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Diego de San Pedro / Cárcel de amor


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Diego de San Pedro

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Cárcel de amor
 

novela sentimental de
Diego de San Pedro

El siguiente tratado fue hecho a petición del señor don Diego Hernandes, Alcaide de los Donceles, y de otros caballeros cortesanos: llámase Cárcel de Amor. Compúsolo San Pedro. Comienza el prólogo así:

Muy virtuoso señor:

Aunque me falta sufrimiento para callar, no me fallece conocimiento para ver cuánto me estaría mejor preciarme de lo que callase que arrepentirme de lo que dijese. Y puesto que así lo conozca, aunque veo la verdad, sigo la opinión. Y como hago lo peor nunca quedo sin castigo, porque si con rudeza yerro con vergüenza pago. Verdad es que en la obra presente no tengo tanto cargo, pues me puse en ella más por necesidad de obedecer que con voluntad de escribir. Porque de vuestra merced me fue dicho que debía hacer alguna obra del estilo de una oración que envié a la señora doña Marina Manuel, porque le parecía menos malo que el que puse en otro tratado mío. Así que por cumplir su mandamiento pensé hacerla, habiendo por mejor errar en el decir que en el desobedecer, y también acordé enderezarla a vuestra merced porque la favorezca como señor y la enmiende como discreto. Como quiera que primero que me determinase estuve en grandes dudas: vista vuestra discreción temía, mirada vuestra virtud osaba; en lo uno hallaba el miedo, y en lo otro buscaba la seguridad, y en fin escogí lo más dañoso para mi vergüenza y lo más provechoso para lo que debía. Podré ser reprehendido si en lo que ahora escribo tornare a decir algunas razones de las que en otras cosas he dicho. De lo cual suplico a vuestra merced me salve, porque como he hecho otra escritura de la calidad de esta no es de maravillar que la memoria desfallezca. Y si tal se hallare, por cierto más culpa tiene en ello mi olvido que mi querer. Sin duda, señor, considerando esto y otras cosas que en lo que escribo se pueden hallar, yo estaba determinado de cesar ya en el metro y en la prosa, por librar mi rudeza de juicios y mi espíritu de trabajos. Y parece, cuanto más pienso hacerlo, que se me ofrecen más cosas para no poder cumplirlo. Suplico a vuestra merced, antes que condene mi falta juzgue mi voluntad, porque reciba el pago no según mi razón, mas según mi deseo.

Bearbeitet von Rita
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Comienza la obra

Después de hecha la guerra del año pasado, viniendo a tener el invierno a mi pobre reposo, pasando una mañana, cuando ya el sol quería esclarecer la tierra, por unos valles hondos y oscuros que se hacen en la Sierra Morena, vi salir a mi encuentro, por entre unos robredales donde mi camino se hacía, un caballero así feroz de presencia como espantoso de vista, cubierto todo de cabello a manera de salvaje. Llevaba en la mano izquierda un escudo de acero muy fuerte, y en la derecha una imagen femenil entallada en una piedra muy clara, la cual era de tan extrema hermosura que me turbaba la vista. Salían de ella diversos rayos de fuego que llevaba encendido el cuerpo de un hombre que el caballero forzadamente llevaba tras sí. El cual con un lastimado gemido de rato en rato decía: «En mi fe, se sufre todo». Y como emparejó conmigo, díjome con mortal angustia: «Caminante, por Dios te pido que me sigas y me ayudes en tan gran cuita». Yo, que en aquella sazón tenía más causa para temer que razón para responder, puestos los ojos en la extraña visión, estuve quedo, trastornando en el corazón diversas consideraciones: dejar el camino que llevaba parecíame desvarío, no hacer el ruego de aquel que así padecía figurábaseme inhumanidad, en seguirle había peligro, y en dejarle, flaqueza. Con la turbación, no sabía escoger lo mejor. Pero ya que el espanto dejó mi alteración en algún sosiego, vi cuánto era más obligado a la virtud que a la vida, y empachado de mí mismo por la duda en que estuve, seguí la vía de aquel que quiso ayudarse de mí. Y como apresuré mi andar, sin mucha tardanza alcancé a él y al que la fuerza le hacía, y así seguimos todos tres por unas partes no menos trabajosas de andar que solas de placer y de gente. Y como el ruego del forzado fue causa que lo siguiese, para cometer al que lo llevaba faltábame aparejo y para rogarle merecimiento, de manera que me fallecía consejo.

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Y después que revolví el pensamiento en muchos acuerdos, tomé por el mejor ponerle en alguna plática, porque como él me respondiese, así yo determinase; y con este acuerdo supliquele, con la mayor cortesía que pude, me quisiese decir quién era, a lo cual así me respondió: «Caminante, según mi natural condición, ninguna respuesta quisiera darte, porque mi oficio más es para ejecutar mal que para responder bien. Pero como siempre me crié entre hombres de buena crianza, usaré contigo de la gentileza que aprendí y no de la braveza de mi natural. Tú sabrás, pues lo quieres saber: yo soy principal oficial en la Casa de Amor. Llámanme por nombre Deseo. Con la fortaleza de este escudo defiendo las esperanzas, y con la hermosura de esta imagen causo las aficiones y con ellas quemo las vidas, como puedes ver en este preso que llevo a la Cárcel de Amor, donde con solo morir se espera librar». Cuando estas cosas el atormentador caballero me iba diciendo, subíamos una sierra de tanta altura, que a más andar mi fuerza desfallecía. Y ya que con mucho trabajo llegamos a lo alto de ella, acabó su respuesta. Y como vio que en más pláticas quería ponerle yo, que comenzaba a darle gracias por la merced recibida, súbitamente desapareció de mi presencia. Y como esto pasó a tiempo que la noche venía, ningún tino pude tomar para saber dónde guió. Y como la oscuridad y la poca sabiduría de la tierra me fuesen contrarias, tomé por propio consejo no mudarme de aquel lugar. Allí comencé a maldecir mi ventura, allí desesperaba de toda esperanza, allí esperaba mi perdición, allí en medio de mi tribulación nunca me pesó de lo hecho, porque es mejor perder haciendo virtud que ganar dejándola de hacer. Y así estuve toda la noche en tristes y trabajosas contemplaciones, y cuando ya la lumbre del día descubrió los campos, vi cerca de mí, en lo más alto de la sierra, una torre de altura tan grande que me parecía llegar al cielo. Era hecha por tal artificio que de la extrañeza de ella comencé a maravillarme. Y puesto al pie, aunque el tiempo se me ofrecía más para temer que para notar, miré la novedad de su labor y de su edificio. El cimiento sobre que estaba fundada era una piedra tan fuerte de su condición y tan clara de su natural cual nunca otra tal jamás había visto, sobre la cual estaban afirmados cuatro pilares de un mármol morado muy hermoso de mirar. Eran en tanta manera altos, que me espantaba cómo se podían sostener. Estaba encima de ellos labrada una torre de tres esquinas, la más fuerte que se puede contemplar. Tenía en cada esquina, en lo alto de ella, una imagen de nuestra humana hechura, de metal, pintada cada una de su color: la una de leonado, la otra de negro y la otra de pardillo. Tenía cada una de ellas una cadena en la mano asida con mucha fuerza.

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Vi más encima de la torre un chapitel sobre el cual estaba un águila que tenía el pico y las alas llenas de claridad de unos rayos de lumbre que por dentro de la torre salían a ella. Oía dos velas que nunca un solo punto dejaban de velar. Yo, que de tales cosas justamente me maravillaba, ni sabía de ellas qué pensase ni de mí qué hiciese. Y estando conmigo en grandes dudas y confusión, vi trabada con los mármoles dichos una escalera que llegaba a la puerta de la torre, la cual tenía la entrada tan oscura que parecía la subida de ella a ningún hombre posible. Pero, ya deliberado, quise antes perderme por subir que salvarme por estar; y forzada mi fortuna, comencé la subida, y a tres pasos de la escalera hallé una puerta de hierro, de lo que me certificó más el tiento de las manos que la lumbre de la vista, según las tinieblas donde estaba. Allegado pues, a la puerta, hallé en ella un portero, al cual pedí licencia para la entrada, y respondiome que lo haría, pero que me convenía dejar las armas primero que entrase; y como le daba las que llevaba según costumbre de caminantes, díjome:

«Amigo, bien parece que la usanza de esta casa sabes poco. Las armas que te pido y te conviene dejar son aquellas con que el corazón se suele defender de tristeza, así como Descanso, Esperanza y Contentamiento, porque con tales condiciones ninguno pudo gozar de la demanda que pides».

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Pues, sabida su intención, sin detenerme en echar juicios sobre demanda tan nueva, respondile que yo venía sin aquellas armas y que de ello le daba seguridad. Pues como de ello fue cierto, abrió la puerta y con mucho trabajo y desatino llegué ya a lo alto de la torre, donde hallé otro guardador que me hizo las preguntas del primero. Y después que supo de mí lo que el otro, diome lugar a que entrase, y llegado al aposento de la casa, vi en medio de ella una silla de fuego, en la cual estaba asentado aquel cuyo ruego de mi perdición fue causa. Pero como allí, con la turbación, descargaba con los ojos la lengua, más entendía en mirar maravillas que en hacer preguntas. Y como la vista no estaba despacio, vi que las tres cadenas de las imágenes que estaban en lo alto de la torre tenían atado aquel triste, que siempre se quemaba y nunca se acababa de quemar. Noté más, que dos dueñas lastimeras con rostros llorosos y tristes le servían y adornaban, poniéndole con crudeza en la cabeza una corona de unas puntas de hierro, sin ninguna piedad, que le traspasaban todo el cerebro; y después de esto miré que un negro vestido de color amarillo venía diversas veces a echarle una bisarma y vi que le recibía los golpes en un escudo que súbitamente le salía de la cabeza y le cubría hasta los pies. Vi más, que cuando le trajeron de comer, le pusieron una mesa negra y tres servidores muy diligentes, los cuales le daban con grave sentimiento de comer. Y vueltos los ojos a un lado de la mesa, vi un viejo anciano sentado en una silla, echada la cabeza sobre una mano en manera de hombre cuidoso. Y ninguna de estas cosas pudiera ver, según la oscuridad de la torre, si no fuera por un claro resplandor que le salía al preso del corazón, que la esclarecía toda. El cual, como me vio atónito de ver cosas de tales misterios, viendo como estaba en tiempo de poder pagarme con su habla lo poco que me debía, por darme algún descanso, mezclando las razones discretas con las lágrimas piadosas, comenzó en esta manera a decirme:

El preso al autor

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Alguna parte del corazón quisiera tener libre de sentimiento, por dolerme de ti según yo debiera y tú merecías. Pero ya tú ves en mi tribulación que no tengo poder para sentir otro mal sino el mío. Pídote que tomes por satisfacción, no lo que hago, mas lo que deseo. Tu venida aquí yo la causé. El que viste traer preso yo soy, y con la tribulación que tienes no has podido conocerme. Torna en ti tu reposo, sosiega tu juicio, porque estés atento a lo que te quiero decir: tu venida fue por remediarme, mi habla será por darte consuelo, puesto que yo de él sepa poco. Quién yo soy quiero decirte, de los misterios que ves quiero informarte, la causa de mi prisión quiero que sepas, que me liberes quiero pedirte, si por bien lo tuvieres. Tú sabrás que yo soy Leriano, hijo del duque Guersio, que Dios perdone, y de la duquesa Coleria. Mi naturaleza es este reino donde estás, llamado Macedonia. Ordenó mi ventura que me enamorase de Laureola, hija del rey Gaulo, que ahora reina, pensamiento que yo debiera antes huir que buscar. Pero como los primeros movimientos no se pueden en los hombres excusar, en lugar de desviarlos con la razón confirmelos con la voluntad, y así de Amor me vencí, que me trajo a esta su casa, la cual se llama Cárcel de Amor. Y como nunca perdona, viendo desplegadas las velas de mi deseo, púsome en el estado que ves. Y porque puedas notar mejor su fundamento y todo lo que has visto, debes saber que aquella piedra sobre quien la prisión está fundada es mi Fe, que determinó de sufrir el dolor de su pena por bien de su mal. Los cuatro pilares que asientan sobre ella son mi Entendimiento, mi Razón, mi Memoria y mi Voluntad, los cuales mandó Amor aparecer en su presencia antes que me sentenciase; y por hacer de mí justa justicia preguntó por sí a cada uno si consentía que me prendiesen, porque si alguno no consintiese me absolvería de la pena. A lo cual respondieron todos en esta manera:

Dijo el Entendimiento: «Yo consiento al mal de la pena por el bien de la causa, de cuya razón es mi voto que se prenda».

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Dijo la Razón: «Yo no solamente doy consentimiento en la prisión, más ordeno que muera, que mejor le estará la dichosa muerte que la desesperada vida, según por quien se ha de sufrir».

Dijo la Memoria: «Pues el Entendimiento y la Razón consienten, porque sin morir no pueda ser libre, yo prometo de nunca olvidar».

Dijo la Voluntad: «Pues que así es, yo quiero ser llave de su prisión y determino de siempre querer».

Pues oyendo Amor que quien me había de salvar me condenaba, dio como justo esta sentencia cruel contra mí. Las tres imágenes que viste encima de la torre, cubiertas cada una de su color, de leonado, negro y pardillo, la una es Tristeza, la otra Congoja y la otra Trabajo. Las cadenas que tenían en las manos son sus fuerzas, con las cuales tiene atado el corazón porque ningún descanso pueda recibir. La claridad grande que tenía en el pico y alas el águila que viste sobre el chapitel, es mi Pensamiento, del cual sale tan clara luz por quien está en él, que basta para esclarecer las tinieblas de esta triste cárcel; y es tanta su fuerza que para llegar al águila ningún impedimento le hace lo grueso del muro, así que andan él y ella en una compañía, porque son las dos cosas que más alto suben, de cuya causa está mi prisión en la mayor alteza de la tierra. Las dos velas que oyes velar con tal recaudo son Desdicha y Desamor: traen tal aviso porque ninguna esperanza me pueda entrar con remedio. La escalera oscura por donde subiste es la Angustia con que subí donde me ves. El primer portero que hallaste es el Deseo, el cual a todas tristezas abre la puerta, y por eso te dijo que dejases las armas de placer si por caso las traías.

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. El otro que acá en la torre hallaste es el Tormento que aquí me trajo, el cual sigue en el cargo que tiene la condición del primero, porque está de su mano. La silla de fuego en que asentado me ves es mi justa afición, cuyas llamas siempre arden en mis entrañas. Las dos dueñas que me dan, como notas, corona de martirio, se llaman la una Ansia y la otra Pasión, y satisfacen a mi fe con el galardón presente. El viejo que ves asentado, que tan cargado pensamiento representa, es el grave Cuidado, que junto con los otros males pone amenazas a la vida. El negro de vestiduras amarillas, que se trabaja por quitarme la vida, se llama Desesperar. El escudo que me sale de la cabeza, con que de sus golpes me defiendo, es mi Juicio, el cual, viendo que voy con desesperación a matarme, díceme que no lo haga, porque visto lo que merece Laureola, antes debo desear larga vida por padecer que la muerte para acabar. La mesa negra que para comer me ponen es la Firmeza con que como, pienso y duermo, en la cual siempre están los manjares tristes de mis contemplaciones. Los tres solícitos servidores que me servían son llamados Mal, Pena y Dolor: el uno trae la cuita con que coma, el otro trae la desesperanza en que viene el manjar y el otro trae la tribulación, y con ella, para que beba, trae el agua del corazón a los ojos y de los ojos a la boca. Si te parece que soy bien servido, tú lo juzgas; si remedio he menester, tú lo ves. Ruégote mucho, pues en esta tierra eres venido, que tú me lo busques y te duelas de mí. No te pido otro bien sino que sepa de ti Laureola cual me viste, y si por ventura te quisieres de ello excusar, porque me ves en tiempo que me falta sentido para que te lo agradezca, no te excuses, que mayor virtud es redimir los atribulados que sostener los prósperos. Así sean tus obras que ni tú te quejes de ti por lo que no hiciste, ni yo por lo que pudieras hacer.

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Respuesta del autor a Leriano

En tus palabras, señor, has mostrado que pudo Amor prender tu libertad y no tu virtud, lo cual se prueba porque, según te veo, debes tener más gana de morir que de hablar, y por proveer en mi fatiga forzaste tu voluntad, juzgando por los trabajos pasados y por la cuita presente que yo tendría de vivir poca esperanza, lo que sin duda era así. Pero causaste mi perdición como deseoso de remedio y remediástela como perfecto de juicio. Por cierto, no he habido menos placer de oírte que dolor de verte, porque en tu persona se muestra tu pena y en tus razones se conoce tu bondad. Siempre en la peor fortuna socorren los virtuosos como tú ahora a mí hiciste. Que vistas las cosas de esta tu cárcel, yo dudaba de mi salvación, creyendo ser hechas más por arte diabólica que por condición enamorada. La cuenta, señor, que me has dado te tengo en merced, de saber quién eres soy muy alegre. El trabajo por ti recibido he por bien empleado. La moralidad de todas estas figuras me ha placido saber, puesto que diversas veces las vi, mas como no las pueda ver sino corazón cautivo, cuando le tenía tal conocíalas, y ahora que estaba libre dudábalas.

Mándasme, señor, que haga saber a Laureola cuál te vi, para lo cual hallo grandes inconvenientes, porque un hombre de nación extraña, ¿qué forma se podrá dar para negociación semejante? Y no solamente hay esta duda, pero otras muchas: la rudeza de mi ingenio, la diferencia de la lengua, la grandeza de Laureola, la gravedad del negocio... Así que en otra cosa no hallo aparejo sino en sola mi voluntad, la cual vence todos los inconvenientes dichos. Que para tu servicio la tengo tan ofrecida como si hubiese sido tuyo después que nací. Yo haré de grado lo que mandas. Plega a Dios que lleve tal la dicha como el deseo, porque tu deliberación sea testigo de mi diligencia. Tanta afición te tengo y tanto me ha obligado amarte tu nobleza, que habría tu remedio por galardón de mis trabajos. Entre tanto que voy, debes templar tu sentimiento con mi esperanza, porque cuando vuelva, si algún bien te trajere, tengas alguna parte viva con que puedas sentirlo.

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El autor

Y como acabé de responder a Leriano en la manera que es escrita, informeme del camino de Suria, ciudad donde estaba a la sazón el rey de Macedonia, que era media jornada de la prisión donde partí. Y puesto en obra mi camino, llegué a la corte y después que me aposenté, fui a palacio por ver el trato y estilo de la gente cortesana, y también para mirar la forma del aposentamiento, por saber dónde me cumplía ir, estar o aguardar para el negocio que quería aprender. E hice esto ciertos días por aprender mejor lo que más me conviniese. Y cuanto más estudiaba en la forma que tendría, menos disposición se me ofrecía para lo que deseaba, y buscadas todas las maneras que me habían de aprovechar, hallé la más aparejada comunicarme con algunos mancebos cortesanos de los principales que allí veía. Y como generalmente entre aquellos se suele hallar la buena crianza, así me trataron y dieron cabida, que en poco tiempo yo fui tan estimado entre ellos como si fuera de su natural nación, de forma que vine a noticia de las damas. Y así de poco en poco hube de ser conocido de Laureola, y habiendo ya noticia de mí, por más participarme con ella contábale las cosas maravillosas de España, cosa de que mucho holgaba. Pues viéndome tratado de ella como servidor, pareciome que le podría ya decir lo que quisiese, y un día que la vi en una sala apartada de las damas, puesta la rodilla en el suelo, díjele lo siguiente:

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El autor a Laureola

No les está menos bien el perdón a los poderosos cuando son deservidos, que a los pequeños la venganza cuando son injuriados. Porque los unos se enmiendan por honra y los otros perdonan por virtud, lo cual, si a los grandes hombres es debido, más y mucho más a las generosas mujeres, que tienen el corazón real de su nacimiento y la piedad natural de su condición. Digo esto, señora, porque para lo que te quiero decir halle osadía en tu grandeza, porque no la puedes tener sin magnificencia. Verdad es que primero que me determinase estuve dudoso, pero en el fin de mis dudas tuve por mejor, si inhumanamente me quisieses tratar, padecer pena por decir que sufrirla por callar.

Tú, señora, sabrás que caminando un día por unas asperezas desiertas, vi que por mandado del Amor llevaban preso a Leriano, hijo del duque Guersio, el cual me rogó que en su cuita le ayudase, de cuya razón dejé el camino de mi reposo por tomar el de su trabajo. Y después que largamente con él caminé, vile meter en una prisión dulce para su voluntad y amarga para su vida, donde todos los males del mundo sostiene: Dolor le atormenta, Pasión le persigue, Desesperanza le destruye, Muerte le amenaza, Pena la ejecuta, Pensamiento le desvela, Deseo le atribula, Tristeza le condena, Fe no le salva. Supe de él que de todo esto tú eres causa. Juzgué, según le vi, mayor dolor el que en el sentimiento callaba que el que con lágrimas descubría, y vista tu presencia, hallo su tormento justo. Con suspiros que le sacaban las entrañas me rogó te hiciese sabedora de su mal. Su ruego fue de lástima y mi obediencia de compasión. En el sentimiento suyo te juzgué cruel, y en tu acatamiento te veo piadosa, lo cual va por razón que de tu hermosura se cree lo uno y de tu condición se espera lo otro. Si la pena que le causas con el merecer se la remedias con la piedad, serás entre las mujeres nacidas la más alabada de cuantas nacieron. Contempla y mira cuánto es mejor que te alaben porque redimiste, que no que te culpen porque mataste. Mira en qué cargo eres a Leriano, que aun su pasión te hace servicio, pues si la remedias te da causa que puedas hacer lo mismo que Dios, porque no es de menos estima el redimir que el criar, así que harás tú tanto en quitarle la muerte como Dios en darle la vida. No sé qué excusa pongas para no remediarlo, si no crees que matar es virtud. No te suplica que le hagas otro bien sino que te pese de su mal, que cosa grave para ti no creas que te la pediría, que por mejor habrá el penar que serte a ti causa de pena. Si por lo dicho mi atrevimiento me condena, su dolor del que me envía me absuelve, el cual es tan grande que ningún mal me podrá venir que iguale con el que él me causa. Suplícote sea tu respuesta conforme a la virtud que tienes, y no a la saña que muestras, porque tú seas alabada y yo buen mensajero, y el cautivo Leriano libre.

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Respuesta de Laureola

Así como fueron tus razones temerosas de decir, así son graves de perdonar. Si, como eres de España, fueras de Macedonia, tu razonamiento y tu vida acabaran a un tiempo. Así que, por ser extraño, no recibirás la pena que merecías, y no menos por la piedad que de mí juzgaste. Como quiera que en casos semejantes tan debida es la justicia como la clemencia, la cual en ti ejecutada pudiera causar dos bienes: el uno, que otros escarmentaran, y el otro, que las altas mujeres fueran estimadas y tenidas según merecen. Pero si tu osadía pide el castigo, mi mansedumbre consiente que te perdone, lo que va fuera de todo derecho. Porque no solamente por el atrevimiento debías morir, mas por la ofensa que a mi bondad hiciste, en la cual pusiste duda. Porque si a noticia de algunos lo que me dijiste viniese, más creerían que fue por el aparejo que en mí hallaste que por la pena que en Leriano viste, lo que con razón así debe pensarse, viendo ser tan justo que mi grandeza te pusiese miedo, como su mal osadía. Si más entiendes en procurar su libertad, buscando remedio para él hallarás peligro para ti. Y avísote, aunque seas extraño en la nación, que serás natural en la sepultura. Y porque en detenerme en plática tan fea ofendo mi lengua, no digo más, que para que sepas lo que te cumple lo dicho basta. Y si alguna esperanza te queda porque te hablé, en tal caso sea de poco vivir si más de la embajada pensares usar.

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El autor

Cuando acabó Laureola su habla, vi, aunque fue corta en razón, fue larga en enojo, el cual le impedía la lengua. Y despedido de ella comencé a pensar diversas cosas que gravemente me atormentaban. Pensaba cuán alejado estaba de España, acordábaseme de la tardanza que hacía. Traía a la memoria el dolor de Leriano, desconfiaba de su salud, y visto que no podía cumplir lo que me dispuse a hacer sin mi peligro o su libertad, determiné de seguir mi propósito hasta acabar la vida o llevar a Leriano esperanza. Y con este acuerdo volví otro día a palacio para ver qué rostro hallaría en Laureola, la cual, como me vio, tratome de la primera manera,

sin que ninguna mudanza hiciese, de cuya seguridad tomé grandes sospechas. Pensaba si lo hacía por no esquivarme, no habiendo por mal que tornase a la razón comenzada. Creía que disimulaba por tornar al propósito para tomar emienda de mi atrevimiento, de manera que no sabía a cuál de mis pensamientos diese fe.

En fin, pasado aquel día y otros muchos, hallaba en sus apariencias más causa para osar que razón para temer, y con este crédito aguardé tiempo convenible e hícele otra habla, mostrando miedo, puesto que no lo tuviese, porque en tal negociación y con semejantes personas conviene fingir turbación. Porque en tales partes el desempacho es habido por desacatamiento, y parece que no se estima ni acata la grandeza y autoridad de quien oye con la desvergüenza de quien dice. Y por salvarme de este yerro hablé con ella no según desempachado, mas según temeroso. Finalmente, yo le dije todo lo que me pareció que convenía para remedio de Leriano. Su respuesta fue de la forma de la primera, salvo que hubo en ella menos saña, y como, aunque en sus palabras había menos esquividad para que debiese callar, en sus muestras hallaba licencia para que osase decir. Todas las veces que tenía lugar le suplicaba se doliese de Leriano, y todas las veces que se lo decía, que fueron diversas, hallaba áspero lo que respondía y sin aspereza lo que mostraba.

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Y como traía aviso en todo lo que se esperaba provecho, miraba en ella algunas cosas en que se conoce el corazón enamorado. Cuando estaba sola veíala pensativa, cuando estaba acompañada no muy alegre. Érale la compañía aborrecible y la soledad agradable. Más veces se quejaba que estaba mal por huir los placeres. Cuando era vista, fingía algún dolor, cuando la dejaban, daba grandes suspiros. Si Leriano se nombraba en su presencia, desatinaba de lo que decía, volvíase súbito colorada y después amarilla, tornábase ronca su voz, secábasele la boca. Por mucho que encubría sus mudanzas, forzábala la pasión piadosa a la disimulación discreta. Digo piadosa porque sin duda, según lo que después mostró, ella recibía estas alteraciones más de piedad que de amor. Pero como yo pensaba otra cosa, viendo en ella tales señales, tenía en mi despacho alguna esperanza, y con tal pensamiento partime para Leriano, y después que extensamente todo lo pasado le reconté, díjele que se esforzase a escribir a Laureola, ofreciéndome a darle la carta, y puesto que él estaba más para hacer memorial de su hacienda que carta de su pasión, escribió las razones, de la cual eran tales:

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Carta de Leriano a Laureola

Si tuviera tal razón para escribirte como para quererte, sin miedo lo osara hacer, mas en saber que escribo para ti se turba el seso y se pierde el sentido, y de esta causa antes que lo comenzase tuve conmigo gran confusión: mi fe decía que osase, tu grandeza que temiese; en lo uno hallaba esperanza y por lo otro desesperaba; y en el cabo acordé esto. Mas, ay de mí, que comencé temprano a dolerme y tarde a quejarme, porque a tal tiempo soy venido, que si alguna merced te mereciese no hay en mí cosa viva para sentirla, sino sola mi fe. El corazón está sin fuerza, el alma sin poder y el juicio sin memoria. Pero si tanta merced quisieses hacerme que a estas razones te pluguiese responder, la fe con tal bien podría bastar para restituir las otras partes que destruiste. Yo me culpo porque te pido galardón sin haberte hecho servicio, aunque si recibes en cuenta del servir el penar, por mucho que me pagues siempre pensaré que me quedas en deuda. Podrás decir que cómo pensé escribirte: no te maravilles, que tu hermosura causó la afición, y la afición el deseo, y el deseo la pena, y la pena el atrevimiento... y si porque lo hice te pareciere que merezco muerte, mándamela dar, que mucho mejor es morir por tu causa que vivir sin tu esperanza. Y hablándote verdad, la muerte, sin que tú me la dieses, yo mismo me la daría por hallar en ella la libertad que en la vida busco, si tú no hubieses de quedar infamada por matadora; pues malaventurado fuese el remedio que a mí librase de pena y a ti te causase culpa. Por quitar tales inconvenientes, te suplico que hagas tu carta galardón de mis males, que, aunque no me mate por lo que a ti toca, no podré vivir por lo que yo sufro, y todavía quedarás condenada. Si algún bien quisieres hacerme, no lo tardes; si no, podrá ser que tengas tiempo de arrepentirte y no lugar de remediarme.

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El autor

Aunque Leriano, según su grave sentimiento, se quisiera más extender usando de la discreción y no de la pena, no escribió más largamente, porque para hacer saber a Laureola su mal bastaba lo dicho: que cuando las cartas deben alargarse es cuando se cree que hay voluntad para leerlas quien las recibe como para escribirlas quien las envía. Y porque él estaba libre de tal presunción no se extendió más en su carta, la cual, después de acabada, recibí con tanta tristeza de ver las lágrimas con que Leriano me la daba, que pude sentirla mejor que contarla. Y despedido de él, partime para Laureola, y como llegué donde estaba, hallé propio tiempo para poderle hablar, y antes que le diese la carta, díjele tales razones:

El autor a Laureola

Primero que nada te diga, te suplico que recibas la pena de aquel cautivo tuyo por descargo de la importunidad mía, que dondequiera que me hallé siempre tuve por costumbre de servir antes que importunar. Por cierto, señora, Leriano siente más el enojo que tú recibes que la pasión que él padece, y este tiene por el mayor mal que hay en su mal, de lo cual querría excusarse. Pero si su voluntad, por no enojarte, desea sufrir, su alma, por no padecer, querría quejar. Lo uno le dice que calle y lo otro le hace dar voces. Y confiando en tu virtud, apremiado del dolor, quiere poner sus males en tu presencia, creyendo, aunque por una parte te sea pesado, que por otra te causará compasión. Mira por cuántas cosas te merece galardón: por olvidar su cuita pide la muerte; porque no se diga que tú la consentiste, desea la vida; porque tú la haces, llama bienaventurada su pena; por no sentirla, desea perder el juicio; por alabar tu hermosura, quería tener los ajenos y el suyo. Mira cuánto le eres obligada que se precia de quien le destruye. Tiene su memoria por todo su bien y le es ocasión de todo su mal. Si por ventura, siendo yo tan desdichado, pierde por mi intercesión lo que él merece por fe, suplícote recibas una carta suya, y si leerla quisieres, a él harás merced por lo que ha sufrido y a ti te culparás por lo que has causado, viendo claramente el mal que le queda en las palabras que envía, las cuales, aunque la boca las decía, el dolor las ordenaba. Así te dé Dios tanta parte del cielo como mereces de la tierra, que la recibas y le respondas, y con sola esta merced le podrás redimir. Con ella esforzarás su flaqueza, con ella aflojarás su tormento, con ella favorecerás su firmeza, pondrasle en estado que ni quiera más bien ni tema más mal. Y si esto no quisieres hacer por quien debes, que es él, ni por quien lo suplica, que soy yo, en tu virtud tengo esperanza que, según la usas, no sabrás hacer otra cosa.

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Respuesta de Laureola al autor

En tanto estrecho me ponen tus porfías que muchas veces he dudado sobre cuál haré antes: desterrar a ti de la tierra o a mí de mi fama en darte lugar que digas lo que quisieres; y tengo acordado de no hacer lo uno de compasión tuya, porque si tu embajada es mala, tu intención es buena, pues la traes por remedio del querelloso. Ni tampoco quiero lo otro de lástima mía, porque no podría él ser libre de pena sin que yo fuese condenada de culpa. Si pudiese remediar su mal sin amancillar mi honra, no con menos afición que tú lo pides yo lo haría. Mas ya tú conoces cuánto las mujeres deben ser más obligadas a su fama que a su vida, la cual deben estimar en lo menos por razón de lo más, que es la bondad. Pues si el vivir de Leriano ha de ser con la muerte de esta, tú juzga a quién con más razón debo ser piadosa, a mí o a su mal. Y que esto todas las mujeres deben así tener, en mucha más manera las de real nacimiento, en las cuales así ponen los ojos todas las gentes, que antes se ve en ella la pequeña mancilla que en las bajas la gran fealdad. Pues en tus palabras con la razón te conformas, ¿cómo cosa tan injusta demandas? Mucho tienes que agradecerme porque tanto comunico contigo mis pensamientos, lo cual hago porque si me enoja tu demanda, me aplace tu condición, y he placer de mostrarte mi excusación con justas causas por salvarme de cargo. La carta que dices que reciba fuera bien excusada, porque no tienen menos fuerza mis defensas que confianza sus porfías. Porque tú la traes pláceme de tomarla. Respuesta no la esperes ni trabajes en pedirla, ni menos en más hablar en esto, porque no te quejes de mi saña como te alabas de mi sufrimiento. Por dos cosas me culpo de haberme tanto detenido contigo: la una porque la calidad de la plática me deja muy enojada, y la otra porque podrás pensar que huelgo de hablar en ella y creerás que de Leriano me acuerdo, de lo cual no me maravillo, que como las palabras sean imagen del corazón, irás contento por lo que juzgaste y llevarás buen esperanza de lo que deseas. Pues por no ser condenada de tu pensamiento, si tal lo tuvieres, te torno a requerir que sea esta la postrimera vez que en este caso me hables. Si no, podrá ser que te arrepientas y que buscando salud ajena te falte remedio para la tuya.

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El autor

Tanta confusión me ponían las cosas de Laureola, que cuando pensaba que más la entendía, menos sabía de su voluntad; cuando tenía más esperanza, me daba mayor desvío; cuando estaba seguro, me ponía mayores miedos. Sus desatinos cegaban mi conocimiento. En el recibir la carta me satisfizo, en el fin de su habla me desesperó. No sabía qué camino siguiese en que esperanza hallase, y como hombre sin consejo partime para Leriano con acuerdo de darle algún consuelo, entre tanto que buscaba el mejor medio que para su mal convenía, y llegado donde estaba comencé a decirle:

El autor a Leriano

Por el despacho que traigo se conoce que donde falta la dicha no aprovecha la diligencia. Encomendaste tu remedio a mí, que tan contraria me ha sido la ventura que en mis propias cosas la desprecio, porque no me puede ser en lo porvenir tan favorable que me satisfaga lo que en lo pasado me ha sido enemiga, puesto que en este caso, buena excusa tuviera para ayudarte, porque si yo era el mensajero, tuyo era el negocio. Las cosas que con Laureola he pasado ni pude entenderlas, ni sabré decirlas, porque son de condición nueva. Mil veces pensé venir a darte remedio y otras tantas a darte la sepultura. Todas las señales de voluntad vencida vi en sus apariencias, todos los desabrimientos de mujer sin amor vi en sus palabras. Juzgándola me alegraba, oyéndola me entristecía. A las veces creía que lo hacía de sabia, y a las veces de desamorada. Pero con todo eso, viéndola movible, creía su desamor, porque cuando amor prende, hace el corazón constante, y cuando lo deja libre, mudable. Por otra parte pensaba si lo hacía de medrosa, según el bravo corazón de su padre. ¿Qué dirás?: que recibió tu carta y recibida me afrentó con amenazas de muerte si más en tu caso le hablaba. Mira qué cosa tan grave parece en un punto tales dos diferencias. Si por extenso todo lo pasado te hubiese de contar, antes fallecería tiempo para decir que cosas para que te dijese. Suplícote que esfuerce tu seso lo que enflaquece tu pasión, que según estás, más has menester sepultura que consuelo. Si algún espacio no te das, tus huesos querrás dejar en memoria de tu fe, lo cual no debes hacer, que para satisfacción de ti mismo más te conviene vivir para que sufras, que morir para que no penes. Esto digo porque de tu pena te veo gloriar. Según tu dolor, gran corona es para ti que se diga que tuviste esfuerzo para sufrirlo. Los fuertes en las grandes fortunas muestran mayor corazón. Ninguna diferencia entre buenos y malos habría si la bondad no fuese tentada. Cata que con larga vida todo se alcanza; ten esperanza en tu fe, que su propósito de Laureola se podrá mudar y tu firmeza nunca. No quiero decirte todo lo que para tu consolación pensé, porque, según tus lágrimas, en lugar de matar tus ansias, las enciendo. Cuanto te pareciere que yo pueda hacer, mándalo, que no tengo menos voluntad de servir tu persona que remediar tu salud.

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Responde Leriano

La disposición en que estoy ya la ves, la privación de mi sentido ya la conoces, la turbación de mi lengua ya la notas. Y por esto no te maravilles si en mi respuesta hubiere más lágrimas que concierto, las cuales, porque Laureola las saca del corazón, son dulce manjar de mi voluntad. Las cosas que con ella pasaste, pues tú, que tienes libre el juicio, no las entiendes, ¿qué haré yo, que para otra cosa no le tengo vivo sino para alabar su hermosura? Y por llamar bienaventurada mi fin, estas querría que fuesen las postrimeras palabras de mi vida, porque son en su alabanza. ¿Qué mayor bien puede haber en mi mal que quererlo ella? Si fuera tan dichoso en el galardón que merezco como en la pena que sufro, ¿quién me pudiera igualar? Mejor me es a mí morir, pues de ello es servida, que vivir, si por ello ha de ser enojada. Lo que más sentiré cuando muera será saber que perecen los ojos que la vieron y el corazón que la contempló, lo cual, según quien ella es, va fuera de toda razón. Digo esto porque veas que sus obras, en lugar de apocar amor, acrecientan fe. Si en el corazón cautivo las consolaciones hiciesen fruto, la que tú me has dado bastara para esforzarme. Pero como los oídos de los tristes tienen cerraduras de pasión, no hay por donde entren al alma las palabras de consuelo. Para que pueda sufrir mi mal, como dices, dame tú la fuerza y yo pondré la voluntad. Las cosas de honra que pones delante conózcolas con la razón y niégolas con ella misma. Digo que las conozco y apruebo, si las ha de usar hombre libre de mi pensamiento; y digo que las niego para conmigo, pues pienso, aunque busque grave pena, que escogí honrada muerte. El trabajo que por mí has recibido y el deseo que te he visto me obligaban a ofrecer por ti la vida todas las veces que fuere menester. Mas, pues lo menos de ella me queda de vivir, séate satisfacción lo que quisiera y no lo que puedo. Mucho te ruego, pues esta será la final buena obra que tú me podrás hacer y yo recibir, que quieras llevar a Laureola en una carta mía nuevas con que se alegre, porque de ella sepa cómo me despido de la vida y de más darle enojo. La cual, en esfuerzo que la llevarás, quiero comenzar en tu presencia, y las razones de ella sean estas:

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Carta de Leriano a Laureola

Pues el galardón de mis afanes había de ser mi sepultura, ya soy a tiempo de recibirlo. Morir no creas que me desplace, que aquel es de poco juicio que aborrece lo que da libertad. Mas ¿qué haré, qué acabará conmigo la esperanza de verte? Grave cosa para sentir. Dirás que cómo tan presto, en un año ha o poco más que ha que soy tuyo, desfalleció mi sufrimiento: no te debes maravillar que tu poca esperanza y mi mucha pasión podían bastar para más de quitar la fuerza al sufrir. No pudiera pensar que a tal cosa dieras lugar si tus obras no me lo certificaran. Siempre creí que forzara tu condición piadosa a tu voluntad porfiada, como quiera que en esto, si mi vida recibe el daño, mi dicha tiene la culpa. Espantado estoy cómo de ti misma no te dueles: dite la libertad, ofrecite el corazón, no quise ser nada mío por serlo del todo tuyo, pues ¿cómo te querrá servir ni tener amor quien supiere que tus propias cosas destruyes? Por cierto, tú eres tu enemiga. Si no me querías remediar porque me salvara yo, debiéraslo hacer porque no te condenaras tú. Porque en mi perdición hubiese algún bien, deseo que te pese de ella. Mas si el pesar te había de dar pena, no lo quiero, que pues nunca viviendo te hice servicio, no sería justo que muriendo te causase enojo. Los que ponen los ojos en el sol, cuanto más lo miran más se ciegan, y así, cuanto yo más contemplo tu hermosura, más ciego tengo el sentido. Esto digo porque de los desconciertos escritos no te maravilles. Verdad es que a tal tiempo, excusado era tal descargo, porque, según quedo, más estoy en disposición de acabar la vida que de disculpar las razones. Pero quisiera que lo que tú habías de ver fuera ordenado, porque no ocuparas tu saber en cosa tan fuera de su condición. Si consientes que muera porque se publique que pudiste matar, mal te aconsejaste, que sin experiencia mía lo certificaba la hermosura tuya. Si lo tienes por bien porque no era merecedor de tus mercedes, pensaba alcanzar por fe lo que por desmerecer perdiese, y con este pensamiento osé tomar tal cuidado. Si por ventura te place por parecerte que no se podría remediar sin tu ofensa mi cuita, nunca pensé pedirte merced que te causase culpa. ¿Cómo había de aprovecharme el bien que a ti te viniese mal? Solamente pedí tu respuesta por primero y postrimero galardón. Dejadas más largas, te suplico, pues acabas la vida, que honres la muerte, porque si en el lugar donde van las almas desesperadas hay algún bien, no pediré otro si no sentido para sentir que honraste mis huesos, por gozar aquel poco espacio de gloria tan grande.

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El autor

Acabada el habla y carta de Leriano, satisfaciendo los ojos por las palabras con muchas lágrimas, sin poderle hablar despedime de él, habiendo aquella, según le vi, por la postrimera vez que lo esperaba ver. Y puesto en el camino, puse un sobrescrito a su carta porque Laureola en seguridad de aquel la quisiese recibir. Y llegado donde estaba, acordé de dársela, la cual creyendo que era de otra calidad, recibió, y comenzó y acabó de leer. Y como en todo aquel tiempo que la leía nunca partiese de su rostro mi vista, vi que cuando acabó de leerla quedó tan enmudecida y turbada como si gran mal tuviera. Y como su turbación de mirar la mía no le excusase, por asegurarme, hízome preguntas y hablas fuera de todo propósito. Y para librarse de la compañía que en semejantes tiempos es peligrosa, porque las mudanzas públicas no descubriesen los pensamientos secretos, retrájose y así estuvo aquella noche sin hablarme nada en el propósito. Y otro día de mañana mandome llamar y después que me dijo cuantas razones bastaban para descargarse del consentimiento que daba en la pena de Leriano, díjome que le tenía escrito, pareciéndole inhumanidad perder por tan poco precio un hombre tal. Y porque con el placer de lo que le oía estaba desatinado en lo que hablaba, no escribo la dulzura y honestidad que hubo en su razonamiento. Quienquiera que la oyera pudiera conocer que aquel estudio había usado poco: ya de empachada estaba encendida, ya de turbada se tornaba amarilla. Tenía tal alteración y tan sin aliento el habla como si esperara sentencia de muerte. En tal manera le temblaba la voz, que no podía forzar con la discreción al miedo.

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Mi respuesta fue breve, porque el tiempo para alargarme no me daba lugar, y después de besarle las manos recibí su carta, las razones de la cual eran tales:

Carta de Laureola a Leriano

La muerte que esperabas tú de penado, merecía yo por culpada si en esto que hago pecase mi voluntad, lo que cierto no es así, que más te escribo por redimir tu vida que por satisfacer tu deseo. Mas, triste de mí, que este descargo solamente aprovecha para cumplir conmigo, porque si de este pecado fuese acusada no tengo otro testigo para salvarme sino mi intención, y por ser parte tan principal no se tomaría en cuenta su dicho. Y con este miedo, la mano en el papel, puse el corazón en el cielo, haciendo juez de mi fin Aquel a quien la verdad de las cosas es manifiesta. Todas las veces que dudé en responderte fue porque sin mi condenación no podías tú ser absuelto, como ahora parece, que puesto que tú solo y el llevador de mi carta sepáis que escribí, ¿qué sé yo los juicios que daréis sobre mí? Y digo que sean sanos, sola mi sospecha me amancilla. Ruégote mucho, cuando con mi respuesta en medio de tus placeres estés más ufano, que te acuerdes de la fama de quien los causó. Y avísote de esto porque semejantes favores desean publicarse, teniendo más acatamiento a la victoria de ellos que a la fama de quien los da. Cuánto mejor me estuviera ser afeada por cruel que amancillada por piadosa. Tú lo conoces, y por remediarte usé lo contrario. Ya tú tienes lo que deseabas y yo lo que temía. Por Dios te pido que envuelvas mi carta en tu fe, porque si es tan cierta como confiesas, no se te pierda ni de nadie pueda ser vista, que quien viese lo que te escribo pensaría que te amo y creería que mis razones antes eran dichas por disimulación de la verdad que por la verdad, lo cual es al revés, que por cierto más las digo, como ya he dicho, con intención piadosa que con voluntad enamorada. Por hacerte creer esto querría extenderme, y por no ponerte otra sospecha acabo. Y para que mis obras recibiesen galardón justo había de hacer la vida otro tanto.

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El autor

Recibida la carta de Laureola acordé de partirme para Leriano, el cual camino quise hacer acompañado, por llevar conmigo quien a él y a mí ayudase en la gloria de mi embajada. Y por animarlos para adelante llamé los mayores enemigos de nuestro negocio, que eran Contentamiento, Esperanza, Descanso, Placer, Alegría y Holganza. Y porque si las guardas de la prisión de Leriano quisiesen por llevar compañía defenderme la entrada, pensé de ir en orden de guerra, y con tal pensamiento, hecha una batalla de toda mi compañía, seguí mi camino. Y allegado a un alto donde se parecía la prisión, viendo los guardadores de ella mi seña, que era verde y colorada, en lugar de defenderse, pusiéronse en huida tan grande, que quien más huía más cerca pensaba que iba del peligro. Y como Leriano vio a sobrehora tal rebato, no sabiendo qué cosa fuese, púsose a una ventana de la torre, hablando verdad más con flaqueza de espíritu que con esperanza de socorro. Y como me vio venir en batalla de tan hermosa gente, conoció lo que era, y lo uno de la poca fuerza y lo otro de súbito bien, perdido el sentido cayó en el suelo de dentro de la casa. Pues yo, que no llevaba espacio, como llegué a la escalera por donde solía subir, eché a Descanso delante, el cual dio extraña claridad a su tiniebla. Y subido a donde estaba el ya bienaventurado, cuando le vi en manera mortal pensé que iba a buen tiempo para llorarlo y tarde para darle remedio. Pero socorrió luego Esperanza, que andaba allí la más diligente, y echándole un poco de agua en el rostro tornó en su acuerdo, y por más esforzarle dile la carta de Laureola. Y entre tanto que la leía, todos los que llevaba conmigo procuraban su salud: Alegría le alegraba el corazón, Descanso le consolaba el alma, Esperanza le volvía el sentido, Contentamiento le aclaraba la vista, Holganza le restituía la fuerza, Placer le avivaba el entendimiento, y en tal manera lo trataron que cuando lo que Laureola le escribió acabó de leer, estaba tan sano como si ninguna pasión hubiera tenido. Y como vio que mi diligencia le dio libertad, echábame muchas veces los brazos encima ofreciéndome a él y a todo lo suyo, y parecíale poco precio, según lo que merecía mi servicio. De tal manera eran sus ofrecimientos que no sabía responderle como yo debía y quien él era.

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Pues después que entre él y yo grandes cosas pasaron acordó de irse a la corte, y antes que fuese estuvo algunos días en una villa suya por rehacerse de fuerzas y atavíos para su partida. Y como se vio en disposición de poderse partir, púsolo en obra; y sabido en la corte como iba, todos los grandes señores y mancebos cortesanos salieron a recibirle. Mas como aquellas ceremonias viejas tuviese sabidas, más ufanía le daba la gloria secreta que la honra pública, y así fue acompañado hasta palacio. Cuando besó las manos a Laureola pasaron cosas mucho de notar, en especial para mí, que sabía lo que entre ellos estaba: al uno le sobraba turbación, al otro le faltaba color; ni él sabía qué decir, ni ella qué responder, que tanta fuerza tienen las pasiones enamoradas que siempre traen el seso y discreción debajo de su bandera, lo que allí vi por clara experiencia.

Y puesto que de las mudanzas de ellos ninguno tuviese noticia por la poca sospecha que de su pendencia había, Persio, hijo del señor de Gavia, miró en ellos trayendo el mismo pensamiento que Leriano traía. Y como las sospechas celosas escudriñan las cosas secretas, tanto miró de allí adelante las hablas y señales de él, que dio crédito a lo que sospechaba, y no solamente dio fe a lo que veía, que no era nada, mas a lo que imaginaba, que era el todo. Y con este malvado pensamiento, sin más deliberación ni consejo, apartó al rey en un secreto lugar y díjole afirmadamente que Laureola y Leriano se amaban y que se veían todas las noches después que él dormía, y que se lo hacía saber por lo que debía a la honra y a su servicio. Turbado el rey de cosa tal, estuvo dudoso y pensativo sin luego determinarse a responder, y después que mucho durmió sobre ello, túvolo por verdad, creyendo, según la virtud y autoridad de Persio, que no le diría otra cosa. Pero con todo eso, primero que deliberase, quiso acordar lo que debía hacer, y puesta Laureola en una cárcel, mandó llamar a Persio y díjole que acusase de traición a Leriano según sus leyes, de cuyo mandamiento fue muy afrentado. Mas como la calidad del negocio le forzaba a otorgarlo, respondió al rey que aceptaba su mando y que daba gracias a Dios que le ofrecía caso para que fuesen sus manos testimonio de su bondad.

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Y como semejantes actos se acostumbran en Macedonia hacer por carteles, y no en presencia del rey, envió en uno Persio a Leriano las razones siguientes:

Cartel de Persio para Leriano

Pues procede de las virtuosas obras la loable fama, justo es que la maldad se castigue porque la virtud se sostenga. Y con tanta diligencia debe ser la bondad amparada que los enemigos de ella, si por voluntad no la obraren, por miedo la usen. Digo esto, Leriano, porque la pena que recibirás de la culpa que cometiste será castigo para que tú pagues y otros teman: que, si a tales cosas se diese lugar, no sería menos favorecida la desvirtud en los malos, que la nobleza en los buenos. Por cierto, mal te has aprovechado de la limpieza que heredaste: tus mayores te mostraron hacer bondad y tú aprendiste obrar traición. Sus huesos se levantarían contra ti si supiesen cómo ensuciaste por tal error sus nobles obras. Pero venido eres a tiempo que recibieras por lo hecho fin en la vida y mancilla en la fama. ¡Malaventurados aquellos como tú que no saben escoger muerte honesta! Sin mirar el servicio de tu rey y la obligación de tu sangre, tuviste osada desvergüenza para enamorarte de Laureola, con la cual en su cámara, después de acostado el rey, diversas veces has hablado, oscureciendo por seguir tu condición tu claro linaje, de cuya razón te reto por traidor y sobre ello te entiendo matar o echar del campo, o lo que digo hacer confesar por tu boca; donde cuanto el mundo durare seré en ejemplo de lealtad, y atrévome a tanto confiando en tu falsía y mi verdad. Las armas escoge de la manera que querrás y el campo yo de parte del rey lo hago seguro.

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