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Vicente Blasco Ibáñez, La condenada y otros cuentos


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Ya habían pasado muchos años, pero él se acordaba, como si estuviera viéndolos, de aquellos ojos sin pestañas, ribeteados de rojo, horribles para los demás, pero amorosos para él; de aquella mano seca que al acariciarle la cerdosa cabeza manchábala de pringue meloso; de aquella cama en que soñaba abrazado a su madre, y ahora... ahora dormía en una manta que le prestaba por caridad alguno de «su pieza»; y si en verano se tendía sobre ella, en invierno servíale para taparse, recostando el cuerpo sobre los húmedos baldosines, resignado a helarse por debajo con tal de sentir arriba un poco de calor.

Niño a pesar de sus amarguras, vendía el pan de la cárcel por diez céntimos para una partida de pelota en el patio o un racimo de uvas, y a la hora del rancho echábase a la espalda la mano izquierda, y mirando con envidia a los que empuñaban un mendrugo, hundía su cuchara en el insípido rancho para engañar el estómago con ilusorio alimento.

Y así vivía, sin estar aún enterado de por qué razones se preocupaban de él y lo enviaban a la cárcel quince días, para volver a meterlo apenas pisaba la calle. Le cogió la policía en una de sus redadas; pilláronle en el Mercado, su casa solariega: tal vez conocían su afición a la fruta, que él consideraba de posesión común, y desde entonces viose condenado a no gozar de libertad más que unas pocas horas cada quince días.

Sabía que le pillaban por «blasfemo». ¿Qué sería aquello? Y sin saber por qué, recordaba que los agentes, cuando intentaba escaparse, le daban de bofetadas, con acompañamiento de interjecciones en que barajaban a Dios y los santos.

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El muchacho, siempre en la duda de qué significaría su título de «blasfemo», resignábase con su suerte, sin sospechar que se publicaban periódicos con sueltos escritos por los mismos interesados en que se hablaba del gran servicio prestado el día anterior por el cabo Fulano «y fuerza a sus órdenes», prendiendo al terrible criminal conocido por el Groguet.

Y aquel bandido de quince años iba creciendo en la cárcel, trabajando como una bestia, aprendiendo a ratos perdidos el caló del crimen, oyendo la novelesca relación de interesantes atracos y mirando como hombres sublimes a los «carteristas» y «enterradores», señores muy listos y bien portados que iban por el patio con sortijas y reloj de oro y que tiraban el dinero, siendo reverenciados por todos los presos. ¡Ay, si él pudiese llegar por el tiempo a la altura de aquellos «tíos»!

Pero sus aspiraciones eran más modestas. Había nacido para bestia de carga y sólo deseaba que le dejasen trabajar con tranquilidad; que no fuesen a buscarle cuando no se metía con nadie.

En una de sus salidas quiso vender periódicos; pero apenas lanzó los primeros gritos, ya tenía en el cuello la zarpa de un tío bigotudo, de aquel mismo de quien decía en la cárcel la gente «de la marcha» que poniéndole dos o tres duros en la mano era capaz de no ver el sol en mitad del día y de dejar que robasen un reloj en sus mismas narices.

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Otra vez, al cumplir la quincena, levantó el vuelo y no paró hasta el puerto, donde, con un saco en la cabeza a guisa de caperuza, dedicábase a la descarga de carbón, andando con la agilidad de una mona por el madero tendido entre el muelle y el vapor inglés. Lo pasaba tan ricamente; comía de caliente ¡y con pan! en una taberna; pero a los pocos días quiso su desgracia que asomase por allí los bigotes uno de sus sayones, y otra vez a la cárcel, para que pudiera publicarse con fundamento la consabida gacetilla sobre el terrible Groguet y el inmenso servicio del cabo Fulano «y fuerza a sus órdenes». Así iba corrigiéndose el bandido de sus terribles crímenes, que él no sabía cuáles fuesen; y oyendo a los ladrones la relación de sus hazañas, estremeciéndose al escuchar el relato de los asesinos y teniendo que resistir a monstruosas solicitudes que le aterraban, preparábase para ser hombre honrado cuando la policía le quisiera dejar tranquilo.

No le cogerían más; estaba decidido; aquélla era la última quincena que pasaría. Cuando terminase, no se detendría ni un instante en la ciudad: iría al puerto para esconderse en cualquier barco; se metería bajo los asientos de un vagón de ferrocarril; el propósito era huir lejos, muy lejos, donde no sacasen al Groguet en letras de molde ni le conociera ningún cabo Fulano.

Y el muchacho, que antes vivía en la cárcel con resignada indiferencia, esperó impaciente el término de la quincena.

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Por fin llegó el momento. «El Groguet a la calle, con todo lo que tenga.»

¡Lo que él tenía! Valiente sarcasmo. Ganas de trabajar, de regenerarse, de verse libre de aquella estúpida persecución... y nada más.

Se sacudió como un perro mojado antes de salir de la pieza; no se limpió de los zapatos el polvo de la cárcel, porque carecía de ellos, y lanzose por el entreabierto rastrillo como un gorrión fuera de la jaula.

Vamos, que ahora se fastidiaba para siempre el tío de los bigotes.

Pero se detuvo en el umbral, aterrado como ante una visión: allí estaba él, en la pared de enfrente, con otro fariseo de su clase, sonriendo los dos como si les complaciera el terror del muchacho.

Intentó escapar; pero inmediatamente sintió la velluda zarpa en el cuello y fue zarandeado, con acompañamiento de... esto y aquello en Dios y la Virgen.

Como medida de previsión, otra quincena. Y sin dar gracias a la sociedad, que se preocupaba de él para mejorar su índole perversa, atravesó otra vez el portón en busca del vergajo que enseña y de las conversaciones de la cárcel que moralizan.

Iba preso de nuevo por «blasfemo». Y lo mejor del caso era que al salir de la cárcel no había abierto la boca, y únicamente al sumirse de nuevo tras el férreo rastrillo, pensando, sin duda, en los ojos enrojecidos y sin pestañas y en la mano huesosa y acariciadora, murmuraba, abatido, su lamento de los grandes dolores:

-¡Ay, mare mehua!

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Venganza moruna
 

un cuento de

Vicente Blasco Ibáñez

Casi todos los que ocupaban aquel vagón de tercera conocían a Marieta, una buena moza vestida de luto, que, con un niño de pechos en el regazo, estaba junto a una ventanilla, rehuyendo las miradas y la conversación de sus vecinas.

Las viejas labradoras la miraban, unas con curiosidad y otras con odio, a través de las asas de sus enormes cestas y de los fardos que descansaban sobre sus rodillas, con todas las compras hechas en Valencia. Los hombres, mascullando la tagarnina, lanzábanle ojeadas de ardoroso deseo.

En todos los extremos del vagón hablábase de ella relatando su historia.

Era la primera vez que Marieta se atrevía a salir de casa después de la muerte de su marido. Tres meses habían pasado desde entonces. Sin duda sentía miedo a Teulaí, el hermano menor de su marido, un sujeto que a los veinticinco años era el terror del distrito; un amante loco de la escopeta y la valentía que, naciendo rico, había abandonado los campos para vivir unas veces en los pueblos, por la tolerancia de los alcaldes, y otras en la montaña, cuando se atrevían a acusarle los que le querían mal.

Marieta parecía satisfecha y tranquila. ¡Oh, la mala piel! Con un alma tan negra, y miradla qué guapetona, qué majestuosa; parecía una reina.

Los que nunca la habían visto se extasiaban ante su hermosura. Era como las vírgenes patronas de los pueblos: la tez, con pálida transparencia de cera, bañada a veces por un oleaje de rosa; los ojos negros, rasgados, de largas pestañas; el cuello soberbio, con dos líneas horizontales que marcaban la tersura de la blanca carnosidad; alta, majestuosa, con firmes redondeces, que al menor movimiento poníanse de relieve bajo el negro vestido.

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Sí, era muy guapa. Así se comprendía la locura de su pobre marido.

En vano se había opuesto al matrimonio la familia de Pepet. Casarse con una pobre, siendo él rico, resultaba un absurdo; y aún lo parecía más al saberse que la novia era hija de una bruja, y por tanto, heredera de todas sus malas artes.

Pero él firme que firme. La madre de Pepet murió del disgusto; según decían las vecinas, prefirió irse del mundo antes que ver en su casa a la hija de la Bruixa; y Teulaí, con ser un perdido que no respetaba gran cosa el honor de la familia, casi riñó con su hermano. No podía resignarse a tener por cuñada una buena moza que, según afirmaban en la taberna testigos presenciales (y allí la reunión era de lo más respetable), preparaba malas bebidas, ayudaba a sacar a su madre las mantecas a los niños vagabundos para confeccionar misteriosos ungüentos, y la untaba los sábados a media noche, antes de salir volando por la chimenea.

Pepet, que se reía de todo, acabó casándose con Marieta, y con esto fueron de la hija de la bruja sus viñas, sus algarrobos, la gran casa de la calle Mayor y las onzas que su madre guardaba en los arcones del estudi.

Estaba loco. Aquel par de lobas le habían dado alguna mala bebida, tal vez polvos seguidores, que, según afirmaban las vecinas más experimentadas, ligan para siempre con una fuerza infernal.

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La bruja, arrugada, de ojillos malignos, que no podía atravesar la plaza del pueblo sin que los muchachos la persiguieran a pedradas, se quedó sola en su casucha de las afueras, ante la cual no pasaba nadie por la noche sin hacer la señal de la cruz. Pepet sacó a Marieta de aquel antro, satisfecho de tener como suya la mujer más hermosa del distrito.

¡Qué manera de vivir! Las buenas mujeres lo recordaban con escándalo. Bien se veía que el tal casamiento era por arte del Malo. Apenas si Pepet salía de su casa: olvidaba los campos, dejaba en libertad a los jornaleros, no quería apartarse ni un momento de su mujer; y las gentes, a través de la puerta entornada o por las ventanas siempre abiertas, sorprendían los abrazos; los veían persiguiéndose entre risotadas y caricias, en plena borrachera de felicidad, insultando con su hartura a todo el mundo. Aquello no era vivir como cristianos. Eran perros furiosos persiguiéndose, con la sed de la pasión nunca extinguida. ¡Ah, la grandísima perdida! Ella y la madre le abrasaban las entrañas con sus bebidas.

Bien se veía en Pepet, cada vez más flaco, más amarillo, más pequeño, como un cirio que se derretía.

El médico del pueblo, único que se burlaba de brujas, bebedizos y de la credulidad de la gente, hablaba de separarles como único remedio. Pero los dos siguieron unidos; él cada vez más decaído y miserable; ella engordando, rozagante y soberbia, insultando a la murmuración con sus aires de soberana. Tuvieron un hijo, y dos meses después murió Pepet lentamente, como luz que se extingue, llamando a su mujer hasta el último momento, extendiendo hacia ella sus manos ansiosas.

¡La que se armó en el pueblo! Ya estaba allí el efecto de las malas bebidas. La vieja se encerró en su casucha temiendo a la gente; la hija no salió a la calle en algunas semanas y los vecinos oían sus lamentos. Por fin, algunas tardes, desafiando las miradas hostiles, fue con su niño al cementerio.

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Al principio le tenía cierto miedo a Teulaí, el terrible cuñado, para el cual matar era ocupación de hombres, y que, indignado por la muerte del hermano, hablaba en la taberna de hacer pedazos a la mujer y a la bruja de la suegra. Pero hacía un mes que había desaparecido. Estaría con los roders en la montaña, o los negocios le habrían llevado al otro extremo de la provincia. Marieta se atrevió, por fin, a salir del pueblo; a ir a Valencia para sus compras... ¡Ah, la señora! ¡Qué importancia se daba con el dinero de su pobre marido! Tal vez buscaba que los señoritos le dijesen algo, viéndola tan guapetona...

Y zumbaba en todo el vagón el cuchicheo hostil; las miradas afluían a ella, pero Marieta abría sus ojazos imperiosos, sorbía aire ruidosamente con gesto de desprecio, y volvía a mirar los campos de algarrobos, los empolvados olivares, las blancas casas, que huían trazando un círculo en torno del tren en marcha, mientras el horizonte inflamábase al contacto del sol, que se hundía entre espesos vellones de oro.

Detúvose el tren en una pequeña estación, y las mujeres que más habían hablado de Marieta se apresuraron a bajar, echando por delante sus cestas y capazos.

Unas se quedaban en aquel pueblo y se despedían de las otras, de las vecinas de Marieta, que aún tenían que andar una hora para llegar a sus casas.

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La hermosa viuda, con el niño en brazos y apoyando en la fuerte cadera la cesta de las compras, salió de la estación con paso lento. Quería que la adelantasen en el camino aquellas comadres hostiles; que la dejasen marchar sola, sin tener que sufrir el tormento de sus murmuraciones.

En las calles del pueblo, estrechas, tortuosas y de avanzados aleros, había poca luz. Las últimas casas extendíanse en dos filas a lo largo de la carretera. Más allá veíanse los campos, que azuleaban con la llegada del crepúsculo, y a lo lejos, sobre la ancha y polvorienta faja del camino, marcábanse como un rosario de hormigas las mujeres que, con los fardos en la cabeza, marchaban hacia el inmediato pueblo, cuya torre asomaba tras una loma su montera de tejas barnizadas, brillantes con el último reflejo de sol.

Marieta, brava moza, sintió repentinamente cierta inquietud al verse sola en el camino. Este era muy largo, y cerraría la noche antes que llegase a su casa.

Sobre una puerta balanceábase el ramo de olivo, empolvado y seco, indicador de una taberna. Bajo de él, y de espaldas al pueblo, estaba un hombre pequeño, apoyado en el quicio y con las manos en la faja.

Marieta se fijó en él... Si al volver la cabeza resultase que era su cuñado, ¡Dios mío, qué susto! Pero segura de que estaba muy lejos, siguió adelante, saboreando la cruel idea del encuentro, por lo mismo que lo creía imposible, temblando al pensar que fuese Teulaí el que estaba a la puerta de la taberna.

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Pasó junto a él sin levantar los ojos.

-Buenas tardes, Marieta.

Era él... Y la viuda, ante la realidad, no experimentó la emoción de momentos antes. No podía dudar. Era Teulaí, el bárbaro de sonrisa traidora, que la miraba con aquellos ojos más molestos y crueles que sus palabras.

Contestó con un ¡hola! desmayado, y ella, tan grande, tan fuerte, sintió que las piernas le flaqueaban y hasta hizo un esfuerzo para que el niño no cayera de sus brazos.

Teulaí sonreía socarronamente. No había por qué asustarse. ¿No eran parientes? Se alegraba del encuentro; la acompañaría al pueblo, y por el camino hablarían de algunos asuntos.

-Avant, avant -decía el hombrecillo.

Y la mocetona siguió tras él, sumisa como una oveja, formando rudo contraste aquella mujer grande, poderosa, de fuertes músculos, que parecía arrastrada por Teulaí, enteco, miserable y ruin, en el cual únicamente delataban el carácter los alfilerazos de extraña luz que despedían sus ojos. Marieta sabía de lo que era capaz. Hombres fuertes y valerosos habían caído vencidos por aquel mal bicho.

En la última casa del pueblo una vieja barría canturreando su portal.

-¡Bòna dòna, bòna dòna! -gritó Teulaí.

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La buena mujer acudió, tirando la escoba. Era demasiado célebre el cuñado de Marieta en muchas leguas a la redonda para no ser obedecido inmediatamente.

Cogió al niño de brazos de su cuñada, y sin mirarlo, como si quisiera evitar un enternecimiento indigno de él, lo pasó a los brazos de la vieja, encargándole su cuidado... Era asunto de media hora: volverían pronto por él, en cuanto terminasen cierto encargo.

Marieta rompió en sollozos y se abalanzó al niño para besarle. Pero su cuñado tiró de ella.

-Avant, avant.

Se hacía tarde.

Subyugada por el terror que inspiraba aquel hombrecillo venenoso a cuantos le rodeaban, siguió adelante, sin el niño y sin la cesta, mientras la vieja, santiguándose, se apresuraba a meterse en casa.

Apenas si se distinguían como puntos indecisos en el blanco camino las mujeres que marchaban al pueblo. Los pardos vapores del anochecer extendíanse a ras de los campos, la arboleda tomaba un tono de oscuro azul, y arriba, en el cielo, de color violeta, palpitaban las primeras estrellas.

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Continuaron en silencio algunos minutos, hasta que Marieta se detuvo con una decisión inspirada por el miedo... Lo que tuviera que decirle, lo mismo podía ser allí que en otra parte. Y la temblaban las piernas, balbuceaba y no se atrevía a alzar los ojos por no ver a su cuñado.

A lo lejos sonaban chirridos de ruedas; voces prolongadas se llamaban a través de los campos, rasgando el silencioso ambiente del crepúsculo.

Marieta miraba con ansiedad el camino. Nadie. Estaban solos ella y su cuñado.

Este, siempre con su sonrisa infernal, hablaba con lentitud... Lo que tenía que decirle era que rezase; y si sentía miedo, podía echarse el delantal por la cara. A un hombre como él no le mataban un hermano impunemente.

Marieta se hizo atrás, con la expresión aterrada del que despierta en pleno peligro. Su imaginación, ofuscada por el miedo, había concebido antes de llegar allí las mayores brutalidades; palizas horrorosas, el cuerpo magullado, la cabellera arrancada, pero... ¡rezar y taparse la cara! ¡Morir! ¡Y tal enormidad dicha tan fríamente!...

Con palabra atropellada, temblando y suplicante, intentó enternecer a Teulaí. Todo eran mentiras de la gente. Había querido con el alma a su pobre hermano, le quería aún; si había muerto fue por no creerle a ella, a ella que no había tenido valor para ser esquiva y fría con un hombre tan enamorado.

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Pero el valentón la escuchaba acentuando cada vez más su sonrisa, que era ya una mueca.

-¡Calla, filla de la Bruixa!

Ella y su madre habían muerto al pobre Pepet. Todo el mundo lo sabía; le habían consumido con malas bebidas... Y si él la escuchaba ahora sería capaz de embrujarlo también. Pero no; él no caería como el tonto de su hermano.

Y para probar su firmeza de hiena, sin otro amor que el de la sangre, cogió con sus manos huesosas la cara de Marieta, la levantó para verla más de cerca, contemplando sin emoción las pálidas mejillas, los ojos negros y ardientes que brillaban tras las lágrimas.

-¡Bruixa... envenenaora!

Pequeñín y miserable en apariencia, abatió de un empujón a la buena moza; hizo caer de rodillas aquella soberbia máquina de dura carne, y retrocediendo buscó algo en su faja.

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Marieta estaba anonadada. Nadie en el camino. A lo lejos los mismos gritos, el mismo chirriar de ruedas: cantaban las ranas en una charca inmediata; en los ribazos alborotaban los grillos, y un perro aullaba lúgubremente allá en las últimas casas del pueblo. Los campos hundíanse en los vapores de la noche.

Al verse sola, al convencerse de que iba a morir, desapareció toda su arrogancia de buena moza; se sintió débil como cuando era niña y le pegaba su madre, y rompió en sollozos.

-¡Mátam, mátam! -gimió echándose a la cara el negro delantal, enrollándolo en torno de su cabeza.

Teulaí se acercó a ella impasible, con una pistola en la mano. Aún oyó la voz de su cuñada gimiendo a través de la negra tela con lamentos de niña, rogándole que la rematase pronto, que no la hiciera sufrir intercalando sus súplicas entre fragmentos de oraciones que recitaba atropelladamente. Y como hombre experimentado, buscó con la boca de la pistola en aquel envoltorio negro, disparando los dos cañones a la vez.

Entre el humo y los fogonazos viose a Marieta erguirse como impulsada por un resorte y desplomarse con un pataleo de agonía que desordenó sus ropas.

En la masa negra e inerte quedaron al descubierto las blancas medias de seductora redondez, estremeciéndose con el último estertor.

Teulaí, tranquilo como hombre que a nadie teme y cuenta en último término con un refugio en la montaña, volvió al inmediato pueblo en busca de su sobrino, satisfecho de su hazaña.

Al tomar al pequeñuelo de manos de la aterrada vieja, casi lloró.

-¡Pobret! ¡pobret meu! -dijo besándole.

Y su conciencia de tío inundábase de satisfacción, seguro de haber hecho por el pequeño una gran cosa.

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  • 2 Wochen später...

Un beso

un cuento de

Vicente Blasco Ibáñez

Esto ocurrió a principios de septiembre, días antes de la batalla del Marne, cuando la invasión alemana se extendía por Francia, llegando hasta las cercanías de París.

El alumbrado empezaba a ser escaso, por miedo a los «taubes», que habían hecho sus primeras apariciones. Cafés y restoranes cerraban sus puertas poco después de ponerse el sol, para evitar las tertulias del gentío ocioso, que comenta, critica y se indigna. El paseante nocturno no encontraba una silla en toda la ciudad; pero a pesar de esto, la muchedumbre seguía en los bulevares hasta la madrugada, esperando sin saber qué, yendo de un extremo a otro en busca de noticias, disputándose los bancos, que en tiempo ordinario están vacíos.

Varias corrientes humanas venían a perderse en la masa estacionada entre la Magdalena y la plaza de la República. Eran los refugiados de los departamentos del Norte, que huían ante el avance del enemigo, buscando amparo en la capital.

Llegaban los trenes desbordándose en racimos de personas. La gente se sostenía fuera de los vagones, se instalaba en las techumbres, escalaba la locomotora, Días enteros invertían estos trenes en salvar un espacio recorrido ordinariamente en pocas horas. Permanecían inmóviles en los apartaderos de las estaciones, cediendo el paso a los convoyes militares. Y cuando al fin, molidos de cansancio, medio asfixiados por el calor y el amontonamiento, entraban los fugitivos en París, a media noche o al amanecer, no sabían adónde dirigirse, vagaban por las calles y acababan instalando su campamento en una acera, como si estuviesen en pleno desierto.

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La una de la madrugada. Me apresuro a sentarme en el vacío todavía caliente que me ofrece un banco del bulevar, adelantándome a otros rivales que también lo desean.

Llevo cuatro horas de paseo incesante en la noche caliginosa. Sobre los tejados pasan las mangas blancas de los reflectores, regleteando de luz el ébano del cielo. Contemplo, con la satisfacción de un privilegiado, a la muchedumbre desheredada que se desliza en la penumbra lanzando miradas codiciosas al banco. El reposo me hace sentir todo el peso de la fatiga anterior. Reconozco que si los hulanos apareciesen de pronto trotando por el centro de la calle, no me movería.

Una pierna me transmite su calor a través de una tenue faldamenta de verano. Me fijo en mi vecina, muchacha de las que siguen viniendo al bulevar por costumbre, pero sin esperanza alguna, pues el tiempo no está para bagatelas.

Tiene la nariz respingada, los ojos algo oblicuos, y un hociquito gracioso coronado por un sombrero de cuatro francos noventa. El cuerpo pequeño, ágil y flaco, va envuelto en un vestido de los que fabrican a centenares los grandes almacenes para uniformar con elegancia barata a las parisienses pobres. Por debajo de la falda asoman unas pezuñitas de terciopelo polvoriento. Sonríe con un esfuerzo visible, frunciendo al mismo tiempo las cejas. Se adivina que es una mujer ácida, de las que «hacen historias» a los amigos; una especie de calamar amoroso, que esparce en torno la amarga tinta de su mal carácter.

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Conversa con una respetable matrona que vuelve llorosa de la estación de despedir a su hijo, que es soldado. Junto a ella está una hija de catorce años, mirando a la vecina con ojos curiosos y admirativos. Los que ocupan el resto del banco dormitan con la cabeza baja o sueñan despiertos contemplando el cielo.

La burguesa, al hablar, gratifica a la muchacha ácida con un solemne “Madame”. Hace un mes habría abandonado el asiento, a pesar de su cansancio, para evitarse tal vecindad. ¡Pero ahora!... La inquietud nos ha hecho a todos bien educados y tolerantes. París es un buque en peligro, y sus pasajeros olvidan las preocupaciones y rencillas de los días de calma, para buscarse fraternalmente.

Sigo su conversación fingiéndome distraído. La madre es pesimista. ¡Maldita guerra! Parece que las cosas marchan mal. Le van a matar al hijo; casi está segura de ello; y sus ojos se humedecen con una desesperación prematura. Los enemigos están cerca; van a entrar en París «como la otra vez».... Pero la joven malhumorada muestra un optimismo agresivo.

-No, no entrarán, “Madame”... Y si entran, yo no quiero verlo, no me da la gana; no podría. Me arrojaré antes al Sena... Pero no; mejor será que me quede en mi ventana, y al primero que entre en la calle le enviaré...

Y enumera todos los objetos de uso íntimo que piensa emplear como proyectiles. Vibra en ella la resolución absurdamente heroica de los insensatos gloriosos que protestan para hacerse fusilar.

Algo pasa por la acera que interrumpe estos propósitos desesperados. Avanza lentamente un matrimonio de viejos: dos seres pequeñitos, arrugados, trémulos, que se detienen un momento, respiran con avidez, gimen e intentan seguir adelante. Ella, vestida de negro, con una capota de plumajes roídos por la polilla, se muestra la más animosa. Es enjuta y obscura; sus miembros, flacos y nudosos, parecen sarmientos trenzados. Se pasa de mano a mano una maleta que tira de ella con insufrible pesadez, encorvándola hacia el suelo.

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A pesar de su cansancio, intenta auxiliar al hombre, que es una especie de momia. Su cabeza de pelos ralos aún parece más grande moviéndose sobre un cuello cartilaginoso, del que surgen los ligamentos con duro relieve. Los dos son de una vejez extremada; parecen escapados de una tumba. Les atormentan los paquetes que intentan arrastrar; caminan tambaleándose, como la hormiga que empuja un grano superior a su estatura. En este cansancio aplastante se adivina un nuevo suplicio, el de ir vestidos con las ropas guardadas durante muchos años para las grandes ceremonias de la vida: ella con falda de seda dura y crujiente; él puesto de levita y paletó de invierno.

El viejo deja caer el fardo que lleva en los brazos, y luego se desploma sobre este asiento improvisado.

-No puedo más... Voy a morir.

Gime como un pequeñuelo. Su pobre cabeza de ave desplumada se agita con el hipo que precede al llanto.

-Valor, mi hombre... Tal vez no estamos lejos. ¡Un esfuerzo!

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La viejecita quiere mostrarse enérgica y contiene sus lágrimas. Se adivina que en la casa que dejaron a sus espaldas era ella la dirección, la voluntad, la palabra vehemente. Su diestra escamosa, abandonando a la otra mano todo el peso de la maleta, acaricia las mejillas del viejo. Es un gesto maternal para infundirle ánimo; tal vez es un halago amoroso que se repite después de un paréntesis de medio siglo. ¡Quién sabe! ¡La guerra ha despertado tantas cosas que parecían dormidas para siempre!...

Yo me imagino el infortunio de esos dos seres que representan ciento setenta años. Son Filemón y Baucis, que acaban de ver su apergaminado idilio roto por la invasión. Tienen el aspecto de antiguos habitantes de la ciudad que han ido a pasar el resto de su existencia en el campo, dejándose cubrir por las petrificaciones ásperas y saludables de la vida rústica. Tal vez fueron pequeños tenderos; tal vez ganó él su retiro en una oficina. Cuando no existían aún los hombres maduros del presente, se refugiaron los dos en esta felicidad mediocre, en este aislamiento egoísta soñado durante largos años de trabajo: una casita rodeada de flores, con algunos árboles; un gallinero para ella, un pedazo de tierra para él, aficionado al cultivo de legumbres.

Entraron en este nirvana burgués cuando los ferrocarriles eran menos aún que las diligencias, cuando la humanidad soñaba a la luz del petróleo, cuando un despacho telegráfico representaba un suceso culminante en una vida... Y de pronto, el miedo a la invasión alemana, que suprime un pueblo en unas cuantas horas, les ha impulsado a huir de una vivienda que era a modo de una secreción de sus organismos. Luego se han visto en París, aturdidos por la muchedumbre y por la noche, desamparados, no sabiendo cómo seguir su camino.

-Valor, mi hombre -repite la esposa.

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Pero tiene que olvidarse de su compañero para dar gracias, con una cortesía de otros tiempos, a alguien que le toma la maleta e intenta levantar al viejo. Es la muchacha ácida, que da órdenes y empuja con irresistible autoridad. Ahora reconozco que no lo pasará bien el primer hulano que entre en su calle. Con un simple ademán limpia de gente una parte del banco, para que se instalen con amplitud los dos ancianos.

Queda espacio libre, pero yo me guardo bien de volver a sentarme. No quiero recibir un bufido con acompañamiento de varios nombres de pescados deshonrosos. Sin duda la presencia de estos viejos ha resucitado en la memoria de la muchacha la imagen de otros viejos largamente olvidados.

La trémula Baucis da explicaciones. Dos días en ferrocarril. Han huido con todo lo que pudieron llevarse. Su última comida fue en la tarde del día anterior; pero esto no les aflige: los viejos comen poco. Lo que les aterra es el cansancio. Llegaron a las diez: ni un carruaje, ni un hombre en la estación que quisiera cargar con sus paquetes. Todos están en la guerra. Llevan tres horas buscando su camino.

-Tenemos en París unos sobrinos -continúa la anciana.

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Pero se interrumpe al ver que Filemón se ha desmayado, precisamente ahora que descansa. Los curiosos del bulevar, que esperan siempre un suceso, se aglomeran en torno del banco. La protectora empuja e insulta, sin dejar de ocuparse de los viejos.

-¿Y viven cerca los parientes?

-Plaza de la Bastilla -contesta Baucis, que no sabe dónde está la plaza.

Un murmullo de tristeza; un gesto de lástima. Todos miran el extremo del bulevar, que se pierde en la noche. ¡Tan lejos!... ¡No llegarán nunca! Circulan pocos automóviles; solo de vez en cuando pasa alguno.

Los brazos de la bienhechora trazan imperiosos manoteos; su voz intenta detener a los vehículos que se deslizan veloces. Carcajadas o palabras de menosprecio contestan a sus llamamientos, y ella, indignada contra los chófers insolentes, da suelta al léxico de su cólera, intercalando con frecuencia la frase más célebre de Waterloo.

Cuando transcurren algunos minutos sin que pasen vehículos, vuelve al lado de los viejos para animarlos con su energía. Ella los instalará en un carruaje; pueden descansar tranquilos.

De pronto salta en medio del bulevar. Viene mugiendo un automóvil del ejército, desocupado y enorme, a toda fuerza de su motor. El soldado que lo guía cambia de dirección para no aplastar a esta desesperada que permanece inmóvil, con los brazos en alto.

Su prudencia resulta inútil, pues la mujer, moviéndose en igual sentido, marcha a su encuentro. La multitud grita de angustia. Con un violento tirón de frenos, el automóvil se detiene cuando su parte delantera empuja ya a esta suicida. Debe haber recibido un fuerte golpe.

El chófer, un artillero de pelo rojo y aspecto campesino, que lleva sobre el uniforme un chaquetón de caucho, increpa a la muchacha, la insulta por el sobresalto que le ha hecho sufrir. Ella, como si no le oyese, le dice con autoridad, tuteándole:

-Vas a llevar a estos dos viajeros. Es ahí cerca, a la Bastilla.

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La sorpresa deja estupefacto al soldado. Luego ríe ante lo absurdo de la proposición. Va de prisa, tiene que entrar en el cuartel cuanto antes. Le grita que se aleje, que salga de entre las ruedas. Ella afirma que no se moverá, e intenta tenderse en el suelo para que el vehículo la aplaste al ponerse en marcha.

El artillero jura indignado, tomando por testigos a los curiosos. Esto no es serio; le van a castigar; el cuartel... los oficiales... Pero ella está ya en el pescante, inclinando hacia el conductor su rostro ceñudo, esforzándose por encontrar un gesto de graciosa seducción.

-Yo te recompensaré. Llévalos y te daré un beso.

Sonríe el soldado débilmente, mirándola a la cara para apreciar el valor del ofrecimiento. No es gran cosa, pero ¡qué diablo! un beso siempre resulta agradable.

La gente ríe y palmotea, y la muchacha, mientras tanto, se aprovecha de esta situación para instalar a los viejos en el vehículo con todos sus paquetes.

El chófer pone en movimiento su motor.

-Gracias, Madame -dice lloriqueando Baucis, mientras Filemón articula gemidos de gratitud.

Pero “Madame” no les oye, ocupada en depositar dos besos sonoros en las mejillas del artillero, brillantes y ennegrecidas por la grasa de los engranajes. «Toma... toma.»

Se aleja el automóvil y se deshacen los grupos. Las pezuñitas de terciopelo vuelven hacia el banco. Una de ellas cojea dolorosamente. Siento la tentación de besar también, de besar a la muchacha ácida; pero me inspira miedo.

Temo que interprete torcidamente mis intenciones.

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