Zum Inhalt springen

Pío Baroja / Cuentos


Empfohlene Beiträge

Por si la punta del cortaplumas arañaba, iba a meter por la hendidura una espátula y a hacer saltar la tabla, cuando vi que en los ángulos había tornillos. Los fui sacando despacio, y cuando levanté la tabla y descubrí el suelo de la caja, vi en medio un cuadro de metal, a juzgar por el peso, envuelto en un lienzo basto.¿Qué podría ser esto?

Quité la tela; después, un papel amarillento, y apareció una lámina de cobre rojizo. Le di la vuelta. Era un esmalte magnífico, intacto. Le pasé por encima el pañuelo humedecido y aparecieron sus colores espléndidos.

Representaba la coronación de la Virgen. Las figuras tenían unos mantos azules y unas coronas doradas, de un color y de una transparencia ideales. Alrededor de la Virgen había una guirnalda de rosas, y en los cuatro ángulos figuras más pequeñas que representaban La Anunciación, La huída a Egipto, La adoración de los pastores y El portal de Belén.

Con la idea de que podía haber hecho una huella con el taladro, me comenzó a latir el corazón; pero no: la muesca quedaba por la parte de atrás, no esmaltada. Dentro del lienzo había un papel. Era, sin duda, del tío Paolo, el médico del ejército austríaco. Contaba cómo había entrado en Francia con los aliados cuando la caída de Napoleón y había comprado por quinientos francos el esmalte en Chalon-sur-Saone. Decía después que le habían asegurado que valía mucho y que como vivía en una época de guerras, revoluciones y trastornos, lo había quitado del marco donde lo tenía en la pared para guardarlo en la caja de música.

«Esto debe de valer muchísimo», me dije.

No pude dormir con la preocupación. Había que obrar con cautela. Tenía miedo de que me robasen.

Bearbeitet von Rita
Link zu diesem Kommentar

Al día siguiente, con el esmalte envuelto en un papel, fui a casa de Carlota. Se lo mostré y le expliqué dónde lo había encontrado.

¿Sería mejor decírselo al abuelo o callárselo? No fuera a considerarlo como algo que no se podía vender.

-Es mejor que lo guardes tú -dijo Carlota.

Lo guardé detrás de un bastidor pintado por mí, le puse encima un remiendo de tela y lo dejé colgado en la pared. No le advertí nada a la portera, que a veces entraba allí a limpiar.

En los días siguientes, entre el joven mecánico y yo, compusimos la caja de música, y la volví a llevar a casa de Carlota.

Quería saber el valor exacto del esmalte, y fui a varias tiendas de antigüedades de la orilla derecha y expliqué y describí cómo era. Me pidieron que lo llevara para que lo examinaran. Pude sacar en consecuencia que era un esmalte lemosín, de los pintados, y que en el Museo del Louvre estaban las piezas más importantes de esta clase de obras.

-Si ese esmalte que me describe usted no está falsificado -me dijo un anticuario-, yo le doy por él ciento cincuenta mil francos.

Estuve en el Museo del Louvre y me convencí de que el esmalte era auténtico.

Tenía un conocido fotógrafo, y fui a su taller para que hiciera varias fotografías de mi tesoro. Naturalmente, no me separé de él.

Pensaba enviar las pruebas fotográficas a varios museos con una carta en francés y en inglés que escribiría Carlota.

Todo aquel tiempo lo pasé inquieto y nervioso.

Bearbeitet von Rita
Link zu diesem Kommentar

El viejo Lorenzo estaba enfermo ya grave. Se había olvidado del préstamo de la princesa de Olevano-Visconti y quería tener la caja de música delante y oírla y ver sus muñecos.

Como la princesa se presentaría al terminar el plazo a exigir que se le pagara o a llevarse la caja de música, pensamos Carlota y yo que podíamos ir a visitar al vizconde que había ofrecido antes tres mil quinientos francos y que vivía en los Campos Elíseos y contarle una historia, pedirle un anticipo y devolverle el dinero a la princesa. Así se hizo.

Se le dijo al vizconde que el viejo Lorenzo quería venderle la caja de música, pero que como no era suya, sino también de su hermana, necesitaba que ésta diera su consentimiento, y que ella no quería darlo mientras no viera el dinero.

El vizconde aceptó el prestar dos mil francos, y se le dijo que se le devolverían al mes si por una eventualidad la hermana de Lorenzo no aceptaba la venta, y si la aceptaba, se le llevaría la caja y él entregaría mil quinientos francos más.

La situación nuestra iba siendo cada vez más difícil. El viejo Lorenzo estaba ya en las últimas. De los museos adonde yo había escrito y mandado fotografías no contestaban.

De pronto se presentó un agente del Museo Británico. Subió a mi casa. Venía a ver el esmalte. Fui al estudio, busqué el bastidor en la pared... No estaba. Me habían robado. Estuve a punto de caerme. Me serené. Pensé que la portera entraba a veces a arreglar aquel rincón. Quizá había movido los bastidores. Efectivamente, aquel en donde estaba el esmalte lo había puesto tapando un agujero que daba al tejado.

Bearbeitet von Rita
Link zu diesem Kommentar

Descubrí mi tesoro y se lo presenté al agente del Museo Británico. Lo examinó con atención con una lente, y dijo:

-Sí, efectivamente, es auténtico. ¿Cuánto quiere usted por él?

-Está tasado en doscientos cincuenta mil francos.

-No sé si encontrará quién se los dé.

-Ya veremos.

-Yo le podría ofrecer doscientos mil.

-Venga usted dentro de ocho días. Yo se lo diré al dueño.

El agente del Museo Británico se fue, y cuatro días más tarde apareció otro de un museo de Nueva York. Se resistía a dar los doscientos cincuenta mil francos; pero yo me manifesté inexorable, y tuvo que darlos.

El mismo día que terminé este asunto murió Lorenzo Borda. Después de colocar en un Banco doscientos cuarenta y cinco mil francos, fui a su entierro. Pagamos al vizconde, y pocas semanas después nos casamos Carlota y yo.

Luego tomamos en traspaso una tienda pequeña de antigüedades, y después otra mayor. La caja de música fue siempre como nuestro emblema.

El anticuario Téllez estaba, sin duda, muy satisfecho de la inteligencia que había demostrado en aquellos asuntos que habían sido la base de su riqueza. Todas aquellas combinaciones daban la impresión de que el anticuario tenía una habilidad de judío.

-¿Y su mujer? ¿Vive? -le pregunté.

-No. Murió la pobre.

-¿Tiene usted hijos?

-Sí, un chico y una chica.

-¿Les dejará usted su establecimiento?

-Al hijo. A la chica le daré una buena dote.

-Y ¿hay muchos judíos en la profesión de anticuario?

-¿Por qué lo pregunta usted? -me preguntó como alarmado.

-No sé. Parece que debe de haber entre ellos gente inteligente en esas materias.

-Sí, los hay.

Como si la pregunta mía hubiera abierto un surco entre el anticuario y yo, nos despedirnos fríamente, y cada cual se marchó a su casa.

Bearbeitet von Rita
Link zu diesem Kommentar

Mari Belcha

un cuento de

Pío Baroja

Cuando te quedas sola a la puerta del negro caserío con tu hermanillo en brazos, ¿en que piensas, Mari Belcha, al mirar los montes lejanos y el cielo pálido?

Te llaman Mari Belcha, María la Negra, porque naciste el día de los Reyes, no por otra cosa; te llaman Mari Belcha, y eres blanca como los corderillos cuando salen del lavadero, y rubia como las mieses doradas del estío...

Cuando voy por delante de tu casa en mi caballo te escondes al verme, te ocultas de mí, del médico viejo que fue el primero en recibirte en sus brazos, en aquella mañana fina en que naciste.

¡Si supieras cómo la recuerdo! Esperábamos en la cocina, al lado de la lumbre. Tu abuela, con las lágrimas en los ojos, calentaba las ropas que habías de vestir y miraba el fuego pensativa; tus tíos, los de Aristondo, hablaban del tiempo y de las cosechas; yo iba a ver a tu madre a cada paso a la alcoba, una alcoba pequeña, de cuyo techo colgaban trenzadas las mazorcas de maíz, y mientras tu madre gemía y el buenazo de José Ramón, tu padre, la cuidaba, yo veía por las ventanas el monte lleno de nieve y las bandadas de tordos que cruzaban el aire.

Por fin, tras de hacernos esperar a todos, viniste al mundo, llorando desesperadamente. ¿Por qué lloran los hombres cuando nacen? ¿Será que la nada, de donde llegan, es más dulce que la vida que se les presenta?

Como te decía, te presentaste chillando rabiosamente, y los Reyes, advertidos de tu llegada, pusieron una moneda, un duro, en la gorrita que había de cubrir tu cabeza. Quizá era el mismo que me habían dado en tu casa por asistir a tu madre...

Link zu diesem Kommentar

Y ahora te escondes cuando paso, cuando paso con mi viejo caballo. ¡Ah! Pero yo también te miro ocultándome entre los árboles; ¿y sabes por qué?... Si te lo dijera, te reirías... Yo, el medicuzarra que podría ser tu abuelo; sí, es verdad. Si te lo dijera, te reirías.

¡Me pareces tan hermosa! Dicen que tu cara está morena por el sol, que tu pecho no tiene relieve; quizá sea cierto; pero en cambio tus ojos tienen la serenidad de las auroras tranquilas del otoño y tus labios el color de las amapolas de los amarillos trigales.

Luego, eres buena y cariñosa. Hace unos días, el martes que hubo feria, ¿te acuerdas?, tus padres habían bajado al pueblo y tú paseabas por la heredad con tu hermanillo en brazos.

El chico tenía mal humor, tú querías distraerle y le enseñabas las vacas, la Gorriya y la Beltza, que pastaban la hierba, resoplando con alegría, corriendo pesadamente de un lado a otro, mientras azotaban las piernas con sus largas colas.

Tú le decías al condenado del chico: «Mira a la Gorriya.., a esa tonta.... con esos cuernos.... pregúntale tú, maitia: ¿por qué cierras los ojos, esos ojos tan grandes y tan tontos?... No muevas la cola.»

Y la Gorriya se acercaba a ti y te miraba con su mirada triste de rumiante, y tendía la cabeza para que acariciaras su rizada testuz.

Link zu diesem Kommentar

Luego te acercabas a la otra vaca, y señalándola con el dedo, decías: «Ésta es la Beltza... Hum... qué negra... qué mala... A ésta no la queremos. A la Gorriya sí».

Y el chico repitió contigo: «A la Gorriya sí»; pero luego se acordó de que tenía mal humor y empezó a llorar.

Y yo también empecé a llorar no sé por qué. Verdad es que los viejos tenemos dentro del pecho corazón de niño.

Y para callar a tu hermano recurriste al perrillo alborotador, a las gallinas que picoteaban en el suelo, precedidas del coquetón del gallo a los estúpidos cerdos que corrían de un lado a otro.

Cuando el niño callaba, te quedabas pensativa. Tus ojos miraban los montes azulados de la lejanía, pero sin verlos; miraban las nubes blancas que cruzaban el cielo pálido, las hojas secas que cubrían el monte, las ramas descarnadas de los árboles, y, sin embargo, no veían nada.

Veían algo; pero era en el interior del alma, en esas regiones misteriosas donde brotan los amores y los sueños

Hoy, al pasar, te he visto aún más preocupada. Sentada sobre un tronco de árbol, en actitud de abandono, mascabas nerviosa una hoja de menta.

Dime, Mari Belcha, ¿en qué piensas al mirar los montes lejanos y el cielo pálido?

Link zu diesem Kommentar

Médium

un cuento de

Pío Baroja

Soy un hombre intranquilo, nervioso, muy nervioso; pero no estoy loco, como dicen los médicos que me han reconocido. He analizado todo, he profundizado todo, y vivo intranquilo. ¿Por qué? No lo he sabido todavía.

Desde hace tiempo duermo mucho, con un sueño sin ensueño; al menos, cuando me despierto, no recuerdo si he soñado; pero debo soñar; no comprendo por qué se me figura que debo soñar. A no ser que esté soñando ahora cuando hablo; pero duermo mucho; una prueba clara de que no estoy loco.

La médula mía está vibrando siempre, y los ojos de mi espíritu no hacen más que contemplar una cosa desconocida, una cosa gris que se agita con ritmo al compás de las pulsaciones de las arterias en mi cerebro.

Pero mi cerebro no piensa, y, sin embargo, está en tensión; podría pensar, pero no piensa... ¡Ah! ¿Os sonreís, dudáis de mi palabra? Pues bien, sí. Lo habéis adivinado. Hay un espíritu que vibra dentro de mi alma. Os lo contaré:

Es hermosa la infancia, ¿verdad? Para mí, el tiempo más horroroso de la vida. Yo tenía, cuando era niño, un amigo; se llamaba Román Hudson; su padre era inglés, y su madre, española.

Le conocí en el Instituto. Era un buen chico; sí, seguramente era un buen chico; muy amable, muy bueno; yo era huraño y brusco.

A pesar de estas diferencias, llegamos a hacer amistades, y andábamos siempre juntos. Él era un buen estudiante, y yo, díscolo y desaplicado; pero como Román siempre fue un buen muchacho, no tuvo inconveniente en llevarme a su casa y enseñarme sus colecciones de sellos.

Link zu diesem Kommentar

La casa de Román era muy grande y estaba junto a la plaza de las Barcas, en una callejuela estrecha, cerca de una casa en donde se cometió un crimen, del cual se habló mucho en Valencia. No he dicho que pasé mi niñez en Valencia. La casa era triste, muy triste, todo lo triste que puede ser una casa, y tenía en la parte de atrás un huerto muy grande, con las paredes llenas de enredaderas de campanillas blancas y moradas.

Mi amigo y yo jugábamos en el jardín, en el jardín de las enredaderas, y en un terrado ancho, con losas, que tenía sobre la cerca enormes tiestos de pitas.

Un día se nos ocurrió a los dos hacer una expedición por los tejados y acercarnos a la casa del crimen, que nos atraía por su misterio. Cuando volvimos a la azotea, una muchacha nos dijo que la madre de Román nos llamaba.

Bajamos del terrado y nos hicieron entrar en una sala grande y triste. Junto a un balcón estaban sentadas la madre y la hermana de mi amigo. La madre leía; la hija bordaba. No sé por qué, me dieron miedo.

La madre con su voz severa, nos sermoneó por la correría nuestra, y luego comenzó a hacerme un sinnúmero de preguntas acerca de mi familia y de mis estudios. Mientras hablaba la madre, la hija sonreía; pero de una manera tan rara, tan rara...

-Hay que estudiar -dijo, a modo de conclusión, la madre.

Salimos del cuarto, me marché a casa y toda la tarde y toda la noche no hice más que pensar en las dos mujeres.

Link zu diesem Kommentar

Desde aquel día esquivé como pude el ir a casa de Román. Un día vi a su madre y a su hermana que salían de una iglesia, las dos enlutadas; y me miraron y sentí frío al verlas.

Cuando concluimos el curso ya no veía a Román: estaba tranquilo: pero un día me avisaron de su casa, diciéndome que mi amigo estaba enfermo. Fui, y le encontré en la cama, llorando, y en voz baja me dijo que odiaba a su hermana. Sin embargo, la hermana, que se llamaba Ángeles, le cuidaba con esmero y le atendía con cariño; pero tenía una sonrisa tan rara, tan rara...

Una vez, al agarrar de un brazo a Román, hizo una mueca de dolor.

-¿Qué tienes? -le pregunté.

Y me enseñó un cardenal inmenso, que rodeaba su brazo como un anillo.

Luego, en voz baja, murmuró:

-Ha sido mi hermana.

-¡Ah! Ella...

-No sabes la fuerza que tiene; rompe un cristal con los dedos, y hay una cosa más extraña: que mueve un objeto cualquiera de un lado a otro sin tocarlo.

Días después me contó, temblando de terror, que a las doce de la noche, hacía ya cerca de una semana que sonaba la campanilla de la escalera, se abría la puerta y no se veía a nadie.

Román y yo hicimos un gran número de pruebas. Nos apostábamos junto a la puerta..., llamaban..., abríamos..., nadie. Dejábamos la puerta entreabierta, para poder abrir en seguida... ; llamaban..., nadie.

Por fin quitamos el llamador a la campanilla, y la campanilla sonó, sonó..., y los dos nos miramos estremecidos de terror.

-Es mi hermana, mi hermana -dijo Román.

Link zu diesem Kommentar

Y, convencidos de esto, buscamos los dos amuletos por todas partes, y pusimos en su cuarto una herradura, un pentagrama y varias inscripciones triangulares con la palabra mágica: «Abracadabra.»

Inútil, todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios, y en las paredes se dibujaban sombras sin contornos y sin rostro.

Román languidecía, y para distraerle, su madre le compró una hermosa máquina fotográfica. Todos los días íbamos a pasear juntos, y llevábamos la máquina en nuestras expediciones.

Un día se le ocurrió a la madre que los retratara yo a los tres, en grupo, para mandar el retrato a sus parientes de Inglaterra. Román y yo colocamos un toldo de lona en la azotea, y bajo él se pusieron la madre y sus dos hijos. Enfoqué, y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas. En seguida Román y yo fuimos a revelarlas. Habían salido bien; pero sobre la cabeza de la hermana de mi amigo se veía una mancha oscura.

Dejamos a secar las placas, y al día siguiente las pusimos en la prensa, al sol, para sacar las positivas.

Ángeles, la hermana de Román, vino con nosotros a la azotea. Al mirar la primera prueba, Román y yo nos contemplamos sin decirnos una palabra. Sobre la cabeza de Ángeles se veía una sombra blanca de mujer de facciones parecidas a las suyas. En la segunda prueba se veía la misma sombra, pero en distinta actitud: inclinándose sobre Ángeles, como hablándole al oído. Nuestro terror fue tan grande, que Román y yo nos quedamos mudos, paralizados. Ángeles miró las fotografías y sonrió, sonrió. Esto era lo grave.

Yo salí de la azotea y bajé las escaleras de la casa tropezando, cayéndome, y al llegar a la calle eché a correr, perseguido por el recuerdo de la sonrisa de Ángeles. Al entrar en casa, al pasar junto a un espejo, la vi en el fondo de la luna, sonriendo, sonriendo siempre.

¿Quién ha dicho que estoy loco? ¡Miente!, porque los locos no duermen, y yo duermo... ¡Ah! ¿Creíais que yo no sabía esto? Los locos no duermen, y yo duermo. Desde que nací, todavía no he despertado.

Link zu diesem Kommentar

Olaberri el macabro
 

un cuento de

Pío Baroja

Olaberri era un pesimista jovial. No encontraba en el mundo más que vanidad y aflicción de espíritu. No tenía fe más que en la cal hidráulica y en el cemento armado. Para él, detrás de toda satisfacción venía algo negro y doloroso, que eran principalmente las facturas.

-¿Ve usted esa chica que se ha casado con el carabinero? -me preguntó hace tiempo con aire de profunda conmiseración.

-Sí.

-¡Qué infelices! Ahora mucha alegría, ¿eh?, y de viaje, pero luego ya vendrán las facturas.

A Olaberri le preocupaban las facturas. Para Olaberri, que era contratista en pequeño, las facturas eran como la sombra de Banquo, que aparece en el banquete de la vida.

Si Olaberri hubiera tenido el sentido estadístico de nuestro amigo Berecoche, ya difunto, diría que en la vida hay un 75 por ciento de facturas.

-Ya le he dicho al párroco -me contó una vez-: usted, con un cubo de agua y un hisopo, ya tiene para todo el año, y a vivir bien; nosotros, en cambio, pobres contratistas, siempre a vueltas con las facturas.

Olaberri tenía gustos macabros. Había construido en el cementerio varios sepulcros y trasladado cadáveres y huesos y algunos cuerpos recién muertos.

Al hacer la descripción de estos traslados sentía, sin duda, un ardor explicativo de artista medieval y macabro. Los huesos, las calaveras revueltas con tierra, los trozos de hábito o de ropa, la madera podrida de los ataúdes, todo daba pábulo a su charla pintoresca.

Al relatar el traslado de algún cuerpo recién enterrado, se lucía; entonces los detalles realistas eran tan terribles que a cualquier persona sencilla se le ponían los pelos de punta.

Salían a relucir los busanos blancos y las gurgujas verdes, y al último la gente no sabía si temblar de asco o echarse a reír.

Él no tenía repugnancia por nada.

-Los mejores caracoles que hay comido -solía decir-, los hay cogido en la tumba del difunto párroco. Nunca los hay comido mejores.

Link zu diesem Kommentar

Dein Kommentar

Du kannst jetzt schreiben und Dich später registrieren. Wenn Du ein Konto hast, melde Dich jetzt an, um unter Deinem Benutzernamen zu schreiben.
Hinweis: Dein Beitrag muss vom Moderator freigeschaltet werden, bevor er sichtbar wird.

Gast
Auf dieses Thema antworten...

×   Du hast formatierten Text eingefügt.   Formatierung jetzt entfernen

  Nur 75 Emojis sind erlaubt.

×   Dein Link wurde automatisch eingebettet.   Einbetten rückgängig machen und als Link darstellen

×   Dein vorheriger Inhalt wurde wiederhergestellt.   Editor leeren

×   Du kannst Bilder nicht direkt einfügen. Lade Bilder hoch oder lade sie von einer URL.

×
×
  • Neu erstellen...

Unser Netzwerk + Partner: Italien-Forum