué tiene? —preguntó la madre.

—Esto es una enfermedad del hígado, crónica, grave —contestó Andrés, retirándose de la cama para que la muchacha no le oyera—; ahora la hidropesía se ha complicado con la retención de orina.

—¿Y qué hay que hacer, Dios mío? ¿O no tiene cura?

—Si se pudiera esperar, sería mejor que viniera Sánchez. Él debe conocer la marcha de la enfermedad.

—¿Pero se puede esperar? —preguntó el padre con voz colérica. Andrés volvió a reconocer a la enferma; el pulso estaba muy débil; la insuficiencia respiratoria, probablemente resultado de la absorción de la urea en la sangre, iba aumentando; las convulsiones se sucedían con más fuerza. Andrés tomó la temperatura. No llegaba a la normal.

—No se puede esperar —dijo Hurtado, dirigiéndose a la madre.

—¿Qué hay que hacer? —exclamó el molinero—. Obre usted...

—Habría que hacer la punción abdominal —repuso Andrés, siempre hablando a la madre—. Si no quieren ustedes que la haga yo...

—Sí, sí, usted.

—Bueno; entonces iré a casa, cogeré mi estuche y volveré. El mismo molinero se puso al pescante del coche. Se veía que la frialdad desdeñosa de Andrés le irritaba. Fueron los dos durante el camino sin hablarse. Al llegar a su casa, Andrés bajó, cogió su estuche, un poco de algodón y una pastilla de sublimado. Volvieron al molino. Andrés animó un poco a la enferma, jabonó y friccionó la piel en el sitio de elección, y hundió el trócar en el vientre abultado de la muchacha. Al retirar el trócar y dejar la cánula, manaba el agua, verdosa, llena de serosidades, como de una fuente a un barreño.

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Después de vaciarse el líquido, Andrés pudo sondar la vejiga, y la enferma comenzó a respirar fácilmente. La temperatura subió en seguida por encima de la normal. Los síntomas de la uremia iban desapareciendo. Andrés hizo que le dieran leche a la muchacha, que quedó tranquila. En la casa había un gran regocijo.

—No creo que esto haya acabado —dijo Andrés a la madre—; se reproducirá, probablemente.

—¿Qué cree usted que debíamos hacer? —preguntó ella humildemente.

—Yo, como ustedes, iría a Madrid a consultar con un especialista.

Hurtado se despidió de la madre y de la hija. El molinero montó en el pescante del coche para llevar a Andrés a Alcolea.

La mañana comenzaba a sonreír en el cielo; el sol brillaba en los viñedos y en los olivares; las parejas de mulas iban a la labranza, y los campesinos, de negro, montados en las ancas de los borricos, les seguían. Grandes bandadas de cuervos pasaban por el aire. El molinero fue sin hablar en todo el camino; en su alma luchaban el orgullo y el agradecimiento; quizá esperaba que Andrés le dirigiera la palabra; pero éste no despegó los labios.

Al llegar a casa bajó del coche, y murmuró:

—Buenos días.

—¡Adiós!

Y los dos hombres se despidieron como dos enemigos.

Al día siguiente, Sánchez se le acercó a Andrés, más apático y más triste que nunca.

—Usted quiere perjudicarme —le dijo.

—Sé por qué dice usted eso —le contestó Andrés—; pero yo no tengo la culpa. He visitado a esa muchacha, porque vinieron a buscarme, y la operé, porque no había más remedio, porque se estaba muriendo.

—Sí; pero también le dijo usted a la madre que fuera a ver a un especialista de Madrid, y eso no va en beneficio de usted ni en beneficio mío.

Sánchez no comprendía que este consejo lo hubiera dado Andrés por probidad, y suponía que era por perjudicarle a él. También creía que por su cargo tenía un derecho a cobrar una especie de contribución por todas las enfermedades de Alcolea. Que el tío Fulano cogía un catarro fuerte, pues eran seis visitas para él; que padecía un reumatismo, pues podían ser hasta veinte visitas. El caso de la chica del molinero se comentó mucho en todas partes e hizo suponer que Andrés era un médico conocedor de procedimientos modernos. Sánchez, al ver que la gente se inclinaba a creer en la ciencia del nuevo médico, emprendió una campaña contra él. Dijo que era hombre de libros, pero sin práctica

alguna, y que además era un tipo misterioso, del cual no se podía uno fiar.

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Al ver que Sánchez le declaraba la guerra francamente, Andrés se puso en guardia. Era demasiado escéptico en cuestiones de medicina para hacer imprudencias. Cuando había que intervenir en casos quirúrgicos, enviaba al enfermo a Sánchez que, como hombre de conciencia bastante elástica, no se alarmaba por dejarle a cualquiera ciego o manco.

Andrés casi siempre empleaba los medicamentos a pequeñas dosis; muchas veces no producían efecto; pero al menos no corría el peligro de una torpeza. No dejaba de tener éxitos; pero él se confesaba ingenuamente a sí mismo que, a pesar de sus éxitos, no hacía casi nunca un diagnóstico bien. Claro que por prudencia no aseguraba los primeros días nada; pero casi siempre las enfermedades le daban sorpresas; una supuesta pleuresía, aparecía como una lesión hepática; una tifoidea, se le transformaba en una gripe real.

Cuando la enfermedad era clara, una viruela o una pulmonía, entonces la conocía él y la conocían las comadres de la vecindad, y cualquiera. Él no decía que los éxitos se debían a la casualidad; hubiera sido absurdo; pero tampoco los lucía como resultado de su ciencia.

Había cosas grotescas en la práctica diaria; un enfermo que tomaba un poco de jarabe simple, y se encontraba curado de una enfermedad crónica del estómago; otro, que con el mismo jarabe, decía que se ponía a la muerte.

Andrés estaba convencido de que en la mayoría de los casos una terapéutica muy activa no podía ser beneficiosa más que en manos de un buen clínico, y para ser un buen clínico era indispensable, además de facultades especiales, una gran práctica.

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Convencido de esto, se dedicaba al método expectante. Daba mucha agua con jarabe. Ya le había dicho confidencialmente al boticario:
—Usted cobre como si fuera quinina.
Este escepticismo en sus conocimientos y en su profesión le daba prestigio. A ciertos enfermos les recomendaba los preceptos higiénicos, pero nadie le hacía caso. Tenía un cliente, dueño de unas bodegas, un viejo artrítico, que se pasaba la vida leyendo folletines. Andrés le aconsejaba que no comiera carne y que anduviera.
—Pero si me muero de debilidad, doctor —decía él—. No como más que un pedacito de carne, una copa de Jerez y una taza de café.
—Todo eso es malísimo —decía Andrés.
Este demagogo, que negaba la utilidad de comer carne, indignaba a la gente acomodada... y a los carniceros. Hay una frase de un escritor francés que quiere ser trágica y es enormemente cómica. Es así: "Desde hace treinta años no se siente placer en ser francés." El vinatero artrítico debía decir: "Desde que ha venido este médico, no se siente placer en ser rico."

La mujer del secretario del Ayuntamiento, una mujer muy remilgada y redicha, quería convencer a Hurtado de que debía casarse y quedarse definitivamente en Alcolea.
—Ya veremos —contestaba Andrés.

Bearbeitet von Rita
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V.- Alcolea del Campo

Las costumbres de Alcolea eran españolas puras, es decir, de un absurdo completo. El pueblo no tenía el menor sentido social; las familias se metían en sus casas, como los trogloditas en su cueva. No había solidaridad; nadie sabía ni podía utilizar la fuerza de la asociación. Los hombres iban al trabajo y a veces al casino. Las mujeres no salían más que los domingos a misa. Por falta de instinto colectivo el pueblo se había arruinado.

En la época del tratado de los vinos con Francia, todo el mundo, sin consultarse los unos a los otros, comenzó a cambiar el cultivo de sus campos, dejando el trigo y los cereales, y poniendo viñedos; pronto el río de vino de Alcolea se convirtió en río de oro. En este momento de prosperidad, el pueblo se agrandó, se limpiaron las calles, se pusieron aceras, se instaló la luz eléctrica...; luego vino la terminación del tratado, y como nadie sentía la responsabilidad de representar el pueblo, a nadie se le ocurrió decir: Cambiemos el cultivo; volvamos a nuestra vida antigua; empleemos la riqueza producida por el vino en transformar la tierra para las necesidades de hoy. Nada. El pueblo aceptó la ruina con resignación.

—Antes éramos ricos —se dijo cada alcoleano—. Ahora seremos pobres. Es igual; viviremos peor, suprimiremos nuestras necesidades.

Aquel estoicismo acabó de hundir al pueblo. Era natural que así fuese; cada ciudadano de Alcolea se sentía tan separado del vecino como de un extranjero. No tenían una cultura común (no la tenían de ninguna clase); no participaban de admiraciones comunes: sólo el hábito, la rutina les unía; en el fondo, todos eran extraños a todos.

Muchas veces a Hurtado le parecía Alcolea una ciudad en estado de sitio. El sitiador era la moral, la moral católica. Allí no había nada que no estuviera almacenado y recogido: las mujeres en sus casas, el dinero en las carpetas, el vino en las tinajas. Andrés se preguntaba: ¿Qué hacen estas mujeres? ¿En qué piensan? ¿Cómo pasan las horas de sus días? Difícil era averiguarlo. Con aquel régimen de guardarlo todo, Alcolea gozaba de un orden admirable; sólo un cementerio bien cuidado podía sobrepasar tal perfección.

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Esta perfección se conseguía haciendo que el más inepto fuera el que gobernara. La ley de selección en pueblos como aquél se cumplía al revés. El cedazo iba separando el grano de la paja, luego se recogía la paja y se desperdiciaba el grano. Algún burlón hubiera dicho que este aprovechamiento de la paja entre españoles no era raro. Por aquella selección a la inversa, resultaba que los más aptos allí eran precisamente los más ineptos.

En Alcolea había pocos robos y delitos de sangre: en cierta época los había habido entre jugadores y matones; la gente pobre no se movía, vivía en una pasividad lánguida; en cambio los ricos se agitaban, y la usura iba sorbiendo toda la vida de la ciudad. El labrador, de humilde pasar, que durante mucho tiempo tenía una casa con cuatro o cinco parejas de mulas, de pronto aparecía con diez, luego con veinte; sus tierras se extendían cada vez más, y él se colocaba entre los ricos.

La política de Alcolea respondía perfectamente al estado de inercia y desconfianza del pueblo. Era una política de caciquismo, una lucha entre dos bandos contrarios, que se llamaban el de los Ratones y el de los Mochuelos; los Ratones eran liberales, y los Mochuelos conservadores.

En aquel momento dominaban los Mochuelos. El Mochuelo principal era el alcalde, un hombre delgado, vestido de negro, muy clerical, cacique de formas suaves, que suavemente iba llevándose todo lo que podía del municipio.

El cacique liberal del partido de los Ratones era don Juan, un tipo bárbaro y despótico, corpulento y forzudo, con unas manos de gigante; hombre, que cuando entraba a mandar, trataba al pueblo en conquistador. Este gran Ratón no disimulaba como el Mochuelo; se quedaba con todo lo que podía, sin tomarse el trabajo de ocultar decorosamente sus robos. Alcolea se había acostumbrado a los Mochuelos y a los Ratones, y los consideraba necesarios.

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Aquellos bandidos eran los sostenes de la sociedad; se repartían el botín; tenían unos para otros un “tabú” especial, como el de los polinesios. Andrés podía estudiar en Alcolea todas aquellas manifestaciones del árbol de la vida, y de la vida áspera manchega: la expansión del egoísmo, de la envidia, de la crueldad, del orgullo. A veces pensaba que todo esto era necesario; pensaba también que se podía llegar en la indiferencia intelectualista, hasta disfrutar contemplando estas expansiones, formas violentas de la vida. ¿Por qué incomodarse, si todo está determinado, si es fatal, si no puede ser de otra manera?, se preguntaba. ¿No era científicamente un poco absurdo el furor que le entraba muchas veces al ver las injusticias del pueblo? Por otro lado: ¿no estaba también determinado, no era fatal el que su cerebro tuviera una irritación que le hiciera protestar contra aquel estado de cosas violentamente? Andrés discutía muchas veces con su patrona. Ella no podía comprender que Hurtado afirmase que era mayor delito robar a la comunidad, al Ayuntamiento, al Estado, que robar a un particular. Ella decía que no; que defraudar a la comunidad, no podía ser tanto como robar a una persona.

En Alcolea casi todos los ricos defraudaban a la Hacienda, y no se les tenía por ladrones. Andrés trataba de convencerla, de que el daño hecho con el robo a la comunidad, era más grande que el producido contra el bolsillo de un particular; pero la Dorotea no se convencía.

—¡Qué hermosa sería una revolución —decía Andrés a su patrona—, no una revolución de oradores y de miserables charlatanes, sino una revolución de verdad! Mochuelos y Ratones, colgados de los faroles, ya que aquí no hay árboles; y luego lo almacenado por la moral católica, sacarlo de sus rincones y echarlo a la calle: los hombres, las mujeres, el dinero, el vino; todo a la calle. Dorotea se reía de estas ideas de su huésped, que le parecían absurdas.

Como buen epicúreo, Andrés no tenía tendencia alguna por el apostolado. Los del Centro republicano le habían dicho que diera conferencias acerca de higiene; pero él estaba convencido de que todo aquello era inútil, completamente estéril. ¿Para qué? Sabía que ninguna de estas cosas había de tener eficacia, y prefería no ocuparse de ellas. Cuando le hablaban de política, Andrés decía a los jóvenes republicanos.

—No hagan ustedes un partido de protesta. ¿Para qué? Lo menos malo que puede ser es una colección de retóricos y de charlatanes; lo más malo es que sea otra banda de Mochuelos o de Ratones.

—¡Pero, don Andrés! Algo hay que hacer.

—¡Qué van ustedes a hacer! ¡Es imposible! Lo único que pueden ustedes hacer es marcharse de aquí.

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El tiempo en Alcolea le resultaba a Andrés muy largo. Por la mañana hacía su visita; después volvía a casa y tomaba el baño. Al atravesar el corralillo se encontraba con la patrona, que dirigía alguna labor de la casa; la criada solía estar lavando la ropa en una media tinaja, cortada en sentido longitudinal que parecía una canoa, y la niña correteaba de un lado a otro. En este corralillo tenían una sarmentera, donde se secaban las gavillas de sarmientos, y montones de leña de cepas viejas. Andrés abría la antigua tahona y se bañaba. Después iba a comer.

El otoño todavía parecía verano; era costumbre dormir la siesta. Estas horas de siesta se le hacían a Hurtado pesadas, horribles.

En su cuarto echaba una estera en el suelo y se tendía sobre ella, a oscuras. Por la rendija de las ventanas entraba una lámina de luz; en el pueblo dominaba el más completo silencio; todo estaba aletargado bajo el calor del sol; algunos moscones rezongaban en los cristales; la tarde bochornosa, era interminable. Cuando pasaba la fuerza del día, Andrés salía al patio y se sentaba a la sombra del emparrado a leer. El ama, su madre y la criada cosían cerca del pozo; la niña hacía encaje de bolillos con hilos y unos alfileres clavados sobre una almohada; al anochecer regaban los tiestos de claveles, de geranios y de albahacas. Muchas veces venían vendedores y vendedoras ambulantes a ofrecer frutas, hortalizas o caza.

—¡Ave María Purísima! —decían al entrar. Dorotea veía lo que traían.

—¿Le gusta a usted esto, don Andrés? —le preguntaba Dorotea a Hurtado.

—Sí, pero por mí no se preocupe usted —contestaba él.

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Al anochecer volvía el patrón. Estaba empleado en unas bodegas, y concluía a aquella hora el trabajo. Pepinito era un hombre petulante; sin saber nada, tenía la pedantería de un catedrático. Cuando explicaba algo bajaba los párpados, con un aire de suficiencia tal, que a Andrés le daban ganas de extrangularle. Pepinito trataba muy mal a su mujer y a su hija; constantemente las llamaba estúpidas, borricas, torpes; tenía el convencimiento de que él era el único que hacía bien las cosas.

—¡Que este bestia tenga una mujer tan guapa y tan simpática, es verdaderamente desagradable! —pensaba Andrés.

Entre las manías de Pepinito estaba la de pasar por tremendo. Le gustaba contar historias de riñas y de muertes. Cualquiera al oírle hubiese creído que se estaban matando continuamente en Alcolea; contaba un crimen ocurrido hacía cinco años en el pueblo, y le daba tales variaciones y lo explicaba de tan distintas maneras, que el crimen se desdoblaba y se multiplicaba. Pepinito era del Tomelloso, y todo lo refería a su pueblo. El Tomelloso, según él, era la antítesis de Alcolea; Alcolea era lo vulgar, el Tomelloso lo extraordinario; que se hablase de lo que se hablase, Pepinito le decía a Andrés:

—Debía usted ir al Tomelloso. Allí no hay ni un árbol.

—Ni aquí tampoco —le contestaba Andrés, riendo.

—Sí. Aquí algunos —replicaba Pepinito—. Allí todo el pueblo está agujereado por las cuevas para el vino, y no crea usted que son modernas, no, sino antiguas. Allí ve usted tinajones grandes metidos en el suelo. Allí todo el vino que se hace es natural; malo muchas veces, porque no saben prepararlo, pero natural.

—¿Y aquí?

—Aquí ya emplean la química —decía Pepinito, para quien Alcolea era un pueblo degenerado por la civilización—; tartratos, campeche, fuchsina, demonios le echan éstos al vino. Al final de septiembre, unos días antes de la vendimia, la patrona le dijo a Andrés:

—¿Usted no ha visto nuestra bodega?

—No.

—Pues vamos ahora a arreglarla.

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El mozo y la criada estaban sacando leña y sarmientos, metidos durante todo el invierno en el lagar; y dos albañiles iban picando las paredes. Dorotea y su hija le enseñaron a Hurtado el lagar a la antigua, con su viga para prensar, las chanclas de madera y de esparto que se ponen los pisadores en los pies y los vendos para sujetárselas. Le mostraron las piletas donde va cayendo el mosto y lo recogen en cubos, y la moderna bodega capaz para dos cosechas con barricas y conos de madera.

—Ahora, si no tiene usted miedo, bajaremos a la cueva antigua —dijo Dorotea.

—Miedo, ¿de qué? —¡Ah! Es una cueva donde hay duendes, según dicen.

—Entonces hay que ir a saludarlos.

El mozo encendió un candil y abrió una puerta que daba al corral. Dorotea, la niña y Andrés le siguieron. Bajaron a la cueva por una escalera desmoronada. El techo rezumaba humedad. Al final de la escalera se abría una bóveda que daba paso a una verdadera catacumba húmeda, fría, larguísima, tortuosa. En el primer trozo de esta cueva había una serie de tinajones empotrados a medias en la pared; en el segundo, de techo más bajo, se veían las tinajas de Colmenar, altas, enormes, en fila, y a su lado las hechas en el Toboso, pequeñas, llenas de mugre, que parecían viejas gordas y grotescas.

La luz del candil, al iluminar aquel antro, parecía agrandar y achicar alternativamente el vientre abultado de las vasijas. Se explicaba que la fantasía de la gente hubiese transformado en duendes aquellas ánforas vinarias, de las cuales, las ventrudas y abultadas tinajas toboseñas, parecían enanos; y las altas y airosas fabricadas en Colmenar tenían aire de gigantes. Todavía en el fondo se abría un anchurón con doce grandes tinajones. Este hueco se llamaba la Sala de los Apóstoles.

El mozo aseguró que en aquella cueva se habían encontrado huesos humanos, y mostró en la pared la huella de una mano que él suponía era de sangre.

—Si a don Andrés le gustara el vino —dijo Dorotea—, le daríamos un vaso de este añejo que tenemos en la solera.

—No, no; guárdelo usted para las grandes fiestas. Días después comenzó la vendimia. Andrés se acercó al lagar, y el ver aquellos hombres sudando y agitándose en el rincón bajo de techo, le produjo una impresión desagradable. No creía que esta labor fuera tan penosa.

Andrés recordó a Iturrioz, cuando decía que sólo lo artificial es bueno, y pensó que tenía razón. Las decantadas labores rurales, motivo de inspiración para los poetas, le parecían estúpidas y bestiales. ¡Cuánto más hermosa, aunque estuviera fuera de toda idea de belleza tradicional, la función de un motor eléctrico, que no este trabajo muscular, rudo, bárbaro y mal aprovechado!

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VI.- Tipos de casino

Al llegar el invierno, las noches largas y frías hicieron a Hurtado buscar un refugio fuera de casa, donde distraerse y pasar el tiempo. Comenzó a ir al casino de Alcolea. Este casino, "La Fraternidad", era un vestigio del antiguo esplendor del pueblo; tenía salones inmensos, mal decorados, espejos de cuerpo entero, varias mesas de billar y una pequeña biblioteca con algunos libros. Entre la generalidad de los tipos vulgares, oscuros, borrosos que iban al casino a leer los periódicos y hablar de política, había dos personajes verdaderamente pintorescos.

Uno de ellos era el pianista; el otro, un tal don Blas Carreño, hidalgo acomodado de Alcolea. Andrés llegó a intimar bastante con los dos.

El pianista era un viejo flaco, afeitado, de cara estrecha, larga y anteojos de gruesas lentes. Vestía de negro y accionaba al hablar de una manera un tanto afeminada. Era al mismo tiempo organista de la iglesia, lo que le daba cierto aspecto eclesiástico. El otro señor, don Blas Carreño, también era flaco; pero más alto, de nariz aguileña, pelo entrecano, tez cetrina y aspecto marcial. Este buen hidalgo había llegado a identificarse con la vida antigua y a convencerse de que la gente discurría y obraba como los tipos de las obras españolas clásicas, de tal manera, que había ido poco a poco arcaizando su lenguaje, y entre burlas y veras hablaba con el alambicamiento de los personajes de Feliciano de Silva, que tanto encantaba a Don Quijote.

El pianista imitaba a Carreño y le tenía como modelo. Al saludar a Andrés, le dijo:

—Este mi señor don Blas, querido y agareno amigo, ha tenido la dignación de presentarme a su merced como un hijo predilecto de Euterpe; pero no soy, aunque me pesa, y su merced lo habrá podido comprobar con el arrayán de su buen juicio, más que un pobre, cuanto humilde aficionado al trato de las Musas, que labora con estas sus torpes manos en amenizar las veladas de los socios, en las frigidísimas noches del helado invierno.

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Don Blas escuchaba a su discípulo sonriendo. Andrés, al oír a aquel señor expresarse así, creyó que se trataba de un loco; pero luego vio que no, que el pianista era una persona de buen sentido.

Únicamente ocurría, que tanto don Blas como él, habían tomado la costumbre de hablar de esta manera enfática y altisonante hasta familiarizarse con ella. Tenían frases hechas, que las empleaban a cada paso: el ascua de la inteligencia, la flecha de la sabiduría, el collar de perlas de las observaciones juiciosas, el jardín del buen decir...

Don Blas le invitó a Hurtado a ir a su casa y le mostró su biblioteca con varios armarios llenos de libros españoles y latinos. Don Blas la puso a disposición del nuevo médico.

—Si alguno de estos libros le interesa a usted, puede usted llevárselo —le dijo Carreño.

—Ya aprovecharé su ofrecimiento.

Don Blas era para Andrés un caso digno de estudio. A pesar de su inteligencia no notaba lo que pasaba a su alrededor; la crueldad de la vida en Alcolea, la explotación inicua de los miserables por los ricos, la falta de instinto social, nada de esto para él existía, y si existía tenía un carácter de cosa libresca, servía para decir:

—Dice Scaligero... o: Afirma Huarte en su “Examen de ingenios”...

Don Blas era un hombre extraordinario, sin nervios; para él no había calor, ni frío, ni placer ni dolor. Una vez dos socios del casino le gastaron una broma trascendental; le llevaron a cenar a una venta y le dieron a propósito unas migas detestables, que parecían de arena, diciéndole que eran las verdaderas migas del país, y don Blas las encontró tan excelentes y las elogió de tal modo y con tales hipérboles, que llegó a convencer a sus amigos de su bondad. El manjar más insulso, si se lo daban diciendo que estaba hecho con una receta antigua y que figuraba en “La Lozana Andaluza”, le parecía maravilloso. En su casa gozaba ofreciendo a sus amigos sus golosinas.

—Tome usted esos melindres, que me han traído expresamente de Yepes...; esta agua no la beberá usted en todas partes, es de la fuente del Maillo. Don Blas vivía en plena arbitrariedad; para él había gente que no tenía derecho a nada; en cambio otros lo merecían todo. ¿Por qué?

Probablemente porque sí. Decía don Blas que odiaba a las mujeres, que le habían engañado siempre; pero no era verdad; en el fondo esta actitud suya servía para citar trozos de Marcial, de Juvenal, de Quevedo...

A sus criados y labriegos don Blas les llamaba galopines, bellacos, follones, casi siempre sin motivo, sólo por el gusto de emplear estas palabras quijotescas.

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Otra cosa que le encantaba a don Blas era citar los pueblos con sus nombres antiguos: Estábamos una vez en Alcázar de San Juan, la antigua Alce... En Baeza, la Biatra de Ptolomeo, nos encontramos un día...

Andrés y don Blas se asombraban mutuamente. Andrés se decía:

—¡Pensar que este hombre y otros muchos como él viven en esta mentira, envenenados con los restos de una literatura, y de una palabrería amanerada es verdaderamente extraordinario! En cambio, don Blas miraba a Andrés sonriendo, y pensaba: ¡Qué hombre más raro! Varias veces discutieron acerca de religión, de política, de la doctrina evolucionista. Estas cosas del darwinismo como decía él, le parecían a don Blas cosas inventadas para divertirse. Para él los datos comprobados no significaban nada. Creía en el fondo que se escribía para demostrar ingenio, no para exponer ideas con claridad, y que la investigación de un sabio se echaba abajo con una frase graciosa.

A pesar de su divergencia, don Blas no le era antipático a Hurtado. El que sí le era antipático e insoportable era un jovencito, hijo de un usurero, que en Alcolea pasaba por un prodigio, y que iba con frecuencia al casino. Este joven, abogado, había leído algunas revistas francesas reaccionarias, y se creía en el centro del mundo. Decía que él contemplaba todo con una sonrisa irónica y piadosa. Creía también que se podía hablar de filosofía empleando los lugares comunes del casticismo español, y que Balmes era un gran filósofo.

Varias veces el joven, que contemplaba todo con una sonrisa irónica y piadosa, invitó a Hurtado a discutir; pero Andrés rehuyó la discusión con aquel hombre que, a pesar de su barniz de cultura, le parecía de una imbecilidad fundamental. Esta sentencia de Demócrito, que había leído en la Historia del Materialismo de Lange, le parecía a Andrés muy exacta. El que ama la contradicción y la verbosidad, es incapaz de aprender nada que sea serio.

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VII.- Sexualidad y pornografía

En el pueblo, la tienda de objetos de escritorio, era al mismo tiempo librería y centro de suscripciones. Andrés iba a ella a comprar papel y algunos periódicos.

Un día le chocó ver que el librero tenía quince a veinte tomos con una cubierta en donde aparecía una mujer desnuda. Eran de estas novelas a estilo francés; novelas pornográficas, torpes, con cierto barniz psicológico hechas para uso de militares, estudiantes y gente de poca mentalidad.

—¿Es que eso se vende? —le preguntó Andrés al librero.

—Sí; es lo único que se vende.

El fenómeno parecía paradójico y sin embargo era natural. Andrés había oído a su tío Iturrioz que en Inglaterra, en donde las costumbres eran interiormente de una libertad extraordinaria, libros, aun los menos sospechosos de libertinaje, estaban prohibidos, y las novelas que las señoritas francesas o españolas leían delante de sus madres, allí se consideraban nefandas.

En Alcolea sucedía lo contrario; la vida era de una moralidad terrible; llevarse a una mujer sin casarse con ella, era más difícil que raptar a la Giralda de Sevilla a las doce del día; pero en cambio se leían libros pornográficos de una pornografía grotesca por lo trascendental.

Todo esto era lógico. En Londres, al agrandarse la vida sexual por la libertad de costumbres, se achicaba la pornografía; en Alcolea, al achicarse la vida sexual, se agrandaba la pornografía.

—Qué paradoja ésta de la sexualidad —pensaba Andrés al ir a su casa—.

En los países donde la vida es intensamente sexual no existen motivos de lubricidad; en cambio en aquellos pueblos como Alcolea, en donde la vida sexual era tan mezquina y tan pobre, las alusiones eróticas a la vida del sexo estaban en todo. Y era natural, era en el fondo un fenómeno de compensación.

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VIII.- El dilema

Poco a poco y sin saber cómo, se formó alrededor de Andrés una mala reputación; se le consideraba hombre violento, orgulloso, mal intencionado, que se atraía la antipatía de todos. Era un demagogo, malo, dañino, que odiaba a los ricos y no quería a los pobres.

Andrés fue notando la hostilidad de la gente del casino y dejó de frecuentarlo. Al principio se aburría. Los días iban sucediéndose a los días y cada uno traía la misma desesperanza, la seguridad de no saber qué hacer, la seguridad de sentir y de inspirar antipatía, en el fondo sin motivo, por una mala inteligencia. Se había decidido a cumplir sus deberes de médico al pie de la letra.

Llegar a la abstención pura, completa, en la pequeña vida social de Alcolea, le parecía la perfección. Andrés no era de estos hombres que consideran el leer como un sucedáneo de vivir; él leía porque no podía vivir. Para alternar con esta gente del casino, estúpida y mal

intencionada, prefería pasar el tiempo en su cuarto, en aquel mausoleo blanqueado y silencioso. ¡Pero con qué gusto hubiera cerrado los libros si hubiera habido algo importante que hacer; algo como pegarle fuego al pueblo o reconstruirlo! La inacción le irritaba.

De haber caza mayor, le hubiera gustado marcharse al campo; pero para matar conejos, prefería quedarse en casa. Sin saber qué hacer, paseaba como un lobo por aquel cuarto.

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Muchas veces intentó dejar de leer estos libros de filosofía. Pensó que quizá le irritaban. Quiso cambiar de lecturas. Don Blas le prestó una porción de libros de historia. Andrés se convenció de que la historia es una cosa vacía.

Creyó como Schopenhauer que el que lea con atención “Los Nueve Libros de Herodoto”, tiene todas las combinaciones posibles de crímenes, destronamientos, heroísmos e injusticias, bondades y maldades que puede suministrar la historia. Intentó también un estudio poco humano y trajo de Madrid y comenzó a leer un libro de astronomía, la Guía del Cielo de Klein, pero le faltaba la base de las matemáticas y pensó que no tenía fuerza en el cerebro para dominar esto. Lo único que aprendió fue el plano estelar. Orientarse en ese infinito de puntos luminosos, en donde brillan como dioses Arcturus y Vega, Altair y Aldebarán era para él una voluptuosidad algo triste; recorrer con el pensamiento esos cráteres de la Luna y el mar de la Serenidad; leer esas hipótesis acerca de la Vía Láctea y de su movimiento alrededor de ese supuesto sol central que se llama Alción y que está en el grupo de las Pléyades, le daba el vértigo.

Se le ocurrió también escribir; pero no sabía por dónde empezar, ni manejaba suficientemente el mecanismo del lenguaje para expresarse con claridad. Todos los sistemas que discurría para encauzar su vida dejaban precipitados insolubles, que demostraban el error inicial de sus sistemas. Comenzaba a sentir una irritación profunda contra todo.

A los ocho o nueve meses de vivir así excitado y aplanado al mismo tiempo, empezó a padecer dolores articulares; además el pelo se le caía muy abundantemente.

—Es la castidad —se dijo.

Era lógico; era un neuroartrítico. De chico, su artritismo se había manifestado por jaquecas y por tendencia hipocondríaca. Su estado artrítico se exacerbaba. Se iban acumulando en el organismo las sustancias de desecho y esto tenía que engendrar productos de oxidación incompleta, el ácido úrico sobre todo. El diagnóstico lo consideró como exacto; el tratamiento era lo difícil.

Este dilema se presentaba ante él. Si quería vivir con una mujer tenía que casarse, someterse. Es decir, dar por una cosa de la vida toda su independencia espiritual, resignarse a cumplir obligaciones y deberes sociales, a guardar consideraciones a un suegro, a una suegra, a un cuñado; cosa que le horrorizaba.

Seguramente entre aquellas muchachas de Alcolea, que no salían más que los domingos a la iglesia, vestidas como papagayos, con un mal gusto exorbitante, había algunas, quizá muchas, agradables, simpáticas. ¿Pero quién las conocía? Era casi imposible hablar con ellas. Solamente el marido podría llegar a saber su manera de ser y de sentir.

Andrés se hubiera casado con cualquiera, con una muchacha sencilla; pero no sabía dónde encontrarla. Las dos señoritas que trataba un poco eran la hija del médico Sánchez y la del secretario. La hija de Sánchez quería ir monja; la del secretario era de una cursilería

verdaderamente venenosa; tocaba el piano muy mal, calcaba las laminitas del “Blanco y Negro” y luego las iluminaba, y tenía unas ideas ridículas y falsas de todo.

De no casarse Andrés podía transigir e ir con los perdidos del pueblo a casa de la Fulana o de la Zutana, a estas dos calles en donde las mujeres de vida airada vivían como en los antiguos burdeles medievales; pero esta promiscuidad era ofensiva para su orgullo. ¿Qué más triunfo para la burguesía local y más derrota para su personalidad si se hubiesen contado sus devaneos? No; prefería estar enfermo.

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Andrés decidió limitar la alimentación, tomar sólo vegetales y no probar la carne, ni el vino, ni el café. Varias horas después de comer y de cenar bebía grandes cantidades de agua. El odio contra el espíritu del pueblo le sostenía en su lucha secreta, era uno de esos odios profundos, que llegan a dar serenidad al que lo siente, un desprecio épico y altivo. Para él no había burlas, todas resbalaban por su coraza de impasibilidad.

Algunas veces pensaba que esta actitud no era lógica. ¡Un hombre que quería ser de ciencia y se incomodaba porque las cosas no eran como él hubiese deseado! Era absurdo. La tierra allí era seca; no había árboles, el clima era duro, la gente tenía que ser dura también. La mujer del secretario del ayuntamiento y presidenta de la Sociedad del Perpetuo Socorro, le dijo un día:

—Usted, Hurtado, quiere demostrar que se puede no tener religión y ser más bueno que los religiosos.

—¿Más bueno, señora? —replicó Andrés—. Realmente, eso no es difícil.

Al cabo de un mes del nuevo régimen, Hurtado estaba mejor; la comida escasa y sólo vegetal, el baño, el ejercicio al aire libre le iban haciendo un hombre sin nervios. Ahora se sentía como divinizado por su ascetismo, libre; comenzaba a vislumbrar ese estado de “ataraxia”, cantado por los epicúreos y los pirronianos. Ya no experimentaba cólera por las cosas ni por las personas. Le hubiera gustado comunicar a alguien sus impresiones y pensó en escribir a Iturrioz; pero luego creyó que su situación espiritual era más fuerte siendo él sólo el

único testigo de su victoria.

Ya comenzaba a no tener espíritu agresivo. Se levantaba muy temprano, con la aurora, y paseaba por aquellos campos llanos, por los viñedos, hasta un olivar que él llamaba el trágico por su aspecto. Aquellos olivos viejos, centenarios, retorcidos, parecían enfermos atacados por el tétanos; entre ellos se levantaba una casa aislada y baja con bardales de cambroneras, y en el vértice de la colina había un molino de viento tan extraordinario, tan absurdo, con su cuerpo rechoncho y sus brazos chirriantes, que a Andrés le dejaba siempre sobrecogido.

Muchas veces salía de casa cuando aún era de noche y veía la estrella del crepúsculo palpitar y disolverse como una perla en el horno de la aurora llena de resplandores. Por las noches, Andrés se refugiaba en la cocina, cerca del fogón bajo. Dorotea, la vieja y la niña hacían sus labores al amor de la lumbre y Hurtado charlaba o miraba arder los sarmientos.

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IX.- La mujer del tío Garrota

Una noche de invierno, un chico fue a llamar a Andrés; una mujer había caído a la calle y estaba muriéndose.
Hurtado se embozó en la capa, y de prisa, acompañado del chico, llegó a una calle extraviada, cerca de una posada de arrieros que se llamaba el Parador de la Cruz. Se encontró con una mujer privada de sentido, y asistida por unos cuantos vecinos que formaban un grupo alrededor de ella. Era la mujer de un prendero llamado el tío Garrota; tenía la cabeza bañada en sangre y había perdido el conocimiento. Andrés hizo que llevaran a la mujer a la tienda y que trajeran una luz; tenía la vieja una conmoción cerebral.
Hurtado le hizo una sangría en el brazo. Al principio la sangre negra, coagulada, no salía de la vena abierta; luego comenzó a brotar despacio; después más regularmente, y la mujer respiró con relativa facilidad. En este momento llegó el juez con el actuario y dos guardias, y fue interrogando, primero a los vecinos y después a Hurtado.

—¿Cómo se encuentra esta mujer? —le dijo.
—Muy mal.
—¿Se podrá interrogarla?
—Por ahora, no; veremos si recobra el conocimiento.
—Si lo recobra avíseme usted en seguida. Voy a ver el sitio por donde se ha tirado y a interrogar al marido.
La tienda era una prendería repleta de trastos viejos que había por todos los rincones y colgaban del techo; las paredes estaban atestadas de fusiles y escopetas antiguas, sables y machetes.
Andrés estuvo atendiendo a la mujer hasta que ésta abrió los ojos y pareció darse cuenta de lo que le pasaba.
—Llamadle al juez —dijo Andrés a los vecinos. El juez vino en seguida.
—Esto se complica —murmuró—; luego preguntó a Andrés: ¿Qué? ¿Entiende algo?
—Sí, parece que sí.
Efectivamente, la expresión de la mujer era de inteligencia.
—¿Se ha tirado usted, o la han tirado a usted desde la ventana? —preguntó el juez.
—¡Eh! —dijo ella.
—¿Quién la ha tirado?
—¡Eh!
—¿Quién la ha tirado?
—Garro... Garro... —murmuró la vieja haciendo un esfuerzo.

Bearbeitet von Rita
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El juez y el actuario y los guardias quedaron sorprendidos.

—Quiere decir Garrota —dijo uno.

—Sí, es una acusación contra él —dijo el juez—. ¿No le parece a usted, doctor?

—Parece que sí.

—¿Por qué le ha tirado a usted?

—Garro... Garro... —volvió a decir la vieja.

—No quiere decir más sino que es su marido —afirmó un guardia.

—No, no es eso —repuso Andrés—. La lesión la tiene en el lado izquierdo.

—¿Y eso qué importa? —preguntó el guardia.

—Cállese usted —dijo el juez—. ¿Qué supone usted, doctor?

—Supongo que esta mujer se encuentra en un estado de afasia. La lesión la tiene en el lado izquierdo del cerebro; probablemente la tercera circunvolución frontal, que se considera como un centro del lenguaje, estará lesionada. Esta mujer parece que entiende, pero no puede articular más que esa palabra. A ver, pregúntele usted otra cosa.

—¿Está usted mejor? —dijo el juez.

—¡Eh!

—¿Si está usted ya mejor?

—Garro... Garro... —contestó ella.

—Sí; dice a todo lo mismo —afirmó el juez.

—Es un caso de afasia o de sordera verbal —añadió Andrés.

—Sin embargo..., hay muchas sospechas contra el marido —replicó el actuario.

Habían llamado al cura para sacramentar a la moribunda. Le dejaron solo y Andrés subió con el juez. La prendería del tío Garrota tenía una escalera de caracol para el primer piso. Éste constaba de un vestíbulo, la cocina, dos alcobas y el cuarto desde donde se había tirado la vieja. En medio de este cuarto había un brasero, una badila sucia y una serie de manchas de sangre que seguían hasta la ventana.

—La cosa tiene el aspecto de un crimen —dijo el Juez.

—¿Cree usted? —preguntó Andrés.

—No, no creo nada; hay que confesar que los indicios se presentan como en una novela policíaca para despistar a la opinión. Esta mujer que se le pregunta quién la ha tirado, y dice el nombre de su marido; esta badila llena de sangre; las manchas que llegan hasta la ventana, todo hace sospechar lo que ya han comenzado a decir los vecinos.

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—¿Qué dicen?

—Le acusan al tío Garrota, al marido de esta mujer. Suponen que el tío Garrota y su mujer riñeron; que él le dio con la badila en la cabeza; que ella huyó a la ventana a pedir socorro, y que entonces él, agarrándola de la cintura, la arrojó a la calle.

—Puede ser.

—Y puede no ser.

Abonaba esta versión la mala fama del tío Garrota y su complicidad manifiesta en las muertes de dos jugadores, el Cañamero y el Pollo, ocurridas hacía unos diez años cerca de Daimiel.

—Voy a guardar esta badila —dijo el juez.

—Por si acaso no debían tocarla —repuso Andrés—; las huellas pueden servirnos de mucho.

El juez metió la badila en un armario, lo cerró y llamó al actuario para que lo lacrase. Se cerró también el cuarto y se guardó la llave.

Al bajar a la prendería Hurtado y el juez, la mujer del tío Garrota había muerto. El juez mandó que trajeran a su presencia al marido. Los guardias le habían atado las manos. El tío Garrota era un hombre ya viejo, corpulento, de mal aspecto, tuerto, de cara torva, llena de manchas negras, producidas por una perdigonada que le habían soltado hacía años en la cara.

En el interrogatorio se puso en claro que el tío Garrota era borracho, y hablaba de matar a uno o de matar a otro con frecuencia. El tío Garrota no negó que daba malos tratos a su mujer; pero sí que la hubiese matado. Siempre concluía diciendo:

—Señor juez, yo no he matado a mi mujer. He dicho, es verdad, muchas veces que la iba a matar; pero no la he matado.

El juez, después del interrogatorio, envió al tío Garrota incomunicado a la cárcel.

—¿Qué le parece a usted? —le preguntó el Juez a Hurtado.

—Para mí es una cosa clara; este hombre es inocente.

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El juez, por la tarde fue a ver al tío Garrota a la cárcel, y dijo que empezaba a creer que el prendero no había matado a su mujer. La opinión popular quería suponer que Garrota era un criminal. Por la noche el doctor Sánchez aseguró en el casino que era indudable que el tío Garrota había tirado por la ventana a su mujer, y que el juez y Hurtado tendían a salvarle, Dios sabe por qué; pero que en la autopsia aparecería la verdad. Al saberlo Andrés fue a ver al juez y le pidió nombrara a don Tomás Solana, el otro médico, como árbitro para presenciar la autopsia, por si acaso había divergencia entre el dictamen de Sánchez y el suyo.

La autopsia se verificó al día siguiente por la tarde; se hizo una fotografía de las heridas de la cabeza producidas por la badila y se señalaron unos cardenales que tenía la mujer en el cuello. Luego se procedió a abrir las tres cavidades y se encontró la fractura craneana, que cogía parte del frontal y del parietal y que había ocasionado la muerte. En los pulmones y en el cerebro aparecieron manchas de sangre, pequeñas y redondas.

En la exposición de los datos de la autopsia estaban conformes los tres médicos; en su opinión, acerca de las causas de la muerte, divergían.

Sánchez daba la versión popular. Según él, la interfecta, al sentirse herida en la cabeza por los golpes de la badila, corrió a la ventana a pedir socorro; allí una mano poderosa la sujetó por el cuello, produciéndole una contusión y un principio de asfixia que se evidenciaba en las manchas petequiales de los pulmones y del cerebro, y después, lanzada a la calle, había sufrido la conmoción cerebral y la fractura de cráneo, que le produjo la muerte. La misma mujer, en la agonía, había repetido el nombre del marido indicando quién era su matador.

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Hurtado decía primeramente que las heridas de la cabeza eran tan superficiales que no estaban hechas por un brazo fuerte, sino por una mano débil y convulsa; que los cardenales del cuello procedían de contusiones anteriores al día de la muerte, y que respecto a las manchas de sangre en los pulmones y en el cerebro no eran producidas por un principio de asfixia, sino por el alcoholismo inveterado de la interfecta. Con estos datos, Hurtado aseguraba que la mujer, en un estado alcohólico, evidenciado por el aguardiente encontrado en su estómago, y presa de manía suicida, había comenzado a herirse ella misma con la badila en la cabeza, lo que explicaba la superficialidad de las heridas, que apenas interesaban el cuero cabelludo, y después, en vista del resultado negativo para producirse la muerte, había abierto la ventana y se había tirado de cabeza a la calle.

Respecto a las palabras pronunciadas por ella, estaba claramente demostrado que al decirlas se encontraba en un estado afásico. Don Tomás, el médico aristócrata, en su informe hacía equilibrios, y en conjunto no decía nada. Sánchez estaba en la actitud popular; todo el mundo creía culpable al tío Garrota, y algunos llegaban a decir que, aunque no lo fuera, había que castigarlo, porque era un desalmado capaz de cualquier fechoría.

El asunto apasionó al pueblo; se hicieron una porción de pruebas; se estudiaron las huellas frescas de sangre de la badila, y se vio no coincidían con los dedos del prendero; se hizo que un empleado de la cárcel, amigo suyo, le emborrachara y le sonsacara. El tío Garrota confesó su participación en las muertes del Pollo y del Cañamero; pero afirmó repetidas veces entre furiosos juramentos que no y que no.

No tenía nada que ver en la muerte de su mujer, y aunque le condenaran por decir que no y le salvaran por decir que sí, diría que no, porque esa era la verdad. El juez, después de repetidos interrogatorios, comprendió la inocencia del prendero y lo dejó en libertad. El pueblo se consideró defraudado. Por indicios, por instinto, la gente adquirió la convicción de que el tío Garrota, aunque capaz de matar a su mujer, no la había matado; pero no quiso reconocer la probidad de Andrés y del juez.

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El periódico de la capital que defendía a los Mochuelos escribió un artículo con el título "¿Crimen o suicidio?”, en el que suponía que la mujer del tío Garrota se había suicidado; en cambio, otro periódico de la capital, defensor de los Ratones, aseguró que se trataba de un crimen y que las influencias políticas habían salvado al prendero.

—Habrá que ver lo que habrán cobrado el médico y el juez —decía la gente.

A Sánchez, en cambio, lo elogiaban todos.

—Ese hombre iba con lealtad.

—Pero no era cierto lo que decía —replicaba alguno.

—Sí; pero él iba con honradez.

Y no había manera de convencer a la mayoría de otra cosa.

X.- Despedida

Andrés, que hasta entonces había tenido simpatía entre la gente pobre, vio que la simpatía se trocaba en hostilidad. En la primavera decidió marcharse y presentar la dimisión de su cargo.

Un día de mayo fue el fijado para la marcha; se despidió de don Blas Carreño y del juez y tuvo un violento altercado con Sánchez, quien, a pesar de ver que el enemigo se le iba, fue bastante torpe para recriminarle con acritud. Andrés le contestó rudamente y dijo a su compañero unas cuantas verdades un poco explosivas.

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Por la tarde, Andrés preparó su equipaje y luego salió a pasear. Hacía un día tempestuoso con vagos relámpagos, que brillaban entre dos nubes. Al anochecer comenzó a llover y Andrés volvió a su casa. Aquella tarde Pepinito, su hija y la abuela habían ido al Maillo, un pequeño

balneario próximo a Alcolea. Andrés acabó de preparar su equipaje. A la hora de cenar entró la patrona en su cuarto.

—¿Se va usted de verdad mañana, don Andrés?

—Sí.

—Estamos solos; cuando usted quiera cenaremos.

—Voy a terminar en un momento.

—Me da pena verle a usted marchar. Ya le teníamos a usted como de la familia.

—¡Qué se le va a hacer! Ya no me quieren en el pueblo.

—No lo dirá usted por nosotros.

—No, no lo digo por ustedes. Es decir, no lo digo por usted. Si siento dejar el pueblo, es más que nada por usted.

—¡Bah! Don Andrés.

—Créalo usted o no lo crea, tengo una gran opinión de usted. Me parece usted una mujer muy buena, muy inteligente...

—¡Por Dios, don Andrés, que me va usted a confundir! —dijo ella riendo.

—Confúndase usted todo lo que quiera, Dorotea. Eso no quita para que sea verdad. Lo malo que tiene usted...

—Vamos a ver lo malo... —replicó ella con seriedad fingida.

—Lo malo que tiene usted —siguió diciendo Andrés— es que está usted casada con un hombre que es un idiota, un imbécil petulante, que le hace sufrir a usted, y a quien yo como usted le engañaría con cualquiera.

—¡Jesús! ¡Dios mío! ¡Qué cosas me está usted diciendo!

—Son las verdades de la despedida... Realmente yo he sido un imbécil en no haberle hecho a usted el amor.

—¿Ahora se acuerda usted de eso, don Andrés?

—Sí, ahora me acuerdo. No crea usted que no lo he pensado otras veces; pero me ha faltado decisión. Hoy estamos solos en toda la casa. ¿No?

—Sí, estamos solos. Adiós, don Andrés; me voy.

—No se vaya usted, tengo que hablarle.

Dorotea, sorprendida del tono de mando de Andrés, se quedó.

—¿Qué me quiere usted? —dijo.

—Quédese usted aquí conmigo.

—Pero yo soy una mujer honrada, don Andrés —replicó Dorotea con voz ahogada.

—Ya lo sé, una mujer honrada y buena, casada con un idiota. Estamos solos, nadie habría de saber que usted había sido mía. Esta noche para usted y para mí sería una noche excepcional, extraña...

—Sí, ¿y el remordimiento?

—¿Remordimiento?

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Andrés, con lucidez, comprendió que no debía discutir este punto.

—Hace un momento no creía que le iba a usted a decir esto. ¿Por qué se lo digo? No sé. Mi corazón palpita ahora como un martillo de fragua.

Andrés se tuvo que apoyar en el hierro de la cama, pálido y tembloroso.

—¿Se pone usted malo? —murmuró con voz ronca.

—No; no es nada.

Ella estaba también turbada, palpitante. Andrés apagó la luz y se acercó a ella. Dorotea no resistió. Andrés estaba en aquel momento en plena inconsciencia...

Al amanecer comenzó a brillar la luz del día por entre las rendijas de las maderas. Dorotea se incorporó. Andrés quiso retenerla entre sus brazos.

—No, no —murmuró ella con espanto, y levantándose rápidamente huyó del cuarto. Andrés se sentó en la cama atónito, asombrado de sí mismo. Se encontraba en un estado de irresolución completa; sentía en la espalda como si tuviera una plancha que le sujetara los nervios y tenía temor de tocar con los pies el suelo. Sentado, abatido, estuvo con la frente apoyada en las manos, hasta que oyó el ruido del coche que venía a buscarle. Se levantó, se vistió y abrió la puerta antes que llamaran, por miedo al pensar en el ruido de la aldaba; un mozo entró en el cuarto y cargó con el baúl y la maleta y los llevó al coche. Andrés se puso el gabán y subió a la diligencia, que comenzó a marchar por la carretera polvorienta.

—¡Qué absurdo! ¡Qué absurdo es todo esto! —exclamó luego—. Y se refería a su vida y a esta última noche tan inesperada, tan aniquiladora. En el tren su estado nervioso empeoró. Se sentía aniquiladora, mareado. Al llegar a Aranjuez se decidió a bajar del tren. Los tres días que pasó aquí tranquilizaron y calmaron sus nervios.

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