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Diego de San Pedro / Cárcel de amor


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Respuesta de Leriano

Persio, mayor sería mi fortuna que tu malicia, si la culpa que me cargas con maldad no te diese la pena que mereces por justicia. Si fueras tan discreto como malo, por quitarte de tal peligro antes debieras saber mi intención que sentenciar mis obras. A lo que ahora conozco de ti, más curabas de parecer bueno que de serlo. Teniéndote por cierto amigo, todas mis cosas comunicaba contigo, y, según parece, yo confiaba de tu virtud y tú usabas de tu condición. Como la bondad que mostrabas concertó la amistad, así la falsedad que encubría causó la enemiga. ¡O enemigo de ti mismo! que con razón lo puedo decir, pues por tu testimonio dejarás la memoria con cargo y acabarás la vida con mengua. ¿Por qué pusiste la lengua en Laureola, que sola su bondad bastaba, si toda la del mundo se perdiese, para tornarla a cobrar? Pues tú afirmas mentira clara y yo defiendo causa justa, ella quedará libre de culpa y tu honra no de vergüenza.

No quiero responder a tus desmesuras porque hallo por más honesto camino vencerte con la persona que satisfacerte con las palabras. Solamente quiero venir a lo que hace al caso, pues allí está la fuerza de nuestro debate. Acúsasme de traidor y afirmas que entré muchas veces en su cámara de Laureola después del rey retraído. A lo uno y a lo otro te digo que mientes, como quiera que no niego que con voluntad enamorada la miré. Pero si fuerza de amor ordenó el pensamiento, lealtad virtuosa causó la limpieza de él. Así que por ser de ella favorecido y no por ál1 lo pensé. Y para más afearte te defenderé no sólo que no entré en su cámara, mas que palabra de amores jamás le hablé. Pues cuando la intención no peca salvo está el que se juzga, y porque la determinación de esto ha de ser con la muerte del uno y no con las lenguas de entre ambos, quede para el día del hecho la sentencia, la cual fío en Dios se dará por mí, porque tú retas con malicia y yo defiendo con razón, y la verdad determina con justicia. Las armas que a mí son de señalar sean a la brida, según nuestra costumbre. Nosotros, armados de todas piezas, los caballos con cubiertas, cuello y testera, lanzas iguales y sendas espadas, sin ninguna otra arma de las usadas, con las cuales, defendiendo lo dicho, te mataré, haré desdecir o echaré del campo sobre ello.

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El autor

Como la mala fortuna, envidiosa de los bienes de Leriano, usase con él de su natural condición, diole tal revés cuando le vio mayor en prosperidad. Sus desdichas causaban pasión a quien las vio, y convidaban a pena a quien las oye. Pues dejando su cuita para hablar en su reto, después que respondió al cartel de Persio como es escrito, sabiendo el rey que estaban concertados en la batalla, aseguró el campo. Y señalado el lugar donde hiciesen y ordenadas todas las cosas que en tal acto se requerían según las ordenanzas de Macedonia, puesto el rey en un cadalso, vinieron los caballeros, cada uno acompañado y favorecido como merecía. Y guardadas en igualdad las honras de entre ambos, entraron en el campo. Y como los fieles los dejaron solos, fuéronse el uno para el otro, donde en la fuerza de los golpes mostraron la virtud de los ánimos; y quebradas las lanzas en los primeros encuentros, pusieron mano a las espadas y así se combatían que quien quiera hubiera envidia de lo que obraban y compasión de lo que padecían.

Finalmente, por no detenerme en esto que parece cuento de historias viejas, Leriano le cortó a Persio la mano derecha, y como la mejor parte de su persona la viese perdida, díjole: «Persio, porque no pague tu vida por la falsedad de tu lengua, débeste desdecir». El cual respondió: «Haz lo que has de hacer, que aunque me falta el brazo para defender no me fallece corazón para morir». Y oyendo Leriano tal respuesta diole tanta prisa que le puso en la postrimera necesidad, y como ciertos caballeros, sus parientes, le viesen en estrecho de muerte, suplicaron al rey mandase echar el bastón, que ellos le fiaban para que de él hiciese justicia si claramente se hallase culpado, lo cual el rey así les otorgó. Y como fuesen separados, Leriano de tan grande agravio con mucha razón se sintió, no pudiendo pensar por qué el rey tal cosa mandase. Pues como fueron separados sacáronlos del campo iguales en ceremonia, aunque desiguales en fama, y así los llevaron a sus posadas, donde estuvieron aquella noche. Y otro día de mañana, habido Leriano su consejo, acordó de ir a palacio a suplicar y requerir al rey en presencia de toda su corte, le mandase restituir en su honra, haciendo justicia de Persio, el cual, como era maligno de condición y agudo de juicio, en tanto que Leriano lo que es contado acordaba, hizo llamar tres hombres muy conformes de sus costumbres, que tenía por muy suyos, y juramentándolos que le guardasen secreto, dio a cada uno infinito dinero por que dijesen y jurasen al rey que vieron hablar a Leriano con Laureola en lugares sospechosos y en tiempos deshonestos, los cuales se profirieron a afirmarlo y jurarlo hasta perder la vida sobre ello.

No quiero decir lo que Laureola en todo esto sentía, porque la pasión no turbe el sentido para acabar lo comenzado, porque no tengo ahora menos nuevo su dolor que cuando estaba presente. Pues tornando a Leriano, que más de su prisión de ella se dolía que de la victoria de él se gloriaba, como supo que el rey era levantado fuese a palacio, y presentes los caballeros de su corte, hízole un habla en esta manera:

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Leriano al rey

Por cierto, señor, con mayor voluntad sufriera el castigo de tu justicia que la vergüenza de tu presencia, si ayer no llevara lo mejor de la batalla, donde si tú lo hubieras por bien, de la falsa acusación de Persio quedara del todo libre. Que puesto que a vista de todos yo le diera el galardón que merecía, gran ventaja va de hiciéralo a hízolo. La razón por que separarnos mandaste no la puedo pensar, en especial tocando a ti mismo el debate, que aunque de Laureola deseases venganza, como generoso no te faltaría piedad de padre, como quiera que en este caso bien creo quedaste satisfecho de su descargo. Si lo hiciste por compasión que habías de Persio, tan justo fuera que la hubieras de mi honra como de su vida, siendo tu natural. Si por ventura lo consentiste por verte aquejado de la suplicación de sus parientes, cuando les otorgaste la merced debieras acordarte de los servicios que los míos te hicieron, pues sabes con cuanta constancia de corazón, cuantos de ellos en muchas batallas y combates perdieron por tu servicio las vidas. Nunca hueste juntaste que la tercera parte de ellos no fuese. Suplícote que por juicio me satisfagas la honra que por mis manos me quitaste. Cata que guardando las leyes se conservan los naturales. No consientas que viva hombre que tan mal guarda las preeminencias de sus pasados porque no corrompan su veneno los que con él participaren. Por cierto, no tengo otra culpa sino ser amigo del culpado, y si por este indicio merezco pena, dámela, aunque mi inocencia de ella me absuelva, pues conservé su amistad creyéndole bueno y no juzgándole malo. Si le das la vida por servirte de él, dígote que te será el más leal cizañador que puedas hallar en el mundo. Requiérote contigo mismo, pues eres obligado a ser igual en derecho, que en esto determines con la prudencia que tienes y sentencies con la justicia que usas. Señor, las cosas de honra deben ser claras, y si a este perdonas por ruegos, por ser principal en tu reino, o por lo que te placerá, no quedaré en los juicios de las gentes por disculpado del todo, que si unos creyeren la verdad por razón, otros la turbarán con malicia. Y digo que en tu reino lo cierto se sepa, nunca la fama lleva lejos lo cierto. ¿Cómo sonará en los otros lo que es pasado si queda sin castigo público? Por Dios, señor, deja mi honra sin disputa, y de mi vida y lo mío ordena lo que quisieres.

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El autor

Atento estuvo el rey a todo lo que Leriano quiso decir, y acabada su habla respondiole que él habría su consejo sobre lo que debiese hacer, que en cosa tal, con deliberación se había de dar la sentencia. Verdad es que la respuesta del rey no fue tan dulce como debiera, lo cual fue porque si a Laureola daba por libre, según lo que vio, él no lo estaba de enojo, porque Leriano pensó de servirla, habiendo por culpado su pensamiento, aunque no lo fuese su intención. Y así por esto como por quitar el escándalo que andaba entre su parentela y la de Persio, mandole ir a una villa suya que estaba dos leguas de la corte, llamada Susa, entretanto que acordaba en el caso, lo que luego hizo con alegre corazón, teniendo ya a Laureola por disculpada, cosa que él tanto deseaba.

Pues como del rey fue despedido, Persio, que siempre se trabajaba en ofender su honra por condición y en defenderla por malicia, llamó los conjurados antes que Laureola se librase, y díjoles que cada uno por su parte se fuese al rey y le dijese como de suyo, por quitarle de dudas, que él acusó a Leriano con verdad, de lo cual ellos eran testigos, que le vieron hablar diversas veces con ella en soledad. Lo que ellos hicieron de la manera que él se lo dijo, y tal forma supieron darse y así afirmaron su testimonio que turbaron al rey, el cual, después de haber sobre ello mucho pensado, mandolos llamar. Y como vinieron, hizo a cada uno por sí preguntas muy agudas y sutiles para ver si los hallaría mudables o desatinados en lo que respondiesen. Y como debieran gastar su vida en estudio de falsedad, cuanto más hablaban mejor sabían concertar su mentira, de manera que el rey les dio entera fe, por cuya información, teniendo a Persio por leal servidor, creía que más por su mala fortuna que por su poca verdad había llevado lo peor de la batalla. ¡Oh Persio, cuánto mejor te estuviera la muerte una vez que merecerla tantas!

Pues queriendo el rey que pagase la inocencia de Laureola por la traición de los falsos testigos, acordó que fuese sentenciada por justicia; lo cual, como viniese a noticia de Leriano, estuvo en poco de perder el seso, y con un arrebatamiento y pasión desesperada, acordaba de ir a la corte a liberar a Laureola y matar a Persio, o perder por ello la vida. Y viendo yo ser aquel consejo de más peligro que esperanza, puesto con él en razón desvielo de él. Y como estaba con la aceleración desacordado, quiso servirse de mi parecer en lo que hubiese de liberar, el cual me plugo darle porque no dispusiese con alteración para que se arrepintiese con pesar; y después que en mi flaco juicio se representó lo más seguro, díjele lo que se sigue:

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El autor a Leriano

Así, señor, querría ser discreto para alabar tu seso como poderoso para remediar tu mal, porque fueses alegre como yo deseo y loado como tú mereces. Digo esto por el sabio sufrimiento que en tal tiempo muestras, que, como viste tu juicio embargado de pasión, conociste que sería lo que obrases, no según lo que sabes, mas según lo que sientes. Y con este discreto conocimiento quisiste antes errar por mi consejo simple y libre que acertar por el tuyo natural e impedido. Mucho he pensado sobre lo que en esta tu grande fortuna se debe hacer, y hallo, según mi pobre juicio, que lo primero que se cumple ordenar es tu reposo, el cual te desvía el caso presente.

De mi voto el primer acuerdo que tomaste será el postrero que obres, porque como es gran cosa la que has de emprender, así con gran pesadumbre se debe determinar. Siempre de lo dudoso se ha de tomar lo más seguro, y si te pones en matar a Persio y liberar a Laureola, debes antes ver si es cosa con que podrás salir; que como es de más estima la honra de ella que la vida tuya, si no pudieses acabarlo dejarías a ella condenada y a ti deshonrado. Cata que los hombres obran y la ventura juzga: si a bien salen las cosas son alabadas por buenas, y si a mal, habidas por desvariadas. Si liberas a Laureola dirase que hiciste osadía, y si no que pensaste locura. Pues tienes espacio de aquí a nueve días que se dará la sentencia, prueba todos los otros remedios que muestran esperanza, y si en ellos no la hallares, dispongas lo que tienes pensado, que en tal demanda, aunque pierdas la vida, la darás a tu fama. Pero en esto hay una cosa que debe ser proveída primero que lo cometas y es esta: estemos ahora en que ya has forzado la prisión y sacado de ella a Laureola. Si la traes a tu tierra, es condenada de culpa; donde quiera que allá la dejes no la librarás de pena. Cata aquí mayor mal que el primero. Paréceme a mí para sanear esto, obrando tú esto otro, que se debe tener tal forma: yo llegaré de tu parte a Galio, hermano de la reina, que en parte desea tanto la libertad de la presa como tú mismo, y le diré lo que tienes acordado, y le suplicaré, porque sea salva del cargo y de la vida, que esté para el día que fueres con alguna gente, para que, si fuere tal tu ventura que la puedas sacar, en sacándola la pongas en su poder a vista de todo el mundo, en testimonio de su bondad y tu limpieza. Y que recibida, entretanto que el rey sabe lo uno y provee en lo otro, la ponga en Dala, fortaleza suya, donde podrá venir el hecho a buen fin. Mas como te tengo dicho, esto se ha de tomar por postrimero partido. Lo que antes se conviene negociar es esto: yo iré a la corte y juntaré con el cardenal de Gausa todos los caballeros y prelados que hay se hallaren, el cual con voluntad alegre suplicará al rey le otorgue a Laureola la vida. Y si en esto no hallare remedio, suplicaré a la reina que, con todas las honestas y principales mujeres de su casa y ciudad, le pida la libertad de su hija, a cuyas lágrimas y petición no podrá, a mi creer, negar piedad. Y si aquí no hallo esperanza, diré a Laureola que le escriba certificándole su inocencia. Y cuando todas estas cosas me fueren contrarias, he de proferir2 al rey que darás una persona tuya que haga armas con los tres malvados testigos; y no aprovechando nada de esto, probarás la fuerza, en la que por ventura hallarás la piedad que en el rey yo buscaba. Pero antes que me parta, me parece que debes escribir a Laureola, esforzando su miedo con seguridad de su vida, la cual enteramente le puedes dar. Que pues se dispone en el cielo lo que se obra en la tierra, no puede ser que Dios no reciba sus lágrimas inocentes y tus peticiones justas.

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El autor

Sólo un punto no salió Leriano de mi parecer, porque le pareció aquel propio camino para despachar su hecho más sanamente. Pero con todo eso no le aseguraba el corazón, porque temía, según la saña del rey, mandaría dar antes del plazo la sentencia, de lo cual no me maravillaba, porque los firmes enamorados lo más dudoso y contrario creen más fácilmente, y lo que más desean tienen por menos cierto. Concluyendo, él escribió para Laureola con mucha duda que no querría recibir su carta, las razones de la cual decían así:

Carta de Leriano a Laureola

Antes pusiera las manos en mí para acabar la vida que en el papel para comenzar a escribirte, si de tu prisión hubieran sido causa mis obras como lo es mi mala fortuna, la cual no pudo serme tan contraria que no me puso estado de bien morir, según lo que para salvarte tengo acordado, donde, si en tal demanda muriere, tú serás libre de la prisión y yo de tantas desaventuras: así que será una muerte causa de dos libertades. Suplícote no me tengas enemiga por lo que padeces, pues, como tengo dicho, no tiene la culpa de ello lo que yo hice, mas lo que mi dicha quiere. Puedes bien creer, por grandes que sean tus angustias, que siento yo mayor tormento en el pensamiento de ellas que tú en ellas mismas. Pluguiera a Dios que no te hubiera conocido, que aunque fuera perdidoso del mayor bien de esta vida, que es haberte visto, fuera bienaventurado en no oír ni saber lo que padeces. Tanto he usado vivir triste, que me consuelo con las mismas tristezas por causarlas tú. Mas lo que ahora siento ni recibe consuelo ni tiene reposo, porque no deja el corazón en ningún sosiego. No acreciente la pena que sufres la muerte que temes, que mis manos te salvarán de ella. Yo he buscado remedios para templar la ira del rey. Si en ellos faltare esperanza, en mí la puedes tener, que por tu libertad haré tanto que será mi memoria, en cuanto el mundo durare, en ejemplo de fortaleza. Y no te parezca gran cosa lo que digo, que, sin lo que tú vales, la injusticia de tu prisión hace justa mi osadía. ¿Quién podrá resistir mis fuerzas, pues tú las pones? ¿Qué no osará el corazón emprender, estando tú en él? Sólo un mal hay en tu salvación: que se compra por poco precio, según lo que mereces, aunque por ella pierda la vida. Y no solamente esto es poco, mas lo que se puede desear perder no es nada. Esfuerza con mi esperanza tu flaqueza, porque si te das a los pensamientos de ella podría ser que desfallecieses, de donde dos grandes cosas se podrían recrecer: la primera y más principal sería tu muerte; la otra, que me quitarías a mí la mayor honra de todos los hombres, no pudiendo salvarte. Confía en mis palabras, espera en mis promesas, no seas como las otras mujeres, que de pequeñas causas reciben grandes temores. Si la condición mujeril te causare miedo, tu discreción te dé fortaleza, la cual de mis seguridades puedes recibir. Y porque lo que haré será prueba de lo que digo, suplícote que lo creas. No te escribo tan largo como quisiera por proveer lo que a tu vida cumple.

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El autor

En tanto que Leriano escribía, ordené mi camino, y recibida su carta partime con la mayor prisa que pude. Y llegado a la corte, trabajé que Laureola la recibiese, y entendí primero en dársela que ninguna otra cosa hiciese, por darle algún esfuerzo. Y como para verla me fuese negada licencia, informado de una cámara donde dormía, vi una ventana con una reja no menos fuerte que cerrada. Y venida la noche, doblada la carta muy sutilmente púsela en una lanza, y con mucho trabajo echela dentro de su cámara. Y otro día en la mañana, como disimuladamente por allí me anduviese, abierta la ventana, vila y vi que me vio, como quiera que por la espesura de la reja no la pude bien divisar. Finalmente ella respondió, y venida la noche, cuando sintió mis pisadas echó la carta en el suelo, la cual recibida, sin hablarle palabra por el peligro que en ello para ella había, acordé de irme, y sintiéndome ir dijo: «Cata aquí el galardón que recibo de la piedad que tuve». Y porque los que la guardaban estaban junto conmigo no le pude responder. Tanto me lastimó aquella razón que me dijo que, si fuera buscado, por el rastro de mis lágrimas pudieran hallarme. Lo que respondió a Leriano fue esto:


Carta de Laureola a Leriano

No sé, Leriano, qué te responda, sino que en las otras gentes se alaba la piedad por virtud y en mí se castiga por vicio. Yo hice lo que debía según piadosa, y tengo lo que merezco, según desdichada. No fue, por cierto, tu fortuna ni tus obras causa de mi prisión, ni me querello de ti, ni de otra persona en esta vida, sino de mí sola, que por liberarte de muerte me cargué de culpa, como quiera que en esta compasión que te hube más hay pena que carga, pues remedié como inocente y pago como culpada. Pero todavía me place más la prisión sin yerro que la libertad con él. Y por esto, aunque pene en sufrirla, descanso en no merecerla. Yo soy entre las que viven la que menos debiera ser viva. Si el rey no me salva, espero la muerte; si tú me liberas, la de ti y de los tuyos: de manera que por una parte o por otra se me ofrece dolor. Si no me remedias, he de ser muerta; si me liberas y llevas, seré condenada. Y por esto te ruego mucho te trabajes en salvar mi fama y no mi vida, pues lo uno se acaba y lo otro dura. Busca, como dices que haces, quien amanse la saña del rey, que de la manera que dices no puedo ser salva sin destrucción de mi honra. Y dejando esto a tu consejo, que sabrás lo mejor, oye el galardón que tengo por el bien que te hice. Las prisiones que ponen a los que han hecho muertes me tienen puestas porque la tuya excusé. Con gruesas cadenas estoy atada, con ásperos tormentos me lastiman, con grandes guardas me guardan, como si tuviese fuerzas para poderme salir. Mi sufrimiento es tan delicado y mis penas tan crueles, que sin que mi padre dé la sentencia, tomara la venganza, muriendo en esta dura cárcel. Espantada estoy como de tan cruel padre nació hija tan piadosa. Si le pareciera en la condición no le temiera en la justicia, puesto que injustamente la quiera hacer. A lo que toca a Persio no te respondo porque no ensucie mi lengua, como ha hecho mi fama. Verdad es que más querría que de su testimonio se desdijese que no que muriese por él. Mas aunque yo digo, tú determina, que, según tu juicio, no podrás errar en lo que acordares.

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El autor

Muy dudoso estuve cuando recibí esta carta de Laureola sobre enviarla a Leriano o esperar a llevarla yo, y en fin hallé por mejor seso no enviársela, por dos inconvenientes que hallé: el uno era porque nuestro secreto se ponía a peligro en fiarla de nadie; el otro, porque las lástimas de ella le pudieran causar tal aceleración que errara sin tiempo lo que con él acertó, por donde se pudiera todo perder. Pues volviendo al propósito primero, el día que llegué a la corte tenté las voluntades de los principales de ella para poner en el negocio a los que hallase conformes a mi opinión, y ninguno hallé de contrario deseo, salvo a los parientes de Persio. Y como esto hube sabido, supliqué al cardenal que ya dije le pluguiese hacer suplicación al rey por la vida de Laureola, lo cual me otorgó con el mismo amor y compasión que yo se lo pedía. Y sin más tardanza, juntó con él todos los prelados y grandes señores que allí se hallaron, y puesto en presencia del rey, en su nombre y de todos los que iban con él, hízole un habla en esta forma:

El cardenal al rey

No a sinrazón los soberanos príncipes pasados ordenaron consejo en lo que hubiesen de hacer, según cuantos provechos en ello hallaron, y puesto que fuesen diversos, por seis razones aquella ley debe ser conservada: la primera, porque mejor aciertan los hombres en las cosas ajenas que en las suyas propias, porque el corazón de cuyo es el caso no puede estar sin ira, codicia, afición, deseo u otras cosas semejantes para determinar como debe. La segunda, porque platicadas las cosas siempre quedan en lo cierto. La tercera, porque si aciertan los que aconsejan, aunque ellos dan el voto, del aconsejado es la gloria. La cuarta, por lo que se sigue del contrario, que si por ajeno seso se yerra el negocio, el que pide el parecer queda sin cargo y quien se lo da no sin culpa. La quinta, porque el buen consejo muchas veces asegura las cosas dudosas. La sexta, porque no deja tan fácilmente caer la mala fortuna y siempre en las adversidades pone esperanza. Por cierto, señor, turbio y ciego consejo puede dar ninguno a sí mismo siendo ocupado de saña o pasión. Y por eso no nos culpes si en la fuerza de tu ira te venimos a enojar, que más queremos que airado nos reprendas porque te dimos enojo, que no que arrepentido nos condenes porque no te dimos consejo.

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Señor, las cosas obradas con deliberación y acuerdo procuran provecho y alabanza para quien las hace, y las que con saña se hacen con arrepentimiento se piensan. Los sabios como tú, cuando obran, primero deliberan que disponen, y sonles presentes todas las cosas que pueden venir, así de lo que esperan provecho como de lo que temen revés. Y si de cualquiera pasión impedidos se hallan, no sentencian en nada hasta verse libres. Y aunque los hechos se dilaten hanlo por bien, porque en semejantes casos la prisa es dañosa y la tardanza segura. Y como han sabor de hacer lo justo, piensan todas las cosas, y antes que las hagan, siguiendo la razón, establécenles ejecución honesta. Propiedad es de los discretos probar los consejos y por ligera creencia no disponer, y en lo que parece dudoso tener la sentencia en peso, porque no es todo verdad lo que tiene semejanza de verdad. El pensamiento del sabio, ahora acuerde, ahora mande, ahora ordene, nunca se parta de lo que puede acaecer, y siempre como celoso de su fama se guarda de error; y por no caer en él tiene memoria en lo pasado, por tomar lo mejor de ello y ordenar lo presente con templanza y contemplar lo porvenir con cordura por tener aviso de todo.

Señor, todo esto te hemos dicho por que te acuerdes de tu prudencia y ordenes en lo que ahora estás, no según sañudo, mas según sabedor. Así, vuelve en tu reposo, que fuerce lo natural de tu seso al accidente de tu ira. Hemos sabido que quieres condenar a muerte a Laureola. Si la bondad no merece ser ajusticiada, en verdad tú eres injusto juez. No quieras turbar tu gloriosa fama con tal juicio, que, puesto que en él hubiese derecho, antes serías, si lo dieses, infamado por padre cruel que alabado por rey justiciero. Diste crédito a tres malos hombres: por cierto, tanta razón había para pesquisar su vida como para creer su testimonio. Cata que son en tu corte mal infamados, confórmanse con toda maldad, siempre se alaban en las razones que dicen de los engaños que hacen. Pues, ¿por qué das más fe a la información de ellos que al juicio de Dios, el cual en las armas de Persio y Leriano se mostró claramente? No seas verdugo de tu misma sangre, que serás entre los hombres muy afeado. No culpes la inocencia por consejo de la saña. Y si te pareciere que, por las razones dichas, Laureola no debe ser salva, por lo que debes a tu virtud, por lo que te obliga tu realeza, por los servicios que te hemos hecho, te suplicamos nos hagas merced de su vida. Y porque menos palabras de las dichas bastaban, según tu clemencia, para hacerlo, no te queremos decir sino que pienses cuánto es mejor que perezca tu ira que tu fama.

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Respuesta del rey

Por bien aconsejado me tuviera de vosotros si no tuviese sabido ser tan debido vengar las deshonras como perdonar las culpas. No era menester decirme las razones por que los poderosos deben recibir consejo, porque aquellas y otras que dejaste de decir tengo yo conocidas. Mas, bien sabéis, cuando el corazón está embargado de pasión que están cerrados los oídos al consejo, y en tal tiempo las fructuosas palabras, en lugar de amansar, acrecientan la saña, porque reverdecen en la memoria la causa de ella. Pero digo que estuviese libre de tal impedimento, yo creería que dispongo y ordeno sabiamente la muerte de Laureola, lo cual quiero mostraros por causas justas determinadas según honra y justicia.

Si el yerro de esta mujer quedase sin pena, no sería menos culpable que Leriano en mi deshonra. Publicado que tal cosa perdoné, sería de los comarcanos despreciado y de los naturales desobedecido y de todos mal estimado, y podría ser acusado que supe mal conservar la generosidad de mis antecesores. Y a tanto se extendería esta culpa si castigada no fuese, que podría mancillar la fama de los pasados, la honra de los presentes y la sangre de los por venir; que sola una mácula en el linaje cunde toda la generación. Perdonando a Laureola sería causa de otras mayores maldades que en esfuerzo de mi perdón se harían, pues más quiero poner miedo por cruel que dar atrevimiento por piadoso, y seré estimado como conviene que los reyes lo sean. Según justicia, mirad cuantas razones hay para que sea sentenciada: bien sabéis que establecen nuestras leyes que la mujer que fuere acusada de tal pecado muera por ello. Pues ya veis cuanto más me conviene ser llamado rey justo que perdonador culpado, que lo sería muy conocido si en lugar de guardar la ley, la quebrase, pues a sí mismo se condena quien al que yerra perdona. Igualmente se debe guardar el derecho, y el corazón del juez no se ha de mover por favor, ni amor, ni codicia, ni por ningún otro accidente. Siendo derecha, la justicia es alabada, y si es favorable, aborrecida. Nunca se debe torcer, pues de tantos bienes es causa: pone miedo a los malos, sostiene los buenos, pacifica las diferencias, ataja las cuestiones, excusa las contiendas, aviene los debates, asegura los caminos, honra los pueblos, favorece los pequeños, enfrena los mayores, es para el bien común en gran manera muy provechosa. Pues para conservar tal bien, porque las leyes se sostengan, justo es que en mis propias cosas la use. Si tanto la salud de Laureola queréis y tanto su bondad alabáis, dad un testigo de su inocencia como hay tres de su cargo, y será perdonada con razón y alabada con verdad. Decís que debiera dar tanta fe al juicio de Dios como al testimonio de los hombres: no os maravilléis de así no hacerlo, que veo el testimonio cierto y el juicio no acabado, que, puesto que Leriano llevase lo mejor de la batalla, podemos juzgar el medio y no saber el fin. No respondo a todos los apuntamientos de vuestra habla por no hacer largo proceso y en el fin enviaros sin esperanza. Mucho quisiera aceptar vuestro ruego por vuestro merecimiento. Si no lo hago, habedlo por bien, que no menos debéis desear la honra del padre que la salvación de la hija.

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El autor

La desesperanza del responder del rey fue para los que la oían causa de grave tristeza; y como yo, triste, viese que aquel remedio me era contrario, busqué el que creía muy provechoso, que era suplicar a la reina le suplicase al rey por la salvación de Laureola. Y yendo a ella con este acuerdo, como aquella que tanto participaba en el dolor de la hija, topela en una sala, que venía a hacer lo que yo quería decirle, acompañada de muchas generosas dueñas y damas, cuya autoridad bastaba para alcanzar cualquier cosa, por injusta y grave que fuera, cuanto más aquella, que no con menos razón el rey debiera hacerla que la reina pedirla. La cual, puestas las rodillas en el suelo, le dijo palabras así sabias para culparle como piadosas para amansarlo.

Decíale la moderación que conviene a los reyes, reprendíale la perseveranza de su ira, acordábale que era padre, hablábale razones tan discretas para notar como lastimadas para sentir, suplicábale que, si tan cruel juicio dispusiese, se quisiese satisfacer con matar a ella, que tenía los más días pasados, y dejase a Laureola, tan digna de la vida. Probábale que la muerte de la salva mataría la fama del juez, el vivir de la juzgada y los bienes de la que suplicaba. Mas tan endurecido estaba el rey en su propósito que no pudieron para con él las razones que dijo, ni las lágrimas que derramó. Y así se volvió a su cámara con poca fuerza para llorar y menos para vivir. Pues viendo que menos la reina hallaba gracia en el rey, llegué a él como desesperado, sin temer su saña, y díjele, porque su sentencia diese con justicia clara, que Leriano daría una persona que hiciese armas con los tres falsos testigos, o que él por sí lo haría, aunque bajase su merecer, porque mostrase Dios lo que justamente debiese obrar. Respondiome que me dejase de embajadas de Leriano, que en oír su nombre le crecía la pasión. Pues volviendo a la reina, como supo que en la vida de Laureola no había remedio, fuese a la prisión donde estaba y besándola diversas veces decíale tales palabras:

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La reina a Laureola

¡Oh bondad acusada con malicia! ¡Oh virtud sentenciada con saña! ¡Oh hija nacida para el dolor de su madre! Tú serás muerta sin justicia y de mí llorada con razón. Más poder ha tenido tu ventura para condenarte que tu inocencia para hacerte salva. Viviré en soledad de ti y en compañía de los dolores que en tu lugar me dejas, los cuales, de compasión, viéndome quedar sola, por acompañadores me diste. Tu fin acabará dos vidas, la tuya sin causa y la mía por derecho, y lo que viviere después de ti me será mayor muerte que la que tú recibirás, porque mucho más atormenta desearla que padecerla. Pluguiera a Dios que fueras llamada hija de la madre que murió y no de la que te vio morir. De las gentes serás llorada en cuanto el mundo durare. Todos los que de ti tenían noticia habían por pequeña cosa este reino que habías de heredar, según lo que merecías. Pudiste caber en la ira de tu padre, y dicen los que te conocen que no cupiera en toda la tierra tu merecer. Los ciegos deseaban vista por verte, los mudos habla por alabarte y los pobres riqueza por servirte. A todos eras agradable y a Persio fuiste odiosa. Si algún tiempo vivo, él recibirá de sus obras galardón justo, y aunque no me queden fuerzas para otra cosa sino para desear morir, para vengarme de él tomarlas he prestadas de la enemistad que le tengo, puesto que esto no me satisfaga, porque no podrá sanar el dolor de la mancilla la ejecución de la venganza. ¡Oh hija mía!, ¿por qué, si la honestidad es prueba de la virtud, no dio el rey más crédito a tu presencia que al testimonio? En el habla, en las obras, en los pensamientos, siempre mostraste corazón virtuoso. Pues ¿por qué consiente Dios que mueras? No hallo por cierto otra causa sino que puede más la muchedumbre de mis pecados que el merecimiento de tu justedad, y quiso que mis errores comprendiesen tu inocencia. Pon, hija mía, el corazón en el cielo. No te duela dejar lo que se acaba por lo que permanece. Quiere el Señor que padezcas como mártir porque goces como bienaventurada. De mí no leves deseo, que si fuere digna de ir donde fueres, sin tardanza te sacare de él. ¡Qué lástima tan cruel para mí que suplicaron tantos al rey por tu vida y no pudieron todos defenderla, y podrá un cuchillo acabarla, el cual dejará el padre culpado, la madre con dolor, la hija sin salud y el reino sin heredera!

Deténgome tanto contigo, luz mía, y dígote palabras tan lastimeras que te quiebren el corazón, porque deseo que mueras en mi poder de dolor por no verte morir en el del verdugo por justicia, el cual, aunque derrame tu sangre, no tendrá tan crueles las manos como el rey la condición. Pero, pues no se cumple mi deseo, antes que me vaya recibe los postrimeros besos de mí, tu piadosa madre. Y así me despido de tu vista, de tu vida y de más querer la mía.

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El autor

Como la reina acabó su habla, no quiso esperar la respuesta de la inocente por no recibir doblada mancilla, y así ella y las señoras de quien fue acompañada, se despidieron de ella con el mayor llanto de todos los que en el mundo son hechos. Y después que fue ida, envié a Laureola un mensajero, suplicándole escribiese al rey, creyendo que habría más fuerza en sus piadosas palabras que en las peticiones de quien había trabajado su libertad, lo cual luego puso en obra con mayor turbación que esperanza. La carta decía en esta manera:

Carta de Laureola al rey

Padre: he sabido que me sentencias a muerte y que se cumple de aquí a tres días el término de mi vida, por donde conozco que no menos deben temer los inocentes la ventura que los culpados la ley, pues me tiene mi fortuna en el estrecho que me pudiera tener la culpa que no tengo, lo cual conocerías si la saña te dejase ver la verdad. Bien sabes la virtud que las crónicas pasadas publican de los reyes y reinas donde yo procedo; pues, ¿por qué, nacida yo de tal sangre, creíste más la información falsa que la bondad natural? Si te place matarme por voluntad, obra lo que por justicia no tienes, porque la muerte que tú me dieres, aunque por causa de temor la rehúse, por razón de obedecer la consiento, habiendo por mejor morir en tu obediencia que vivir en tu desamor. Pero todavía te suplico que primero acuerdes que determines, porque, como Dios es verdad, nunca hice cosa por que mereciese pena. Mas digo, señor, que la hiciera, tan convenible te es la piedad de padre como el rigor de justo. Sin duda yo deseo tanto mi vida por lo que a ti toca como por lo que a mí cumple, que al cabo soy hija. Cata, señor, que quien crudeza hace su peligro busca. Más seguro de caer estarás siendo amado por clemencia que temido por crueldad. Quien quiere ser temido, forzado es que tema. Los reyes crueles de todos los hombres son desamados, y estos, a las veces, buscando cómo se venguen, hallan cómo se pierdan. Los súbditos de los tales más desean la revuelta del tiempo que la conservación de su estado, los salvos temen su condición y los malos su justicia. Sus mismos familiares les tratan y buscan la muerte, usando con ellos lo que de ellos aprendieron. Dígote, señor, todo esto porque deseo que se sustente tu honra y tu vida. Mal esperanza tendrán los tuyos en ti, viéndote cruel contra mí; temiendo otro tanto les darás en ejemplo de cualquier osadía, que quien no está seguro nunca asegura. ¡Oh cuánto están libres de semejantes ocasiones los príncipes en cuyo corazón está la clemencia! Si por ellos conviene que mueran sus naturales, con voluntad se ponen por su salvación al peligro: vélanlos de noche, guárdanlos de día. Más esperanza tienen los benignos y piadosos reyes en el amor de las gentes que en la fuerza de los muros de sus fortalezas. Cuando salen a las plazas, el que más tarde los bendice y alaba más temprano piensa que yerra. Pues mira, señor, el daño que la crueldad causa y el provecho que la mansedumbre procura. Y si todavía te pareciere mejor seguir antes la opinión de tu saña que el consejo propio, malaventurada sea hija que nació para poner en condición la vida de su padre, que por el escándalo que pondrás con tan cruel obra nadie se fiará de ti, ni tú de nadie te debes fiar, porque con tu muerte no procure alguno su seguridad. Y lo que más siento, sobre todo, es que darás contra mí la sentencia y harás de tu memoria la justicia, la cual será siempre acordada más por la causa de ella que por ella misma. Mi sangre ocupará poco lugar y tu crueza toda la tierra. Tú serás llamado padre cruel y yo seré dicha hija inocente, que, pues Dios es justo, él aclarará mi verdad: así quedaré libre de culpa cuando haya recibido la pena.

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El autor

Después que Laureola acabó de escribir, envió la carta al rey con uno de aquellos que la guardaban, y tan amada era de aquel y todos los otros guardadores, que le dieran libertad si fueran tan obligados a ser piadosos como leales. Pues como el rey recibió la carta, después de haberla leído, mandó muy enojadamente que al llevador de ella le tirasen delante. Lo cual yo viendo, comencé de nuevo a maldecir mi ventura, y puesto que mi tormento fuese grande, ocupaba el corazón de dolor, mas no la memoria de olvido para lo que hacer convenía. Y a la hora, porque había más espacio para la pena que para el remedio, hablé con Galio, tío de Laureola, como es contado, y díjele cómo Leriano quería sacarla por fuerza de la prisión, para lo cual le suplicaba mandase juntar alguna gente para que, sacada de la cárcel, la tomase en su poder y la pusiese en salvo, porque si él consigo la llevase podría dar lugar al testimonio de los malos hombres y a la acusación de Persio. Y como no le fuese menos cara que a la reina la muerte de Laureola, respondiome que aceptaba lo que decía, y como su voluntad y mi deseo fueron conformes, dio prisa en mi partida, porque antes que el hecho se supiese se despachase, la cual puse luego en obra. Y llegado donde Leriano estaba, dile cuenta de lo que hice y de lo poco que acabé; y hecha mi habla, dile la carta de Laureola, y con la compasión de las palabras de ella y con pensamiento de lo que esperaba hacer traía tantas revueltas en el corazón, que no sabía qué responderme. Lloraba de lástima, no sosegaba de sañudo, desconfiaba según su fortuna, esperaba según su justicia. Cuando pensaba que sacaría a Laureola, alegrábase; cuando dudaba si lo podría hacer, enmudecía.

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Finalmente, dejadas las dudas, sabida la respuesta que Galio me dio, comenzó a proveer lo que para el negocio cumplía, y como hombre proveído, en tanto que yo estaba en la corte juntó quinientos hombres de armas suyos sin que pariente ni persona del mundo lo supiese. Lo cual acordó con discreta consideración, porque si con sus deudos lo comunicara, unos, por no deservir al rey, dijeran que era mal hecho, y otros, por asegurar su hacienda, que lo debía dejar, y otros, por ser el caso peligroso, que no lo debía emprender. Así que por estos inconvenientes y porque por allí pudiera saberse el hecho, quiso con sus gentes solas acometerlo. Y no quedando sino un día para sentenciar a Laureola, la noche antes juntó sus caballeros y díjoles cuanto eran más obligados los buenos a temer la vergüenza que el peligro. Allí les acordó cómo por las obras que hicieron aún vivía la fama de los pasados, rogoles que por codicia de la gloria de buenos no curasen de la de vivos, trájoles a la memoria el premio de bien morir, y mostroles cuanto era locura temerlo no pudiendo excusarlo. Prometioles muchas mercedes, y después que les hizo un largo razonamiento, díjoles para qué los había llamado, los cuales a una voz juntos se profirieron a morir con él.

Pues conociendo Leriano la lealtad de los suyos, túvose por bien acompañado y dispuso su partida en anocheciendo; y llegado a un valle cerca de la ciudad, estuvo allí en celada toda la noche, donde dio forma en lo que había de hacer. Mandó a un capitán suyo con cien hombres de armas que fuese a la posada de Persio y que matase a él y a cuantos en defensa se le pusiesen. Ordenó que otros dos capitanes estuviesen con cada cincuenta caballeros a pie en dos calles principales que salían a la prisión, a los cuales mandó que tuviesen el rostro contra la ciudad, y que a cuantos viniesen defendiesen la entrada de la cárcel, entretanto que él, con los trecientos que le quedaban trabajaba por sacar a Laureola.

Y al que dio cargo de matar a Persio, díjole que en despachando se fuese a juntar con él. Y creyendo que a la vuelta, si acabase el hecho, había de salir peleando, porque al subir en los caballos no recibiese daño, mandó aquel mismo caudillo que él, y los que con él fuesen, se adelantasen a la celada a cabalgar, para que hiciesen rostro a los enemigos, en tanto que él y los otros tomaban los caballos, con los cuales dejó cincuenta hombres de pie para que los guardasen.

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Y como, acordado todo esto comenzase a amanecer, en abriendo las puertas movió con su gente, y entrados todos dentro en la ciudad, cada uno tuvo a cargo lo que había de hacer. El capitán que fue a Persio, dando la muerte a cuantos topaba, no paró hasta él, que se comenzaba a armar, donde muy cruelmente sus maldades y su vida acabaron. Leriano, que fue a la prisión, acrecentando con la saña la virtud del esfuerzo, tan duramente peleó con las guardas, que no podía pasar adelante sino por encima de los muertos que él y los suyos derribaban. Y como en los peligros más la bondad se acrecienta por fuerza de armas, llegó hasta donde estaba Laureola, a la cual sacó con tanto acatamiento y ceremonia como en tiempo seguro lo pudiera hacer, y puesta la rodilla en el suelo, besole las manos como a hija de su rey. Estaba ella con la turbación presente tan sin fuerza que apenas podía moverse: desmayábale el corazón, fallecíale la color, ninguna parte de viva tenía. Pues como Leriano la sacaba de la dichosa cárcel, que tanto bien mereció guardar, halló a Galio con una batalla de gente que la estaba esperando, y en presencia de todos se la entregó. Y como quiera que sus caballeros peleaban con los que al rebato venían, púsola en una hacanea que Galio tenía aderezada, y después de besarle las manos otra vez, fue a ayudar y favorecer su gente, volviendo siempre a ella los ojos hasta que de vista la perdió, la cual, sin ningún contraste, llevó su tío a Dala, la fortaleza dicha.

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Pues tornando a Leriano, como ya el alboroto llegó a oídos del rey, pidió las armas, y tocadas las trompetas y atabales, armose toda la gente cortesana y de la ciudad. Y como el tiempo le ponía necesidad para que Leriano saliese al campo, comenzolo a hacer, esforzando los suyos con animosas palabras, quedando siempre en la rezaga, sufriendo la multitud de los enemigos con mucha firmeza de corazón. Y por guardar la manera honesta que requiere el retraer, iba ordenado con menos prisa que el caso pedía, y así, perdiendo algunos de los suyos y matando a muchos de los contrarios, llegó adonde dejó los caballos, y guardada la orden que para aquello había dado, sin recibir revés ni peligro cabalgaron él y todos sus caballeros, lo que por ventura no hiciera si antes no proveyera el remedio. Puestos todos, como es dicho, a caballo, tomó delante los peones y siguió la vía de Susa, donde había partido. Y como se le acercaban tres batallas del rey, salido de paso apresuró algo el andar, con tal concierto y orden que ganaba tanta honra en el retraer como en el pelear. Iba siempre en los postreros, haciendo algunas vueltas cuando el tiempo las pedía, por entretener los contrarios, para llevar su batalla más sin congoja. En el fin, no habiendo sino dos leguas, como es dicho, hasta Susa, pudo llegar sin que ninguno suyo perdiese, cosa de gran maravilla, porque con cinco mil hombres de armas venía ya el rey envuelto con él, el cual, muy encendido de coraje, puso a la hora cerco sobre el lugar con propósito de no levantarse de allí hasta que de él tomase venganza. Y viendo Leriano que el rey asentaba real, repartió su gente por estancias, según sabio guerrero: donde estaba el muro más flaco, ponía los más recios caballeros; donde había aparejo para dar en el real, ponía los más sueltos; donde veía más disposición para entrarle por traición o engaño, ponía los más fieles; en todo proveía como sabedor y en todo osaba como varón.

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El rey, como aquel que pensaba llevar el hecho al fin, mandó fortalecer el real y proveyó en las provisiones. Y ordenadas todas las cosas que a la hueste cumplían, mandó llegar las estancias cerca de la cerca de la villa, las cuales guarneció de muy buena gente, y pareciéndole, según le acuciaba la saña, gran tardanza esperar a tomar a Leriano por hambre, puesto que la villa fuese muy fuerte, acordó de combatirla, lo cual probó con tan bravo corazón que hubo el cercado bien menester el esfuerzo y la diligencia. Andaba sobresaliente con cien caballeros que para aquello tenía diputados: donde veía flaqueza se forzaba, donde veía corazón alababa, donde veía mal recaudo proveía. Concluyendo, porque me alargo, el rey mandó apartar el combate con pérdida de mucha parte de sus caballeros, en especial de los mancebos cortesanos, que siempre buscan el peligro por gloria. Leriano fue herido en el rostro, y no menos perdió muchos hombres principales. Pasado así este combate, diole el rey otros cinco en espacio de tres meses, de manera que le fallecían ya las dos partes de su gente, cuya razón hallaba dudoso su hecho, como quiera que en el rostro ni palabras ni obras nadie se lo conociese, porque en el corazón del caudillo se esfuerzan los acaudillados. Finalmente, como supo que otra vez ordenaban combatirle, por poner corazón a los que le quedaban, hízoles un habla en esta forma:

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Leriano a sus caballeros

Por cierto, caballeros, si como sois pocos en número no fueseis muchos en fortaleza, yo tendría alguna duda en nuestro hecho, según nuestra mala fortuna. Pero como sea más estimada la virtud que la muchedumbre, vista la vuestra, antes temo necesidad de ventura que de caballeros, y con esta consideración en solos vosotros tengo esperanza, pues es puesta en nuestras manos nuestra salud, tanto por sustentación de vida como por gloria de fama nos conviene pelear. Ahora se nos ofrece causa para dejar la bondad que heredamos a los que nos han de heredar, que malaventurados seríamos si por flaqueza en nosotros se acabase la heredad. Así pelead que libréis de vergüenza vuestra sangre y mi nombre. Hoy se acaba o se confirma nuestra honra. Sepámonos defender y no avergonzar, que mucho mayores son los galardones de las victorias que las ocasiones de los peligros. Esta vida penosa en que vivimos no sé por qué se deba mucho querer, que es breve en los días y larga en los trabajos, la cual ni por temor se acrecienta ni por osar se acorta, pues cuando nacemos se limita su tiempo, por donde es excusado el miedo y debida la osadía. No nos pudo nuestra fortuna poner en mejor estado que en esperanza de honrada muerte o gloriosa fama. Codicia de alabanza, avaricia de honra, acaban otros hechos mayores que el nuestro. No temamos las grandes compañas llegadas al real, que en las afrentas los menos pelean. A los simples espanta la multitud de los muchos y a los sabios esfuerza la virtud de los pocos. Grandes aparejos tenemos para osar: la bondad nos obliga, la justicia nos esfuerza, la necesidad nos apremia. No hay cosa por que debamos temer, y hay mil para que debamos morir. Todas las razones, caballeros leales, que os he dicho, eran excusadas para creceros fortaleza, pues con ella nacisteis, mas quíselas hablar porque en todo tiempo el corazón se debe ocupar en nobleza, en el hecho con las manos, en la soledad con los pensamientos, en compañía con las palabras, como ahora hacemos, y no menos porque recibo igual gloria con la voluntad amorosa que mostráis como con los hechos fuertes que hacéis. Y porque me parece, según se adereza el combate, que somos constreñidos a dejar con las obras las hablas, cada uno se vaya a su estancia.

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El autor

Con tanta constancia de ánimo fue Leriano respondido de sus caballeros, que se llamó dichoso por hallarse digno de ellos, y porque estaba ya ordenado el combate fuese cada uno a defender la parte que le cabía. Y poco después que fueron llegados, tocaron en el real los atabales y trompetas, y en pequeño espacio estaban juntos al muro cincuenta mil hombres, los cuales con mucho vigor comenzaron el hecho, donde Leriano tuvo lugar de mostrar su virtud, y según los de dentro defendían, creía el rey que ninguno de ellos faltaba. Duró el combate desde mediodía hasta la noche, que los despartió. Fueron heridos y muertos tres mil de los del real y tantos de los de Leriano que de todos los suyos no le habían quedado sino ciento cincuenta, y en su rostro, según esforzado, no mostraba haber perdido ninguno, y en su sentimiento, según amoroso, parecía que todos le habían salido del ánima. Estuvo toda aquella noche enterrando los muertos y loando los vivos, no dando menos gloria a los que enterraba que a los que veía. Y otro día, en amaneciendo, al tiempo que se remudan las guardas, acordó que cincuenta de los suyos diesen en una estancia que un pariente de Persio tenía cercana al muro, porque no pensase el rey que le faltaba corazón ni gente, lo cual se hizo con tan firme osadía que, quemada la estancia, mataron muchos de los defendedores de ella. Y como ya Dios tuviese por bien que la verdad de aquella pendencia se mostrase, fue preso en aquella vuelta uno de los réprobos que condenaron a Laureola, y puesto en poder de Leriano, mandó que todas las maneras de tormento fuesen obradas en él, hasta que dijese por qué levantó el testimonio, el cual sin apremio ninguno confesó todo el hecho como pasó. Y después que Leriano de la verdad se informó, enviole al rey, suplicándole que salvase a Laureola de culpa y que mandase ajusticiar aquel y a los otros que de tanto mal habían sido causa. Lo cual el rey, sabido lo cierto, aceptó con alegre voluntad por la justa razón que para ello le requería. Y por no detenerme en las prolijidades que en este caso pasaron, de los tres falsos hombres se hizo tal la justicia como fue la maldad.

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El cerco fue luego alzado, y el rey tuvo a su hija por libre y a Leriano por disculpado, y llegado a Suria, envió por Laureola a todos los grandes de su corte, la cual vino con igual honra de su merecimiento. Fue recibida del rey y la reina con tanto amor y lágrimas de gozo como se derramaran de dolor. El rey se disculpaba, la reina la besaba, todos la servían, y así se entregaban con alegría presente de la pena pasada. A Leriano mandole el rey que no entrase por entonces en la corte hasta que pacificase a él y a los parientes de Persio, lo que recibió a graveza porque no podría ver a Laureola, y no pudiendo hacer otra cosa, sintiolo en extraña manera. Y viéndose apartado de ella, dejadas las obras de guerra, volviose a las congojas enamoradas, y deseoso de saber en lo que Laureola estaba, rogome que le fuese a suplicar que diese alguna forma honesta para que la pudiese ver y hablar, que tanto deseaba Leriano guardar su honestidad que nunca pensó hablarla en parte donde sospecha en ella se pudiese tomar, de cuya razón él era merecedor de sus mercedes.

Yo, que con placer aceptaba sus mandamientos, partime para Suria, y llegado allá, después de besar las manos a Laureola supliquele lo que me dijo, a lo cual me respondió que en ninguna manera lo haría, por muchas causas que me dio para ello. Pero no contento con decírselo aquella vez, todas las que veía se lo suplicaba. Concluyendo, respondiome al cabo que si más en aquello le hablaba, que causaría que se desmesurase contra mí. Pues visto su enojo y responder, fui a Leriano con grave tristeza, y cuando le dije que de nuevo se comenzaban sus desaventuras, sin duda estuvo en condición de desesperar. Lo cual yo viendo, por entretenerle díjele que escribiese a Laureola, acordándole lo que hizo por ella y extrañándole su mudanza en la merced que en escribirle le comenzó a hacer. Respondiome que había acordado bien, mas que no tenía que acordarle lo que había hecho por ella, pues no era nada, según lo que merecía, y también porque era de hombres bajos repetir lo hecho. Y no menos me dijo que ninguna memoria le haría del galardón recibido, porque se defiende en la ley enamorada escribir qué satisfacción se recibe, por el peligro que se puede recrecer si la carta es vista. Así que, sin tocar en esto, escribió a Laureola las siguientes razones:

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Carta de Leriano a Laureola

Laureola: según tu virtuosa piedad, pues sabes mi pasión, no puedo creer que sin alguna causa la consientas, pues no te pido cosa a tu honra fea ni a ti grave. Si quieres mi mal, ¿por qué lo dudas? A sinrazón muero, sabiendo tú que la pena grande así ocupa el corazón, que se puede sentir y no mostrar. Si lo has por bien pensado que me satisfaces con la pasión que me das, porque dándola tú, es el mayor bien que puedo esperar, justamente lo harías si la dieses a fin de galardón. Pero, ¡desdichado yo!, que la causa tu hermosura y no hace la merced tu voluntad. Si lo consientes, juzgándome desagradecido porque no me contento con el bien que me hiciste en darme causa de tan ufano pensamiento, no me culpes, que, aunque la voluntad se satisface, el sentimiento se querella. Si te place porque nunca te hice servicio, no pude subir los servicios a la alteza de lo que mereces. Cuando todas estas cosas y otras muchas pienso, hállome que dejas de hacer lo que te suplico porque me puse en cosa que no pude merecer, lo cual yo no niego, pero atrevime a ello pensando que me harías merced, no según quien la pedía, mas según tú, que la habías de dar. Y también pensé que para ello me ayudaran virtud, compasión y piedad, porque son aceptas a tu condición, que cuando los que con los poderosos negocian para alcanzar su gracia, primero ganan las voluntades de sus familiares. Y paréceme que en nada halle remedio. Busqué ayudadores para contigo y hallelos, por cierto, leales y firmes, y todos te suplican que me hayas merced: el alma por lo que sufre, la vida por lo que padece, el corazón por lo que pasa, el sentido por lo que siente. Pues no niegues galardón a tantos que con ansia te lo piden y con razón te lo merecen. Yo soy el más sin ventura de los más desaventurados. Las aguas reverdecen la tierra y mis lágrimas nunca tu esperanza, la cual cabe en los campos y en las hierbas y árboles, y no puede caber en tu corazón. Desesperado habría, según lo que siento, si alguna vez me hallase solo. Pero como siempre me acompañan el pensamiento que me das, el deseo que me ordenas y la contemplación que me causas, viendo que lo voy a hacer, consuélanme acordándome que me tienen compañía de tu parte. De manera que quien causa las desesperaciones me tiene que no desespere. Si todavía te place que muera, házmelo saber, que gran bien harás a la vida, pues no será desdichada del todo: lo primero de ella se pasó en inocencia y lo del conocimiento en dolor. A lo menos el fin será en descanso, porque tú lo das, el cual, si ver no me quieres, será forzado que veas.

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El autor

Con mucha pena recibió Laureola la carta de Leriano, y por despedirse de él honestamente respondiole de esta manera, con determinación de jamás recibir embajada suya:

Carta de Laureola a Leriano

El pesar que tengo de tus males te sería satisfacción de ellos mismos, si creyeses cuanto es grande, y él sólo tomarías por galardón, sin que otro pidieses, aunque fuese poca paga, según lo que me tienes merecido, la cual yo te daría, como debo, si la quisieses de mi hacienda y no de mi honra. No responderé a todas las cosas de tu carta, porque en saber que te escribo me huye la sangre del corazón y la razón del juicio. Ninguna causa de las que dices me hace consentir tu mal, sino sola mi bondad, porque cierto no estoy dudosa de él, porque el estrecho a que llegaste fue testigo de lo que sufriste. Dices que nunca me hiciste servicio: lo que por mí has hecho me obliga a nunca olvidarlo y siempre desear satisfacerlo, no según tu deseo, mas según mi honestidad. La virtud, piedad y compasión que pensaste que te ayudarían para conmigo, aunque son aceptas a mi condición, para en tu caso son enemigos de mi fama, y por esto las hallaste contrarias. Cuando estaba presa salvaste mi vida y ahora que estoy libre quieres condenarla. Pues tanto me quieres, antes deberías querer tu pena con mi honra que tu remedio con mi culpa. No creas que tan sanamente viven las gentes, que sabido que te hablé, juzgasen nuestras limpias intenciones, porque tenemos tiempo tan malo que antes se afea la bondad que se alaba la virtud. Así que es excusada tu demanda, porque ninguna esperanza hallarás en ella, aunque la muerte que dices te viese recibir, habiendo por mejor la crueldad honesta que la piedad culpada. Dirás, oyendo tal desesperanza, que soy movible, porque te comencé a hacer merced en escribirte y ahora determino de no remediarte. Bien sabes tú cuán sanamente lo hice, y puesto que en ello hubiera otra cosa, tan convenible es la mudanza en las cosas dañosas como la firmeza en las honestas. Mucho te ruego que te esfuerces como fuerte y te remedies como discreto. No pongas en peligro tu vida y en disputa mi honra, pues tanto la deseas, que se dirá, muriendo tú, que galardono los servicios quitando las vidas; lo que, si al rey venzo de días, se dirá al revés. Tendrás en el reino toda la parte que quisieres, creceré tu honra, doblaré tu renta, subiré tu estado, ninguna cosa ordenarás que revocada te sea. Así que viviendo causarás que me juzguen agradecida, y muriendo que me tengan por mal acondicionada. Aunque por otra cosa no te esforzases sino por el cuidado que tu pena me da, lo deberías hacer. No quiero más decirte porque no digas que me pides esperanza y te doy consejo. Pluguiera a Dios que fuera tu demanda justa, porque vieras que como te aconsejo en lo uno te satisficiera en lo otro. Y así acabo para siempre de más responderte ni oírte.

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El autor

Cuando Laureola hubo escrito, díjome con propósito determinado que aquella fuese la postrimera vez que apareciese en su presencia, porque ya de mis pláticas andaba mucha sospecha y porque en mis idas había más peligro para ella que esperanza para mi despacho. Pues vista su determinada voluntad, pareciéndome que de mi trabajo sacaba pena para mí y no remedio para Leriano, despedime de ella con más lágrimas que palabras, y después de besarle las manos salime de palacio con un nudo en la garganta, que pensé ahogarme por encubrir la pasión que sacaba. Y salido de la ciudad, como me vi solo, tan fuertemente comencé a llorar que de dar voces no me podía contener. Por cierto, yo tuviera por mejor quedar muerto en Macedonia que venir vivo a Castilla, lo que deseaba con razón, pues la mala ventura se acaba con la muerte y se acrecienta con la vida. Nunca por todo el camino suspiros y gemidos me fallecieron, y cuando llegué a Leriano dile la carta, y como acabó de leerla, díjele que ni se esforzase, ni se alegrase, ni recibiese consuelo, pues tanta razón había para que debiese morir, el cual me respondió que más que hasta allí me tenía por suyo, porque le aconsejaba lo propio. Y con voz y color mortal comenzó a condolerse. Ni culpaba su flaqueza, ni avergonzaba su desfallecimiento: todo lo que podía acabar su vida alababa, mostrábase amigo de los dolores, recreaba con los tormentos, amaba las tristezas: aquellos llamaba sus bienes por ser mensajeros de Laureola. Y por que fuesen tratados según de cuya parte venían, aposentolos en el corazón, festejolos con el sentimiento, convidolos con la memoria, rogábales que acabasen presto lo que venían a hacer, por que Laureola fuese servida. Y desconfiado ya de ningún bien ni esperanza, aquejado de mortales males, no pudiendo sostenerse ni sufrirse, hubo de venir a la cama, donde ni quiso comer ni beber, ni ayudarse de cosa de las que sustentan la vida, llamándose siempre bienaventurado porque era venido a sazón de hacer servicio a Laureola quitándola de enojos.

Pues como por la corte y todo el reino se publicase que Leriano se dejaba morir, íbanle a ver todos sus amigos y parientes, y para desviarle su propósito decíanle todas las cosas en que pensaban provecho. Y como aquella enfermedad se había de curar con sabias razones, cada uno aguzaba el seso lo mejor que podía. Y como un caballero llamado Tefeo fuese grande amigo de Leriano, viendo que su mal era de enamorada pasión, puesto que quién la causaba él ni nadie lo sabía, díjole infinitos males de las mujeres, y para favorecer su habla trajo todas las razones que en difamación de ellas pudo pensar, creyendo por allí restituírle la vida. Lo cual oyendo Leriano, acordándose que era mujer Laureola, afeó mucho a Tefeo porque en tal cosa hablaba.

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Y puesto que su disposición no le consintiese mucho hablar, esforzando la lengua con la pasión de la saña, comenzó a contradecirle en esta manera:

Leriano contra Tefeo y todos los que dicen mal de mujeres

Tefeo: para que recibieras la pena que merece tu culpa, hombre que te tuviera menos amor te había de contradecir, que las razones mías más te serán en ejemplo para que calles que castigo para que penes. En lo cual sigo la condición de verdadera amistad, porque pudiera ser, si yo no te mostrara por vivas causas tu cargo, que en cualquiera plaza te deslenguaras, como aquí has hecho. Así que te será más provechoso enmendarte por mi contradicción que avergonzarte por tu perseveranza. El fin de tu habla fue según amigo, que bien noté que la dijiste porque aborreciese la que me tiene cual ves, diciendo mal de todas mujeres, y como quiera que tu intención no fue por remediarme, por la vía que me causaste remedio, tú por cierto me lo has dado, porque tanto me lastimaste con tus feas palabras, por ser mujer quien me pena, que de pasión de haberte oído viviré menos de lo que creía. En lo cual señalado bien recibí, que pena tan lastimada mejor es acabarla presto que sostenerla más. Así que me trajiste alivio para el padecer y dulce descanso para el acabar, porque las postrimeras palabras mías sean en alabanza de las mujeres, porque crea mi fe la que tuvo merecer para causarla y no voluntad para satisfacerla. Y dando comienzo a la intención tomada, quiero mostrar quince causas por que yerran los que en esta nación ponen lengua, y veinte razones por que les somos los hombres obligados, y diversos ejemplos de su bondad.

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