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Miguel de Unamuno / Cuentos


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Si te interesa la biografía de Unamuno…

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Cruce de caminos

un cuento de

Miguel de Unamuno

Entre dos filas de árboles, la carretera piérdese en el cielo, sestea un pueblecillo junto a un charco, en que el sol cabrillea, y una alondra, señera, trepidando en el azul sereno, dice la vida mientras todo calla. El caminante va por donde dicen las sombras de los álamos; a trechos para y mira, y sigue luego.

Deja que oree el viento su cabeza blanca de penas y años, y anega sus recuerdos dolorosos en la paz que le envuelve.

De pronto, el corazón le da rebato, y se detiene temblando cual si fuese ante el misterioso final de su existencia. A sus pies, sobre el suelo, al pie de un álamo y al borde del camino, una niña dormía un sueño sosegado y dulce. Lloró un momento el caminante, luego se arrodilló, después sentose, y sin quitar sus ojos de los ojos cerrados de la niña, le veló el sueño. Y él soñaba entretanto.

Soñaba en otra niña como aquella, que fue su raíz de vida, y que al morir una mañana dulce de primavera le dejó solo en el hogar, lanzándole a errar por los caminos, desarraigado.

De pronto abrió los ojos hacia el cielo la que dormía, los volvió al caminante, y cual quien habla con un viejo conocido, le preguntó: «¿Y mi abuelo?» Y el caminante respondió: «¿Y mi nieta?» Miráronse a los ojos, y la niña le contó que, al morírsele su abuelo, con quien vivía sola -en soledad de compañía solos-, partió al azar de casa, buscando... no sabía qué...: más soledad acaso.

-Iremos juntos; tú a buscar a tu abuelo; yo, a mi nieta -le dijo el caminante.

-¡Es que mi abuelo se murió! -dijo la niña.

-Volverán a la vida y al camino -contestó el viejo

-Entonces... ¿vamos?

-¡Vamos, sí, hacia adelante, hacia levante!

-No, que así llegaremos a mi pueblo y no quiero volver, que allí estoy sola. Allí sé el sitio en que mi abuelo duerme. Es mejor al poniente, todo derecho.

-¿El camino que traje? -exclamó el vejo-. ¿Volverme dices? ¿Desandar lo andado? ¿Volver a mis recuerdos? ¿Cara al ocaso? ¡No, eso nunca! ¡No, eso sí que no, antes morirnos!

-¡Pues entonces... por aquí, entre las flores, por los prados, por donde no hay camino!

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Dejando así la carretera fueron campo traviesa, entre floridos campos -magarzas, clavelinas, amapolas-, adonde Dios quisiera.

Y ella, mientras chupaba un chupamieles con sus labios de rosa, le iba contando de su abuelo cómo en las largas veladas invernizas le hablaba de otros mundos, del Paraíso, de aquel diluvio de Noé, de Cristo...

-¿Y cómo era tu abuelo?

-Casi era como tú, algo más alto...; pero no mucho, no te creas..., viejo..., y sabía canciones.

Calláronse los dos, siguió un silencio y lo rompió el anciano dando a la brisa que iba entre las flores este cantar:

Los caminos de la vida,

van del ayer al mañana,

más los del cielo, mi vida,

van al ayer del mañana.

Y al oírle, la niña dio a los cielos como una alondra, esta fresca canción de primavera:

Pajarcito, pajarcito,

¿de dónde vienes?

El tu nido, pajarcito,

¿ya no le tienes?

Si estás solo, pajarcito,

¿cómo es que cantas?

¿A quién buscas, pajarcito,

cuando te levantas?

-Así era como tú, algo más chica -dijo llorando el viejo-; así era como tú... como estas flores...

-¡Cuéntame de ella, pues, cuéntame de ella!

Y empezó el viejo a repasar su vida, a rezar sus recuerdos, y la niña a su vez a ensimismárselos, a hacerlos propios.

«Otra vez...» -empezaba él, y ella, cortándole, decía: «¡Lo recuerdo!»

-¿Que lo recuerdas, niña?

-Sí, sí todo eso me parece cual si fuera algo que me pasó, como si hubiese vivido yo otra vida.

-¡Tal vez! -dijo el anciano pensativo.

-Allí hay un pueblo: ¡mira!

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Y el caminante vio en una loma humo de hogares. Luego, al llegar a su espinazo, al fondo, un pueblecillo agazapado en rolde de una pobre espadaña, cuyos dos huecos con sus dos chilejas, cual dos pupilas, parecían mirar al infinito. En el ejido, un zagalejo rubio cuidaba de unos bueyes que bebían en una charca, que, cual si fuese un desgarrón de tierra, mostraba el cielo soterraño, y en este otros dos bueyes -dos bueyes celestiales- que venían a contemplar sus sombras pasajeras o darles nueva vida acaso.

-Zagal, ¿aquí hay donde hacer noche, dime? -preguntó el viejo.

-¡Ni a posta! -dijo el mozo-. Esa casa de ahí está vacía; sus dueños emigraron, hoy sirve nada más que de guarida para alimañas. Pan, vino y fuego aquí nunca se niega al que viene de paso en busca de su vida.

-¡Dios os lo pagará, zagal, en la otra!

Durmiéronse arrimados y soñaron, el viejo, en el abuelo de la niña, y ella, en la nietecita que perdiera el pobre caminante. Al despertar miráronse a los ojos, y como en una charca sosegada que nos descubre el cielo soterraño, vieron allí, en el fondo, sus sendos sueños.

-Puesto que hay que vivir, si nos quedáramos en esta casa... ¡La pobre está tan sola! -dijo el viejo.

-Sí, sí: la pobre casa... ¡Mira, abuelo, que el pueblo es tan bonito! Ayer, el campanario de la iglesia nos miraba muy fijo, como yendo a decir...

En este punto sonaron las chilejas. «Padre nuestro que estás en los cielos...» Y la niña siguió: «¡Hágase tu voluntá así en la tierra como en el cielo!» Rezaron a una voz. Y salieron de casa, y les dijeron: «Vosotros, ¿qué sabéis hacer?, ¡veamos!» El viejo hacía cestas, componía mil cosas estropeadas; sus manos eran ágiles; industrioso su ingenio.

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Sentábanse al arrimo de la lumbre: la niña hacía el fuego, y cuidando de la olla le ayudaba. Y hablaban de los suyos, de la otra vida y de aquel otro abuelo. Y era cual si las almas de los otros, también desarraigadas, errantes por las sendas de los cielos, bajasen al arrimo de la lumbre del nuevo hogar. Y les miraban silenciosas, y eran cuatro y no dos. O más bien eran dos, mas dos parejas. Y así vivían doble vida: la una, vida del cielo, vida de recuerdos, y la otra, de esperanzas de la tierra.

Íbanse por las tardes a la loma, y de espaldas al pueblo veían sobre el cielo destacarse, allá en las lejanías, unos álamos que dicen el camino de la vida. Volvíanse cantando.

Y así pasaba el tiempo hasta que un día -unos años más tarde- oyó otro canto junto a casa el viejo.

-Dime, ¿quién canta esa canción, María?

-Acaso el ruiseñor de la alameda...

-¡No, que es cantar de mozo!

Ella bajó los ojos.

-Ese canto, María, es un reclamo. Te llama a ti al camino y a mí a morir. ¡Dios os bendiga, niña!

-¡Abuelito! ¡Abuelito! -y le abrazaba, cubríale de besos, le miraba a los ojos cual buscándose.

-¡No, no, que aquella se murió, María! ¡También yo muero!

-No quiero, abuelo, que te mueras; vivirás con nosotros...

-¿Con vosotros me dices? ¿Tu abuelo? Tu abuelo, niña, se murió. ¡Soy otro!

-¡No, no; tú eres mi abuelo! ¿No te acuerdas cuando yo, al despertar sola y contarte cómo escape de casa, me dijiste: Volverán a la vida y al camino? ¡Y volvieron!

-Volvieron al camino, sí, hija mía, y a él nos llama esa canción del mozo. ¡Tú con él, mi María; yo... con ella!

-¡Con ella, no! ¡Conmigo!

-¡Sí, contigo! Pero... ¡con la otra!

-¡Ay, mi abuelo, mi abuelo!

-¡Allí te aguardo! ¡Dios os bendiga, pues por ti he vivido!

Muriose aquella tarde el pobre anciano, el caminante que alargó sus días; la niña, con los dedos que cogían flores del campo -magarzas, clavelinas, amapolas- le cerró ambos los ojos, guardadores de ensueño de otro mundo; besole en ellos, lloró rezó, soñó, hasta que oyendo la canción del camino se fue a quien le llamaba.

Y el viejo fue a la tierra: a beber bajo de ella sus recuerdos.

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El contertulio

un cuento de

Miguel de Unamuno

A mis compatriotas de tertulia

Más de veinte años hacía que faltaba Redondo de su patria, es decir, de la tertulia en que transcurrieron las mejores horas, las únicas que de veras vivió, de su juventud larga. Porque para Redondo, la patria no era ni la nación, ni la región, ni la provincia, ni aun la ciudad en que había nacido, criádose y vivido; la patria era para Redondo aquel par de mesitas de mármol blanco del café de la Unión, en la rinconera del fondo de la izquierda, según se entra, en torno a las cuales se había reunido día a día, durante más de veinte años, con sus amigos, para pasar en revista y crítica todo lo divino y lo humano y aun algo más. Al llegar Redondo a los cuarenta y cuatro años encontróse con que su banquero lo arruinó, y le fue forzoso ponerse a trabajar. Para lo cual tuvo que ir a América, al lado de un tío poseedor allí de una vasta hacienda. Y a la América se fue añorando su patria, la tertulia de la rinconera del café de la Unión, suspirando por poder un día volver a ella, casi llorando. Evitó el despedirse de sus contertulios, y una vez en América hasta rompió toda comunicación con ellos. Ya que no podía oírlos, verlos, convivir con ellos, tampoco quiso saber de su suerte. Rompió toda comunicación con su patria, recreándose en la idea de encontrarla de nuevo un día, más o menos cambiada, pero la misma siempre. Y repasando en su memoria a sus compatriotas, es decir, a sus contertulios, se decía: ¿qué nuevo colmo habría inventado Romualdo? ¿Qué fantasía nueva el Patriarca? ¿Qué poesía festiva habrá leído Ortiz el día del cumpleaños de Henestrosa? ¿Qué mentira, más gorda que todas las anteriores, habrá llevado Manolito? Y así lo demás.

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Vivió en América pensando siempre en la tertulia ausente, suspirando por ella, alimentando su deseo con la voluntaria ignorancia de la suerte que corriera. Y pasaron años y más años, y su tío no le dejaba volver. Y suspiraba silenciosa e íntimamente.. No logró hacerse allí una patria nueva, es decir, no encontró una nueva tertulia que le compensase de la otra. Y siguieron pasando años hasta que su tío se murió, dejándole la mayor parte de su cuantiosa fortuna y lo que valía más que ella, libertad de volverse a su patria, pues en aquellos veinte años no le permitió un solo viaje. Encontróse, pues, Redondo, libre, realizó su fortuna y henchido de ansias volvió a su tierra natal. ¡Con qué conmoción de las entrañas se dirigió por primera vez, al cabo de más de veinte años, a la rinconera del café de la Unión, a la izquierda del fondo, según se entra, donde estuvo su patria! Al entrar en el café el corazón le golpeaba el pecho, flaqueábanle las piernas. Los mozos o eran o se habían vuelto otros; ni les conoció ni le conocieron. El encargado del despacho era otro. Se acercó al grupo de la rinconera; ni Romualdo el de los colmos, ni el Patriarca, ni Henestrosa, ni Ortiz el poeta festivo, ni el embustero de Manolito, ni D. Moisés, ni… ¡ni uno solo siquiera de los desconocidos! Su patria se había hundido o se había trasladado a otro suelo. Y se sintió solo, desoladoramente solo, sin patria, sin hogar, sin consuelo de haber nacido. ¡Haber soñado y anhelado y suspirado más de veinte años en el destierro para esto! Volvióse a casa, a un hogar frío de alquiler, sintiendo el peso de sus sesenta y ocho años, sintiéndose viejo. Por primera vez miró hacia adelante y sintió helársele el corazón al prever lo poco que le quedaba ya de vida.. ¡Y de qué vida! Y fue para él la noche de aquel día insomne, una noche trágica en que sintió silbar a sus oídos el viento del valle de Josafat.

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Mas a los dos días, cabizbajo, alicaído de corazón, como sombra de amarilla hoja de otoño que arranca del árbol el cierzo, se acercó a la rinconera del café de la Unión y se sentó en la tercera de las mesitas de mármol, junto al suelo de la que fue su patria. Y prestó oído a lo que conversaban aquellos hombres nuevos, aquellos bárbaros invasores. Eran casi todos jóvenes; el que más, tendría cincuenta y tantos años.

De pronto uno de ellos exclamó: “Esto me recuerda uno de los colmos del gran D. Romualdo”. Al oírlo, Redondo, empujado por una fuerza íntima, se levantó, acercóse al grupo y dijo: -Dispensen, señores míos, la impertinencia de un desconocido, pero he oído a ustedes mentar el nombre de D. Romualdo el de los colmos, y deseo saber si se refieren a D. Romualdo Zabala, que fue mi mayor amigo de la niñez.

-El mismo -le contestaron.

-¿Y qué se hizo de él?

-Murió hace ya cuatro años.

-¿Conocieron ustedes a Ortiz, el poeta festivo?

-Pues no habíamos de conocerle, si era de esta tertulia.

-¿Y él? -Murió también.

-¿Y el Patriarca?

-Se marchó y no ha vuelto a saberse de él cosa alguna.

-¿Y Henestrosa?

-Murió.

-¿Y D. Moisés?

-No sale ya de casa; ¡está paralítico!

-¿Y Manolito el embustero?

-Murió también…

Murió… murió… se marchó y no se sabe de él… está en casa paralítico… y yo vivo todavía… ¡Dios mío! ¡Dios mío! -y se sentó entre ellos llorando.

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Hubo un trágico silencio, que rompió uno de los nuevos contertulios, de los invasores, preguntándole:

-Y usted, señor nuestro, ¿se puede saber…?

-Yo soy Redondo… -¡Radondo! -exclamaron casi todos a coro-. ¿El que fue a América arruinado por su banquero? ¿Redondo, de quien no volvió a saberse nada? ¿Redondo, que llamaba a esta tertulia su patria? ¿Redondo, que era la alegría de los banquetes’ ¿Redondo, el que cocinaba, el que tocaba la guitarra, el especialista en contar cuentos verdes? El pobre Redondo levantó la cabeza, miró en derredor, se le resucitaron los ojos, empezó a vislumbrar que la patria renacía, y con lágrimas aún, pero con otras lágrimas, exclamó:

-¡Sí, él mismo, él mismo Redondo! Le rodearon, le aclamaron, le nombraron padre de la patria, y sintió entrar en su corazón desfallecido los ímpetus de aquellas sangres juveniles. Él, el viejo, invadía, a su vez, a los invasores. Y siguió asistiendo a la tertulia, y se persuadió de que era la misma, exactamente la misma, y que aún vivían en ella, con los recuerdos, los espíritus de sus fundadores. Y redondo fue la conciencia histórica de la patria. Cuando decía: “Esto me recuerda un colmo de nuestro gran Romualdo…”, todos a una: “¡Venga! ¡Venga”. Otras veces: “Ortiz, con su habitual gracejo, decía una vez…”. Otras veces: “Para mentira, aquella de Manolito”. Y todo era celebradísimo. Y aprendió a conocer a los nuevos contertulios y a quererlos. Y cuando él, Redondo, colocaba algunos de los cuentos verdes de su repertorio, sentíase reverdecer, y cocinó en el primer banquete, y tocó, a sus sesenta y nueve años, la guitarra, y cantó. Y fue un canto a la patria eterna, eternamente renovada.

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A uno de los nuevos contertulios, a Ramonete, que podría ser casi su nieto, cobró singular afecto Redondo. Y se sentaba junto a él, y le daba golpecitos en la rodilla, y celebraba sus ocurrencias. Y solía decirle: “¡Tú, tú eres, Ramonete, el principal ornato de la patria!” Porque tuteaba a todos. Y como el bolsillo de Redondo estaba abierto para todos los compatriotas, los contertulios, a él acudió Ramonete en no pocas apreturas.

Ingresó en la tertulia un nuevo parroquiano, sobrino de uno de los habituales, un mozalbete decidor y algo indiscreto, pero bueno y noble; mas al viejo Redondo le desplació aquel ingreso; la patria debía estar cerrada. Y le llamaba, cuando él no le oyera, el Intruso. Y no ocultaba su recelo al intruso, que en cambio veneraba, como a un patriarca, al viejo Redondo.

Un día faltó Ramonete, y Redondo inquieto como ante una falta preguntó por él. Dijéronle que estaba malo. A los dos días, que había muerto. Y Redondo le lloró; le lloró tanto como habría llorado a un nieto. Y llamando al Intruso, le hizo sentar a su lado y le dijo:

-Mira, Pepe, yo, cuando ingresaste en esta tertulia, en esta patria, te llamé el Intruso, pareciéndome tu entrada una intrusión, algo que alteraba la armonía. No comprendí que venías a sustituir al pobre Ramonete, que antes que uno muera y no después nace muchas veces el que ha de hacer sus veces; que no vienen unos a llenar el hueco de otros, sino que nacen unos para echar a los otros. Y que hace tiempo nació y vive el que haya de llenar mi puesto. Ven acá, siéntate a mi lado; nosotros dos somos el principio y el fin de la patria.

Todos aclamaron a Redondo.

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Un día prepararon, como hacían tres o cuatro veces al año, una comida en común, un ágape, como le llamaban. Presidía Redondo, que había preparado uno de los platos en que era especialista. La fiesta fue singularmente animada, y durante ella se citaron colmos del gran Romualdo, se dedicó un recuerdo a Ramonete. Cuando al cabo fueron a despertar a Redondo, que parecía haber caído presa del sueño -como que le ocurría a menudo-, encontráronle muerto. Murió en su patria, en fiesta patriótica… Su fortuna se la legó a la tertulia, repartiéndola entre los contertulios todos, con la obligación de celebrar un cierto número de banquetes al año y rogando se dedicara un recuerdo a los gloriosos fundadores de la patria. En el testamento ológrafo, curiosísimo documento, acababa diciendo: “Y despido a los que me han hecho viviera la vida, emplazándoles para la patria celestial, donde en un rincón del café de la Gloria, según se entra a mano izquierda, les espero”.

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La venda
 

un cuento de

Miguel de Unamuno

Y vio de pronto nuestro hombre venir una mujer despavorida, como un pájaro herido, tropezando a cada paso, con los grandes ojos preñados de espanto que parecían mirar al vacío y con los brazos extendidos. Se detenía, miraba a todas partes aterrada, como un náufrago en medio del océano, daba unos pasos y se volvía, tornaba a andar, desorientada de seguro. Y llorando exclamaba:

-¡Mi padre, que se muere mi padre!

De pronto se detuvo junto al hombre, le miró de una manera misteriosa, como quien por primera vez mira, y sacando el pañuelo le preguntó:

-¿Lleva usted bastón?

-¿Pues no lo ve usted? -dijo el mostrándoselo.

-¡Ah! Es cierto.

-¿Es usted acaso ciega?

-No, no lo soy. Ahora, por desgracia. Deme el bastón.

Y diciendo esto empezó a vendarse los ojos con el pañuelo.

Cuando hubo acabado de vendarse repitió:

Deme el bastón, por Dios, el bastón, el lazarillo.

Y al decirlo le tocaba. El hombre la detuvo por un brazo.

-Pero ¿qué es lo que va usted a hacer, buena mujer? ¿Que le pasa?

-Déjeme, que se muere mi padre.

-Pero ¿dónde va usted así?

-Déjeme, déjeme, por Santa Lucía bendita, déjeme, me estorba la vista, no veo mi camino con ella.

-Debe de ser loca -dijo el hombre por lo bajo a otro a quien había detenido lo extraño de la escena.

Y ella, que lo oyó:

-No, no estoy loca; pero lo estaré si esto sigue; déjeme, que se muere.

-Es la ciega -dijo una mujer que llegaba.

-¿La ciega? -replicó el hombre del bastón-. Entonces, ¿para qué se venda los ojos?

-Para volver a serlo -exclamó ella.

Y tanteando con el bastón el suelo, las paredes de las casas, febril y ansiosa, parecía buscar en el mar de las tinieblas una tabla de que asirse, un resto cualquiera del barco en que había hasta entonces navegado.

Bearbeitet von Rita
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De pronto dio una voz, una voz de alivio, y como una paloma que elevándose en los aires revolotea un momento buscando oriente y luego como una flecha, partió resuelta, tanteando con su bastón el suelo, la mujer vendada.

Quedáronse en la calle los espectadores de semejante escena, comentándola.

La pobre mujer había nacido ciega, y en las tinieblas nutrió de dulce alegría su espíritu y de amores su corazón. Y ciega creció.

Su tacto era, aun entre los ciegos, maravilloso, y era maravillosa la seguridad con que recorría la ciudad toda sin más lazarillo que su palo. Era frecuente que alguno que la conocía le dijese: «Dígame, María, ¿en qué calle estamos?» Y ella respondía sin equivocarse jamás.

Así, ciega, encontró quien de ella se prendase y para mujer la tomara, y se casó ciega, abrazando a su hombre con abrazos que eran una contemplación. Lo único que sentía era tener que separarse de su anciano padre; pero casi todos los días, bastón en mano, iba a tocarle y a oírle y acariciarle. Y si por acaso le acompañaba su marido, rehusaba su brazo diciéndole con dulzura: «No necesito tus ojos.»

Por entonces se presentó, rodeado de prestigiosa aureola, cierto doctor especialista, que después de reconocer a la ciega, a la que había visto en la calle, aseguró que le daría la vista. Se difirió la operación hasta que hubiese dado a luz y se hubiese repuesto del parto.

Bearbeitet von Rita
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Y un día, más de terrible expectación que de júbilo para la pobre ciega, se obró el portento.

El doctor y sus compañeros tomaban notas de aquel caso curiosísimo, recogían con ansia datos para la ciencia psicológica asaeteándola a preguntas. Ella no hacía más que palpar los objetos aturdida y llevárselos a los ojos y sufrir, sufrir una extraña opresión de espíritu, un torrente de punzadas, la lenta invasión de un nuevo mundo en sus tinieblas.

-¡Oh! ¿Eras tú? -exclamó al oír junto a sí la voz de su marido-. Y abrazándole y llorando, cerró los ojos para apoyar en la de él su mejilla.

Y cuando la llevaron al niño y lo tomó en brazos, creyeron que se volvía loca. Ni una voz ni un gesto; una palidez mortal tan solo. Frotó luego las tiernas carnecitas del niño contra sus cerrados ojos y quedó postrada, rendida, sin querer ver más.

-¿Cuándo podré ir a ver a mi padre? -preguntó.

-¡Oh! No, todavía no -dijo el doctor. No es prudente que usted salga hasta haberse familiarizado algo con el mundo visual.

Y al día siguiente, precisamente al día siguiente de la portentosa cura, cuando empezaba María a gozar de una nueva infancia y a bañarse en la verdura de un nuevo mundo, vino un mensajero torpe, torpísimo, y con los peores rodeos le dijo que su padre, baldado desde hacía algún tiempo, se estaba muriendo de un nuevo ataque.

El golpe fue espantoso. La luz le quemaba el alma y las tinieblas no le bastaban ya. Se puso como loca, se fue a su cuarto, cogió su crucifijo, cerró los ojos y palpándolo, rompió a llorar exclamando:

-Mi vista, mi vista por su vida. Para qué la quiero.

Y levantándose de pronto, se lanzó a la calle. Iba a ver a su padre, a verle por primera y por última vez acaso.

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Entonces fue cuando la encontró el hombre del bastón, perdida en un mundo extraño, sin estrellas por que guiarse como en sus años de noche se había guiado, casi loca. Y entonces fue cuando, una vez vendados sus ojos, volvió a su mundo, a sus familiares tinieblas, y partió segura, como paloma que a su nido vuelve. A ver a su padre.

Cuando entró en el paterno hogar, se fue derecha, sin bastón, a través de corredores, hasta la estancia en que yacía su padre moribundo, y echándose a sus pies le rodeó el cuello con sus brazos, le palpó todo, le contempló con sus manos y sólo pudo articular entre sollozos desgarradores:

-¡Padre, padre, padre!

El pobre anciano, atontado, sin conocimiento casi, miraba con estupor aquella venda y trató de quitársela.

-No, no, no me la quites... no quiero verte; ¡padre, mi padre, el mío, el mío!

-Pero hija, hija mía -murmuraba el anciano.

-¿Estás loca? -le dijo su hermano-. Quítatela, María, no hagas comedias, que la cosa va seria...

-¿Comedias? ¿Qué sabéis de eso vosotros?

-Pero ¿es que no quieres ver a tu padre? Por primera, por última vez acaso...

-Porque quiero verlo... pero a mi padre... al mío..., al que nutrió de besos mis tinieblas, porque quiero verle, no me quito de los ojos la venda...

Y le contemplaba ansiosa con sus manos cubriéndole de besos.

-Pero hija, hija mía -repetía como una máquina el viejo.

-Sea usted razonable -insinuó el sacerdote separándola-, sea usted razonable.

-Razonable ¿Razonable? Mi razón está en las tinieblas, en ellas veo.

-Et vita erat lux hominum... et lux in tenebris lucet... -murmuró el sacerdote como hablando consigo mismo.

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Entonces se acercó a María su hermano, y de un golpe rápido le arrebató la venda. Todos se alarmaron entonces, porque la pobre mujer miró en torno de sí despavorida, como buscando algo a que asirse. Y luego de reponerse murmurando: «¡Qué brutos son los hombres!, cayó de hinojos ante su padre preguntando:

-¿Es éste?

-Sí, ése es -dijo el sacerdote señalándoselo-, ya no conoce.

-Tampoco yo conozco.

-Dios es misericordioso, hija mía; ha permitido que pueda usted ver a su padre antes de que se muera...

-Sí, cuando ya él no me conoce, por lo visto...

-La divina misericordia...

-Está en la oscuridad -concluyó María que, sentada sobre sus talones, pálida, con los brazos caídos, miraba al través de su padre, al vacío.

Levantándose al cabo, se acercó a su padre, y al tocarlo, retrocedió aterrada, exclamando:

-Frío, frío como la luz, muerto.

Y cayó al suelo presa de un síncope.

Cuando volvió en sí se abrazó al cadáver, y cubriéndole de besos, repetía:

-¡Padre, Padre! ¡No te he visto morir!

-Hay que cerrarle los ojos -dijo a María su hermano.

-Sí, sí, hay que cerrarle los ojos... que no vea ya... que no vea ya... ¡Padre, padre! Ya está en las tinieblas... en el reino de la misericordia...

-Ahora se basa en la luz del Señor -dijo el sacerdote.

-María -le dijo su hermano con voz trémula tocándole en un hombro-, eres madre, aquí te traen a tu niño, que olvidaste en casa al venirte; viene llorando...

-¡Ah! Si. ¡Angelito! ¡Quiere pecho! ¡Que le traigan!

Y exclamó en seguida:

-¡La venda! ¡La venda! ¡Tráeme pronto la venda, no quiero verle!

-Pero María...

-Si no me vendáis los ojos, no le doy de mamar.

-Sé razonable, María...

-Os he dicho ya que mi razón está en las tinieblas...

La vendaron, tomó al niño, lo palpó, se descubrió el pecho, y poniéndoselo a él, le apretaba contra su seno murmurando:

-¡Pobre padre! ¡Pobre padre!

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San Manuel Bueno, mártir

una novela corta de

Miguel de Unamuno

Si sólo en esta vida esperamos en Cristo,

somos los más miserables de los hombres todos.

(SAN PABLO, I Corintios XV, 19)

Ahora que el obispo de la diócesis de Renada, a la que pertenece esta mi querida aldea de Valverde de Lucerna, anda, a lo que se dice, promoviendo el proceso para la beatificación de nuestro Don Manuel, o, mejor, san Manuel Bueno, que fue en esta párroco, quiero dejar aquí consignado, a modo de confesión y sólo Dios sabe, que no yo, con qué destino, todo lo que sé y recuerdo de aquel varón matriarcal que llenó toda la más entrañada vida de mi alma, que fue mi verdadero padre espiritual, el padre de mi espíritu, del mío, el de Ángela Carballino.

Al otro, a mi padre carnal y temporal, apenas si le conocí, pues se me murió siendo yo muy niña. Sé que había llegado de forastero a nuestra Valverde de Lucerna, que aquí arraigó al casarse aquí con mi madre. Trajo consigo unos cuantos libros, el Quijote, obras de teatro clásico, algunas novelas, historias, el Bertoldo, todo revuelto, y de esos libros, los únicos casi que había en toda la aldea, devoré yo ensueños siendo niña. Mi buena madre apenas si me contaba hechos o dichos de mi padre. Los de Don Manuel, a quien, como todo el mundo, adoraba, de quien estaba enamorada -claro que castísimamente-, le habían borrado el recuerdo de los de su marido. A quien encomendaba a Dios, y fervorosamente, cada día al rezar el rosario.

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De nuestro Don Manuel me acuerdo como si fuese de cosa de ayer, siendo yo niña, a mis diez años, antes de que me llevaran al Colegio de Religiosas de la ciudad catedralicia de Renada. Tendría él, nuestro santo, entonces unos treinta y siete años. Era alto, delgado, erguido, llevaba la cabeza como nuestra Peña del Buitre lleva su cresta y había en sus ojos toda la hondura azul de nuestro lago. Se llevaba las miradas de todos, y tras ellas, los corazones, y él al mirarnos parecía, traspasando la carne como un cristal, mirarnos al corazón. Todos le queríamos, pero sobre todo los niños. ¡Qué cosas nos decía! Eran cosas, no palabras. Empezaba el pueblo a olerle la santidad; se sentía lleno y embriagado de su aroma. Entonces fue cuando mi hermano Lázaro, que estaba en América, de donde nos mandaba regularmente dinero con que vivíamos en decorosa holgura, hizo que mi madre me mandase al Colegio de Religiosas, a que se completara fuera de la aldea mi educación, y esto aunque a él, a Lázaro, no le hiciesen mucha gracia las monjas. «Pero como ahí -nos escribía- no hay hasta ahora, que yo sepa, colegios laicos y progresivos, y menos para señoritas, hay que atenerse a lo que haya. Lo importante es que Angelita se pula y que no siga entre esas zafias aldeanas.» Y entré en el colegio, pensando en un principio hacerme en él maestra, pero luego se me atragantó la pedagogía.

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En el colegio conocí a niñas de la ciudad e intimé con algunas de ellas. Pero seguía atenta a las cosas y a las gentes de nuestra aldea, de la que recibía frecuentes noticias y tal vez alguna visita. Y hasta al colegio llegaba la fama de nuestro párroco, de quien empezaba a hablarse en la ciudad episcopal. Las monjas no hacían sino interrogarme respecto a él.

Desde muy niña alimenté, no sé bien cómo, curiosidades, preocupaciones e inquietudes, debidas, en parte al menos, a aquel revoltijo de libros de mi padre, y todo ello se me medró en el colegio, en el trato, sobre todo con una compañera que se me aficionó desmedidamente y que unas veces me proponía que entrásemos juntas a la vez en un mismo convento, jurándonos, y hasta firmando el juramento con nuestra sangre, hermandad perpetua, y otras veces me hablaba, con los ojos semicerrados, de novios y de aventuras matrimoniales. Por cierto que no he vuelto a saber de ella ni de su suerte. Y eso que cuando se hablaba de nuestro Don Manuel, o cuando mi madre me decía algo de él en sus cartas -y era en casi todas-, que yo leía a mi amiga, esta exclamaba como en arrobo: «¡Qué suerte, chica, la de poder vivir cerca de un santo así, de un santo vivo, de carne y hueso, y poder besarle la mano! Cuando vuelvas a tu pueblo, escríbeme mucho, mucho y cuéntame de él».

Pasé en el colegio unos cinco años, que ahora se me pierden como un sueño de madrugada en la lejanía del recuerdo, y a los quince volvía a mi Valverde de Lucerna. Ya toda ella era Don Manuel; Don Manuel con el lago y con la montaña. Llegué ansiosa de conocerle, de ponerme bajo su protección, de que él me marcara el sendero de mi vida.

Decíase que había entrado en el Seminario para hacerse cura, con el fin de atender a los hijos de una su hermana recién viuda, de servirles de padre; que en el Seminario se había distinguido por su agudeza mental y su talento y que había rechazado ofertas de brillante carrera eclesiástica porque él no quería ser sino de su Valverde de Lucerna, de su aldea perdida como un broche entre el lago y la montaña que se mira en él.

¡Y cómo quería a los suyos! Su vida era arreglar matrimonios desavenidos, reducir a sus padres hijos indómitos o reducir los padres a sus hijos, y sobre todo consolar a los amargados y atediados, y ayudar a todos a bien morir.

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Me acuerdo, entre otras cosas, de que al volver de la ciudad la desgraciada hija de la tía Rabona, que se había perdido y volvió, soltera y desahuciada, trayendo un hijito consigo, Don Manuel no paró hasta que hizo que se casase con ella su antiguo novio, Perote, y reconociese como suya a la criaturita, diciéndole:

-Mira, da padre a este pobre crío que no le tiene más que en el cielo.

-¡Pero, Don Manuel, si no es mía la culpa...!

-¡Quién lo sabe, hijo, quién lo sabe...!, y, sobre todo, no se trata de culpa.

Y hoy el pobre Perote, inválido, paralítico, tiene como báculo y consuelo de su vida al hijo aquel que, contagiado de la santidad de Don Manuel, reconoció por suyo no siéndolo.

En la noche de san Juan, la más breve del año, solían y suelen acudir a nuestro lago todas las pobres mujerucas, y no pocos hombrecillos, que se creen poseídos, endemoniados, y que parece no son sino histéricos y a las veces epilépticos, y Don Manuel emprendió la tarea de hacer él de lago, de piscina probática, y tratar de aliviarles y si era posible de curarles. Y era tal la acción de su presencia, de sus miradas, y tal sobre todo la dulcísima autoridad de sus palabras y sobre todo de su voz -¡qué milagro de voz!-, que consiguió curaciones sorprendentes. Con lo que creció su fama, que atraía a nuestro lago y a él a todos los enfermos del contorno. Y alguna vez llegó una madre pidiéndole que hiciese un milagro en su hijo, a lo que contestó sonriendo tristemente: -No tengo licencia del señor obispo para hacer milagros.

Le preocupaba, sobre todo, que anduviesen todos limpios. Si alguno llevaba un roto en su vestidura, le decía:

«Anda a ver al sacristán, y que te remiende eso». El sacristán era sastre. Y cuando el día primero de año iban a felicitarle por ser el de su santo -su santo patrono era el mismo Jesús Nuestro Señor-, quería Don Manuel que todos se le presentasen con camisa nueva, y al que no la tenía se la regalaba él mismo.

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Por todos mostraba el mismo afecto, y si a algunos distinguía más con él era a los más desgraciados y a los que aparecían como más díscolos. Y como hubiera en el pueblo un pobre idiota de nacimiento, Blasillo el bobo, a este es a quien más acariciaba y hasta llegó a enseñarle cosas que parecía milagro que las hubiese podido aprender. Y es que el pequeño rescoldo de inteligencia que aún quedaba en el bobo se le encendía en imitar, como un pobre mono, a su Don Manuel. Su maravilla era la voz, una voz divina, que hacía llorar. Cuando al oficiar en misa mayor o solemne entonaba el prefacio, estremecíase la iglesia y todos los que le oían sentíanse conmovidos en sus entrañas. Su canto, saliendo del templo, iba a quedarse dormido sobre el lago y al pie de la montaña. Y cuando en el sermón de Viernes Santo clamaba aquello de: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?», pasaba por el pueblo todo un temblor hondo como por sobre las aguas del lago en días de cierzo de hostigo. Y era como si oyesen a Nuestro Señor Jesucristo mismo, como si la voz brotara de aquel viejo crucifijo a cuyos pies tantas generaciones de madres habían depositado sus congojas. Como que una vez, al oírlo su madre, la de Don Manuel, no pudo contenerse, y desde el suelo del templo, en que se sentaba, gritó: «¡Hijo mío!». Y fue un chaparrón de lágrimas entre todos. Creeríase que el grito maternal había brotado de la boca entreabierta de aquella Dolorosa -el corazón traspasado por siete espadas- que había en una de las capillas del templo. Luego Blasillo el tonto iba repitiendo en tono patético por las callejas, y como en eco, el «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?», y de tal manera que al oírselo se les saltaban a todos las lágrimas, con gran regocijo del bobo por su triunfo imitativo.

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Su acción sobre las gentes era tal que nadie se atrevía a mentir ante él, y todos, sin tener que ir al confesonario, se le confesaban. A tal punto que como hubiese una vez ocurrido un repugnante crimen en una aldea próxima, el juez, un insensato que conocía mal a Don Manuel, le llamó y le dijo: -A ver si usted, Don Manuel, consigue que este bandido declare la verdad. -¿Para que luego pueda castigársele? -replicó el santo varón-. No, señor juez, no; yo no saco a nadie una verdad que le lleve acaso a la muerte. Allá entre él y Dios... La justicia humana no me concierne. «No juzguéis para no ser juzgados», dijo Nuestro Señor.

-Pero es que yo, señor cura...

-Comprendido; dé usted, señor juez, al César lo que es del César, que yo daré a Dios lo que es de Dios. Y al salir, mirando fijamente al presunto reo, le dijo:

-Mira bien si Dios te ha perdonado, que es lo único que importa.

En el pueblo todos acudían a misa, aunque sólo fuese por oírle y por verle en el altar, donde parecía transfigurarse, encendiéndosele el rostro. Había un santo ejercicio que introdujo en el culto popular, y es que, reuniendo en el templo a todo el pueblo, hombres y mujeres, viejos y niños, unas mil personas, recitábamos al unísono, en una sola voz, el Credo: «Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra...» y lo que sigue. Y no era un coro, sino una sola voz, una voz simple y unida, fundidas todas en una y haciendo como una montaña, cuya cumbre, perdida a las veces en nubes, era Don Manuel. Y al llegar a lo de «creo en la resurrección de la carne y la vida perdurable» la voz de Don Manuel se zambullía, como en un lago, en la del pueblo todo, y era que él se callaba. Y yo oía las campanadas de la villa que se dice aquí que está sumergida en el lecho del lago -campanadas que se dice también se oyen la noche de San Juan- y eran las de la villa sumergida en el lago espiritual de nuestro pueblo; oía la voz de nuestros muertos que en nosotros resucitaban en la comunión de los santos. Después, al llegar a conocer el secreto de nuestro santo, he comprendido que era como si una caravana en marcha por el desierto, desfallecido el caudillo al acercarse al término de su carrera, le tomaran en hombros los suyos para meter su cuerpo sin vida en la tierra de promisión.

Los más no querían morirse sino cogidos de su mano como de un ancla. Jamás en sus sermones se ponía a declamar contra impíos, masones, liberales o herejes. ¿Para qué, si no los había en la aldea? Ni menos contra la mala prensa. En cambio, uno de los más frecuentes temas de sus sermones era contra la mala lengua. Porque él lo disculpaba todo y a todos disculpaba. No quería creer en la mala intención de nadie.

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-La envidia -gustaba repetir- la mantienen los que se empeñan en creerse envidiados, y las más de las persecuciones son efecto más de la manía persecutoria que no de la perseguidora.

-Pero fíjese, Don Manuel, en lo que me ha querido decir...

Y él:

-No debe importarnos tanto lo que uno quiera decir como lo que diga sin querer...

Su vida era activa y no contemplativa, huyendo cuanto podía de no tener nada que hacer. Cuando oía eso de que la ociosidad es la madre de todos los vicios, contestaba: «Y del peor de todos, que es el pensar ocioso». Y como yo le preguntara una vez qué es lo que con eso quería decir, me contestó: «Pensar ocioso es pensar para no hacer nada o pensar demasiado en lo que se ha hecho y no en lo que hay que hacer. A lo hecho pecho, y a otra cosa, que no hay peor que remordimiento sin enmienda». ¡Hacer!, ¡hacer! Bien com- prendí yo ya desde entonces que Don Manuel huía de pensar ocioso y a solas, que algún pensamiento le perseguía.

Así es que estaba siempre ocupado, y no pocas veces en inventar ocupaciones. Escribía muy poco para sí, de tal modo que apenas nos ha dejado escritos o notas; mas, en cambio, hacía de memorialista para los demás, y a las madres, sobre todo, les redactaba las cartas para sus hijos ausentes. Trabajaba también manualmente, ayudando con sus brazos a ciertas labores del pueblo. En la temporada de trilla íbase a la era a trillar y aventar, y en tanto, les aleccionaba o les distraía. Sustituía a las veces a algún enfermo en su tarea. Un día del más crudo invierno se encontró con un niño, muertecito de frío, a quien su padre le enviaba a recoger una res a larga distancia, en el monte. -Mira -le dijo al niño-, vuélvete a casa, a calentarte, y dile a tu padre que yo voy a hacer el encargo. Y al volver con la res se encontró con el padre, todo confuso, que iba a su encuentro. En invierno partía leña para los pobres. Cuando se secó aquel magnífico nogal -«un nogal matriarcal» le llamaba-, a cuya sombra había jugado de niño y con cuyas nueces se había durante tantos años regalado, pidió el tronco, se lo llevó a su casa y después de labrar en él seis tablas, que guardaba al pie de su lecho, hizo del resto leña para calentar a los pobres.

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Solía hacer también las pelotas para que jugaran los mozos y no pocos juguetes para los niños.

Solía acompañar al médico en su visita y recalcaba las prescripciones de este. Se interesaba sobre todo en los embarazos y en la crianza de los niños, y estimaba como una de las mayores blasfemias aquello de: «¡Teta y gloria!», y lo otro de: «Angelitos al cielo». Le conmovía profundamente la muerte de los niños. -Un niño que nace muerto o que se muere recién nacido y un suicidio -me dijo una vez- son para mí de los más terribles misterios: ¡un niño en cruz!

Y como una vez, por haberse quitado uno la vida, le preguntara el padre del suicida, un forastero, si le daría tierra sagrada, le contestó:

-Seguramente, pues en el último momento, en el segundo de la agonía, se arrepintió sin duda alguna.

Iba también a menudo a la escuela a ayudar al maestro, a enseñar con él, y no sólo el catecismo. Y es que huía de la ociosidad y de la soledad. De tal modo que por estar con el pueblo, y sobre todo con el mocerío y la chiquillería, solía ir al baile. Y más de una vez se puso en él a tocar el tamboril para que los mozos y las mozas bailasen, y esto, que en otro hubiera parecido grotesca profanación del sacerdocio, en él tomaba un sagrado carácter y como de rito religioso. Sonaba el Ángelus, dejaba el tamboril y el palillo, se descubría y todos con él, y rezaba: «El ángel del Señor anunció a María: Ave María...». Y luego: «Y ahora, a descansar para mañana».

-Lo primero -decía- es que el pueblo esté contento, que estén todos contentos de vivir. El contentamiento de vivir es lo primero de todo. Nadie debe querer morirse hasta que Dios quiera.

-Pues yo sí -le dijo una vez una recién viuda-, yo quiero seguir a mi marido...

-¿Y para qué? -le respondió-. Quédate aquí para encomendar su alma a Dios. En una boda dijo una vez: «¡Ay, si pudiese cambiar el agua toda de nuestro lago en vino, en un vinillo que por mucho que de él se bebiera alegrara siempre sin emborrachar nunca... o por lo menos con una borrachera alegre!».

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Una vez pasó por el pueblo una banda de pobres titiriteros. El jefe de ella, que llegó con la mujer grave- mente enferma y embarazada, y con tres hijos que le ayudaban, hacía de payaso. Mientras él estaba en la plaza del pueblo haciendo reír a los niños y aun a los grandes, ella, sintiéndose de pronto gravemente indispuesta, se tuvo que retirar, y se retiró escoltada por una mirada de congoja del payaso y una risotada de los niños. Y escoltada por Don Manuel, que luego, en un rincón de la cuadra de la posada, la ayudó a bien morir. Y cuando, acabada la fiesta, supo el pueblo y supo el payaso la tragedia, fuéronse todos a la posada y el pobre hombre, diciendo con llanto en la voz: «Bien se dice, señor cura, que es usted todo un santo», se acercó a este queriendo tomarle la mano para besársela, pero Don Manuel se adelantó, y tomándosela al payaso, pronunció ante todos:

-El santo eres tú, honrado payaso; te vi trabajar y comprendí que no sólo lo haces para dar pan a tus hijos, sino también para dar alegría a los de los otros, y yo te digo que tu mujer, la madre de tus hijos, a quien he despedido a Dios mientras trabajabas y alegrabas, descansa en el Señor, y que tú irás a juntarte con ella y a que te paguen riendo los ángeles a los que haces reír en el cielo de contento.

Y todos, niños y grandes, lloraban, y lloraban tanto de pena como de un misterioso contento en que la pena se ahogaba. Y más tarde, recordando aquel solemne rato, he comprendido que la alegría imperturbable de Don Manuel era la forma temporal y terrena de una infinita y eterna tristeza que con heroica santidad recataba a los ojos y los oídos de los demás.

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Con aquella su constante actividad, con aquel mezclarse en las tareas y las diversiones de todos, parecía querer huir de sí mismo, querer huir de su soledad. «Le temo a la soledad», repetía. Mas, aun así, de vez en cuando se iba solo, orilla del lago, a las ruinas de aquella vieja abadía donde aún parecen reposar las almas de los piadosos cistercienses a quienes ha sepultado en el olvido la Historia. Allí está la celda del llamado Padre Capitán, y en sus paredes se dice que aún quedan señales de la gota de sangre con que las salpicó al mortificarse. ¿Que pensaría allí nuestro Don Manuel? Lo que sí recuerdo es que como una vez, hablando de la abadía, le preguntase yo cómo era que no se le había ocurrido ir al claustro, me contestó:

-No es sobre todo porque tenga, como tengo, mi hermana viuda y mis sobrinos a quienes sostener, que Dios ayuda a sus pobres, sino porque yo no nací para ermitaño, para anacoreta; la soledad me mataría el alma, y en cuanto a un monasterio, mi monasterio es Valverde de Lucerna. Yo no debo vivir solo; yo no debo morir solo. Debo vivir para mi pueblo, morir para mi pueblo. ¿Cómo voy a salvar mi alma si no salvo la de mi pueblo?

-Pero es que ha habido santos ermitaños, solitarios... -le dije.

-Sí, a ellos les dio el Señor la gracia de soledad que a mí me ha negado, y tengo que resignarme. Yo no puedo perder a mi pueblo para ganarme el alma. Así me ha hecho Dios. Yo no podría soportar las tentaciones del desierto. Yo no podría llevar solo la cruz del nacimiento.

He querido con estos recuerdos, de los que vive mi fe, retratar a nuestro Don Manuel tal como era cuando yo, mocita de cerca de dieciséis años, volví del Colegio de Religiosas de Renada a nuestro monasterio de Valverde de Lucerna. Y volví a ponerme a los pies de su abad.

-¡Hola, la hija de la Simona -me dijo en cuanto me vio-, y hecha ya toda una moza, y sabiendo francés, y bordar y tocar el piano y qué sé yo qué más! Ahora a prepararte para darnos otra familia. Y tu hermano Lázaro, ¿cuándo vuelve? Sigue en el Nuevo Mundo, ¿no es así?

-Sí, señor, sigue en América...

-¡El Nuevo Mundo! Y nosotros en el Viejo. Pues bueno, cuando le escribas, dile de mi parte, de parte del cura, que estoy deseando saber cuándo vuelve del Nuevo Mundo a este Viejo, trayéndonos las novedades de por allá. Y dile que encontrará al lago y a la montaña como les dejó.

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