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Gustavo Adolfo Bécquer, El Caudillo de las Manos Rojas


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Canto quinto

I

El príncipe después de un año de peregrinación, llega al fin al término señalado por el genio. éste, durante las jornadas, fijos los ojos sobre su protegido, ha velado día y noche por su vida hasta dejarle en Kattak.

II

La aurora rasga el velo de la noche; de sus trenzas de oro se desprenden el rocío en una lluvia de perlas sobre las colinas y las llanuras; los horizontes del mar se encienden y las crestas de sus olas brillan como las escamas de la armadura de un guerrero en un día de combate; de las flores, húmedas aún con las lágrimas del crepúsculo, se eleva al cielo una columna de aromas en emanaciones; perfumadas emanaciones que los genios, cruzando sobre las nubes celestes y ambarinas, recogen con las matinales plegarias de los brahmines, para depositarlas a los pies de Bermach, autor de la maravillosa máquina de los mundos.

III

Pulo se ha sentado sobre una de las rocas que erizan en aquella parte del reino de Kattak las extensas playas del Océano. Su pensamiento está dividido entre su esposa y su conciencia.

-Ya se aproxima -dice- la hora del perdón; unos esfuerzos más, y me hallo en presencia del ave misteriosa que Vichenú ha escogido pura intérprete de sus designios. Dios, que conservas cuanto existe, apartando las tempestades y la muerte de la cabeza de los hombres, no interpongas tu poder entre mi corazón y la flecha de los guerreros, entre mi vida y las garras del tigre, o los anillos del boa gigante; pero defiéndeme contra mí mismo, arráncame el amor y la conciencia, cuyos golpes matan sin que se vea la mano que los dirige.

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IV

El sol se va levantando pausadamente del seno del mar y remontándose por la cumbre del firmamento. El caudillo, después de lavarse por siete veces las manos y los sangrientos pies, recitando algunas oraciones misteriosas, emprende una difícil ascensión para llegar a la cima de las colosales rocas, cuya frente han ennegrecido los rayos y las tempestades, cuyas plantas besan o azotan las hirvientes olas del Océano.

V

Después de trepar por espacio de una hora, asiéndose a los arbustos y malezas que crecen en las aberturas de las peñas, el príncipe consigue al fin encontrarse en la cumbre del promontorio.

En una de las rocas de granito que coronan su cúspide hay una hendidura, y en el fondo de ésta le parece distinguir las formas confusas de un ave, que fija en los suyos dos ojos que brillan en la oscuridad con una luz fantástica.

VI

-Ave de los dioses -prorrumpe Pulo cayendo de rodillas ante el aéreo nido del cuervo de la cabeza blanca-; ave misteriosa, bajo cuyo negro plumaje vivió por espacio de tres siglos el poderoso Vichenú, logrando con este ardid evitar la muerte que el dios de la destrucción le aprestaba; heme aquí esperando tus palabras, como los tulipanes agostados por el fuego del día esperan las gotas del rocío de la noche.

VII

El cuervo, abandonando su guarida, se abate sobre una de las enhiestas rocas, y, después de agitar sus alas por tres veces, dice así al caudillo, que lo escucha en silencio y con la frente humillada en el polvo:

-Señor de Osira, poderoso descendiente de los Dheli, conquistadores de la India y protegidos de Vichenú, sé lo que vienes a preguntarme; así, es inútil que me lo refieras. El templo que buscas se halla lejos de este lugar; sigue mis pasos y te mostraré el sitio en que se empezarán las excavaciones.

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VIII

El cuervo de la cabeza blanca se remonta en los aires, dejándose caer al pie del promontorio, donde espera a que baje el caudillo. Cuando éste toca al término de su descensión, el ave misteriosa emprende la marcha caminando a saltos pequeños y sin abandonar las costas en que viene a romperse el oleaje de crestas de oro.

Prosiguen durante todo el día sin abandonar la ribera blanqueada por la espuma, y cuando ya el sol desciende al seno de las ondas rodeado de espesos y rojos celajes, el alado guía se aparta de las playas, internándose tierra adentro, a través de un pantano cenagoso y cubierto de juncos verdes y altísimos.

IX

Las nubes, amontonándose en el Occidente, envuelven el cadáver del sol en un sudario de brumas, antes que descienda a su sepulcro.

La noche se adelanta, una noche sin astros y sin transparencia; la brisa murmura la oración de los muertos, sollozando melancólica entre los espesos juncos; el perfume de las flores que se abren en la sombra vaga en el espacio; el grito del chacal y el silbo de las aves nocturnas resuenan confundiéndose con esos rumores siniestros y misteriosos que nacen, tiemblan y se dilatan en el seno de la oscuridad, sin que podamos decir quién los produce.

-Ave inmortal -exclama Pulo deteniéndose en su camino,- he aquí que la noche se ha apoderado de la tierra y que en balde procuro seguirte, pues la sombra te ha robado a mi vista.

El grito del chacal se oye cada vez más próximo; tú sabes que no le temo, mas estoy sin armas, y por lo tanto inhábil para defenderme de sus traidores ataques.

Volvamos atrás y esperemos al día para proseguir nuestra jornada. Temerario valor juzgo el de aquel que arriesga su vida contra enemigos que no puede exterminar o vencer; si al menos la luna brillara en el cielo, su luz me guiaría a través de este pantano, donde a cada paso que doy temo encontrar la muerte, sepultándome en sus aguas cenagosas e inmóviles.

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X

-No temas -responde el cuervo;- el dios que nos envía cuidará de nosotros desde su elevación. He aquí la manera de salir con bien de este peligro: las llanuras que vamos a atravesar presenciaron la derrota de tu padre, Schiven, celoso del culto que éste rendía en el templo a que nos dirigimos al genio que te protege, reunió en su daño a los guerreros de Kattak y de Lahore, que ardiendo en sed de venganza contra su vencedor, se juntaron entre las sombras de la noche para afilar las espadas que habían de herir a los predilectos de Vichenú.

XI

Un día tu padre abandonó el templo para dirigirse a las selvas que se extienden al pie de la colina en cuya cumbre está oculto; de pronto una nube de polvo blanca e inmensa, que elevándose de la parte de Oriente oscurecía la luz del sol, atrajo su curiosidad.

¿Qué nueva y numerosa caravana de peregrinos será la que se aproxima al templo de mi dios?, dice, volviéndose a uno de los pérfidos rajás portadores de su escudo y su aljaba.

XII

éste, lanzando a sus compañeros una mirada de inteligencia, respondió al victorioso rey con la sonrisa en los labios:

-¿Quién sabe cuál será el remoto país que envía este enjambre de peregrinos? La fama del asombroso templo de Kattak corre de boca en boca hasta los más remotos confines del mundo.

Tu padre, después de fijar nuevamente las miradas en aquella nube de polvo que se aproxima, y de la cual brotan centellas de fuego, exclama con voz terrible:

XIII

-¿Qué es esto? Los toscos yaids de los peregrinos llamean al rayo del sol como las armaduras de los guerreros de Labore. ¿Oís? En las alas del viento llega confuso el eco de la terrible y bárbara armonía de sus trompas de guerra. ¡Oh! Ya no me queda duda; el enemigo que hallé a mis pies se endereza como la víbora para morderme en ellos. No importa; veremos si los caudillos de Lahore han aprendido de nuevo a vencer, tras tantos años de acostumbrarse a huir.

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XIV

-Valientes -prosigue dirigiéndose a los que le acompañan- dadme el arco y el escudo, desnudad vuestros aceros, y que las roncas bocinas de plata convoquen a mis huestes con sus bramidos.

Eldi Salek, uno de sus traidores capitanes, por toda respuesta le hunde en el pecho su misma espada, de que era portador, y blandiéndola después en los aires en ademán de triunfo prorrumpe a voces:

-¡ánimo, compañeros de esclavitud! ¡ánimo, domeñados ejércitos de Kattak y Lahore, desvanecidos un día al soplo del tirano como al del huracán el humo! ¡ánimo; nuestro país es libre!

XV

En tanto, el infelice rey, revolcándose en su sangre, intenta en vano llamar en su socorro; la voz se ahoga en su garganta; hace una postrer tentativa para incorporarse, y cae a tierra muerto y con los puños crispados y tendidos hacia las bárbaras huestes, que se adelantan al bélico y rudo compás de sus instrumentos de bronce.

XVI

Los sacerdotes de Vichenú se aperciben de la sorpresa, y subiendo a las altas torres de la Pagoda, llenan el ámbito de los aires con los terribles bramidos del caracol sagrado, al que responden en la llanura las bocinas de marfil de los guerreros de tu padre.

XVII

-¿Dónde está nuestro caudillo, que no corre como el león al combate? ¿Por qué no vuela en la primera fila su manto de púrpura y el chal amarillo que ciñe su frente? ¡Mi dueño! -exclaman los valientes conquistadores de Kattak, y ninguno sabe decir dónde se encuentra el señor de Osira, que no responde al rumor de la batalla con el grito de guerra.

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XVIII

Los enemigos se adelantan, la llanura gime bajo el peso de sus carros y elefantes de guerra, y el eco de los lejanos montes repite sus salvajes alaridos. Suena la señal del combate y de la muerte. Los defensores de Vichenú expiran uno a uno al rigor del acero; el templo de dios es presa de las llamas, y con él la naciente ciudad que en sus inmediaciones levantó el rey de Osira en honor del benéfico genio de Allah-abad.

XIX

Cuando llegó la noche, la expirante llama del incendio, arrojando sus temblorosos círculos de luz y de sombra sobre la llanura, chispeaba en el casco de los valientes que habían sucumbido a los golpes de Schiven, y que yacían entre el polvo cubiertos de sangre y de gloria.

Un hondo silencio reinaba en el que fue teatro de la sangrienta lucha, silencio que sólo interrumpía el imponente estruendo de los muros al desplomarse abrasados por las silbadoras llamas, o el ronco grito del chacal, que, ofuscado por el ardiente resplandor del fuego, rugía en su cueva, temeroso de lanzarse sobre los cadáveres insepultos.

Los vencedores abandonaron con el día la llanura donde desde esa época nadie osa poner la planta, temiendo el enojo de Schiven, que quiso tener en aquellos lugares un templo de ruinas, habitado por la soledad del espanto.

XX

Pulo escucha sobrecogido de un religioso pavor, la historia del sangriento combate en que su padre perdió la vida; historia que en su país cantan las bayaderas al son de los címbalos, pero cuya terrible sencillez nunca había arrancado
una lágrima tan ardiente a sus ojos, cual la que entonces rodó abrasadora sobre su mejilla.

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XXI

El cuervo prosigue así: -¿Ves allá, entre los espesos cañaverales, encenderse una llama ligera y cárdena, que vacila y corre sobre el haz de las fétidas aguas del pantano? Más lejos, al pie de la colina, donde a la sombra de un bosque sombrío se levanta un grosero sepulcro formado de piedras toscas e irregulares, ¿ves cómo se desarrolla el brillante fluido, y vuela sobre la tumba, y se detiene junto a los troncos de los árboles, y se multiplica subdividiéndoles en mil otras llamas fantásticas, ligeras y de un azulado resplandor?

XXII

Esos son los espíritus de los valientes que en defensa del genio que te protege sucumbieron al golpe de las hachas de Kattak. Dobla en tierra la rodilla, que tu padre va a dejar el seno de la tumba para guiarnos, a través de la noche, del pantano y de las sombras de los valientes, al sitio en que cubiertos de musgo y escondidos entre las hierbas altas y silenciosas hallaremos los restos mortales, única reliquia del ara de Vichenú.

XXIII

Pulo se arrodilla, y del tosco sepulcro del bosque se levanta una llama roja, que lanzándose al vacío comienza a caminar con dirección al ocaso.

El cuervo sigue a la llama y el príncipe al cuervo.

De repente aquélla se detiene sobre la cumbre de la colina, en cuya falda duerme el viento de la noche suspirando entre las hojas de los árboles.

El pájaro de la cabeza blanca tiende el vuelo, y cerniéndose en los aires sobre las ruinas de la Pagoda, llama con una voz al caudillo: éste, maravillado y absorto, sube la suave pendiente que conduce al término de su peregrinación.

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Canto sexto

I

-Vuelve a tu reino; derrama tus tesoros y trae en tu compañía los artífices más celebrados que en él encuentres. A la luz del sol durante el día, a la de las antorchas durante la noche, que no se dé un minuto de reposo a la ociosidad, fatigando el eco de estos solitarios lugares con el alegre y bullicioso clamor de los trabajadores, a los rudos y sonoros golpes del martillo.

II

Seis años tienes de término para reedificar la Pagoda, que llenará el mundo de admiración, y alrededor de cuyas altísimas torres se agruparán las nubes y estallaran las tempestades, como en las crestas de las montañas. Sedas hay en Cachemira, oro en Siam, cedros en Katay, elefantes en Lahore y perlas en el golfo de Ormuz. Recorre estos países, y con sus ofrendas y tus adquisiciones la Pagoda de nuestros días resplandecerá como los astros, flotantes moradas de los genios.

Entonces se traba en el alma de Pulo una lucha entre la curiosidad y el temor, lucha que concluye con el triunfo de aquélla.

Un genio de mal guía sus pasos a través de la noche; y éstos se dirigen impulsados por una fuerza incontrastable hacia el lugar en que se encuentra el peregrino.

III

Presta de nuevo atención; nada se escucha. ¿Qué hará? ¡Si fuera posible descubrir un arcano!

Diciendo así, el caudillo de las manos rojas separa las colgaduras de seda y oro que cubren la puerta de la habitación que ocupa el misterioso viajero; un rayo que hubiera caído a sus pies no le asombraría tanto como la escena que se presenta a sus ojos.

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IV

El peregrino ha desaparecido.

En mitad del aposento, y al débil resplandor de una lámpara de alabastro, se ve el informe busto de un horroroso ídolo.

La locura en sus fantásticas creaciones, el sueño en sus angustiosas pesadillas, el insomnio en su delirio abrumador, no forjaron nunca una imagen tan repugnante y terrible.

V

No es su rostro el del genio benéfico que protege al príncipe; ese rostro en cuyas facciones se ven grabadas en armoniosas líneas y rasgos atrevidos la noble fiereza, la salvaje y varonil hermosura del dios de la selva, no; la fisonomía de aquella tosca escultura, que sin concluir aún se presenta a los ojos del aterrado Pulo, tiene algo de infernal y medroso; de sus redondas pupilas parece pronto a brotar el rayo y la muerte; su dilatada boca está contraída por una sonrisa feroz; todo en él revela un genio del mal.

Es la imagen de Schiven y no la de Vichenú.

La impaciencia ha perdido para siempre al desgraciado caudillo.

VI

éste, presa de un vértigo y saliendo de su inmovilidad: -Brahmines -exclama en alta voz,- despertad de vuestro sueño; la esperanza de dicha que aún me restaba se ha desvanecido como el perfume de un lirio que besa el simún. Schiven venció en el combate; levantad el ídolo que lo representa; llevadlo al ara sobre vuestros hombros al compás de los himnos del luto y el clamor de las plañideras y los címbalos; suyo será el templo de su hermano, y con él mi vida.

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VII

Los brahmines y los servidores del príncipe que han acudido a su llamamiento, se apresuran a ejecutar sus mandatos, las apagadas antorchas vuelven a despedir torrentes de luz; los guerreros hieren sus escudos con el pomo de la espada; las roncas bocinas de marfil ahuyentan el tranquilo sueño de los habitantes de Kattak, y la triste e imponente comitiva que conduce al dios de la muerte y del estrago se dirige a la gigantesca Pagoda, del seno de la cual se escuchan levantarse, crecer y morir temblando en el vacío; medrosos lamentos y horribles carcajadas. Son los genios de la destrucción que solemnizan su victoria.

VIII

El día comienza a despuntar; la luna se desvanece, y el mar se colora con la primera luz del alba. El templo resplandece iluminado en su interior por cien y cien magníficas lámparas de bronce y oro; las blancas nubes que se elevan de los altares, difunden la esencia de la mirra y del áloe por los extensos ámbitos de la Pagoda; el príncipe ha ceñido la frente con el amarillo chal, emblema del poder soberano, y cubierto con sus más ricas vestiduras está de rodillas ante el ara.

Las ceremonias con que los brahmines, invocando la piedad de los genios, han dado posesión al de la muerte del templo de Jaganata han concluido.

IX

-¡Sacerdotes, caudillos, siervos -prorrumpe al fin el señor de Osira,- la cólera de los dioses está suspendida sobre mi cabeza, como una espada pendiente de un cabello; mis manos, que desde la terrible hora en que subí al solio ningún mortal ha visto desnudas, están manchadas de sangre. Vedlas; esta sangre es la de mi antecesor, la de mi hermano, a quien arranque la vida con la corona. Shiven, el dios del remordimiento y de la expiación, me exige ojo por ojo, corona por corona, vida por vida. Cúmplase su voluntad. Sacerdotes, caudillos, siervos: rogad por el último de los Dheli, cuya raza va a desaparecer de la tierra.

La multitud, sobrecogida y llena de terror, permanece en silencio; Pulo, volviéndose hacia el altar en que está colocado el dios, prosigue de este modo, dirigiéndose al informe ídolo, que parece que contrae sus labios con una muda e infernal sonrisa.

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X

-Schiven, enemigo y extirpador de mi raza: si la sangre puede borrar mis culpas apartando tu cólera de la frente de Siannah, recíbela como mi última ofrenda; pero concédeme al menos que, antes de partir del mundo, la contemple un instante por la postrera vez; que su boca reciba el frío y apagado aliento de la mía; que sus besos cierren mis párpados a la eterna noche de la tumba.

XI

La muchedumbre que ocupa las naves del templo tiene fijos sus ojos en el príncipe y arroja un grito de horror.

Pulo se ha atravesado con su espada, y el caliente borbotón de sangre que brotó de su herida saltó humeando al rostro del genio.

En aquel instante, una mujer atraviesa el atrio de la Pagoda, y se adelanta hasta el recinto en que se eleva el ara de Schiven.

-¡Siannah! -murmura el príncipe reconociéndola: -Siannah, al fin te veo antes de morir. -Y expira.

XII

Siannah, la perla de Ormuz, la violeta de Osira, el símbolo de la hermosura y del amor, la que formó Bermach en un delirio de placer, combinando la gentileza de las palmas de Nepol, la flexibilidad de los juncos del Ganges, la esmeralda de los ojos de una schiva, la luz de un diamante de Golconda, la armonía de una noche de verano y la esencia de un lirio salvaje del Himalaya; Siannah, la hermosa entre las hermosas siguió a Pulo a través de su peregrinación en esas regiones desconocidas de las que ningún viajero vuelve.

Siannah fue la primera viuda indiana que se arrojó al fuego con el cadáver de su esposo.

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